Los trabajos del inspector: parte IV

La soledad del inspector

28 de mayo

Está cansado luego de tanto recorrido, sospecha que ha cometido su primera imprudencia antes de abandonar el pueblo y está, a la puerta del despacho de Zapatero, tentado de repetirse. Apenas pudo dormir durante las seis horas de ómnibus, confuso ante el amplio panorama que tiene por delante, y a su llegada renovó el desinterés de retornar a su casa, más kilómetros, para al rato volver a la ciudad y presentarse ante su jefe en el ministerio vacío, un domingo, la urgencia lo reclama, le advirtió el subsecretario. Bastó una ducha lenta, en los vestuarios vacíos del subsuelo de su oficina, para ordenarse y componer la versión que brindará, a costa no sabe aún de qué.

—No sabía que a ese viejo todavía le quedaba un amigo. Me podrías haber dicho. ¿Qué le llevás al jefe? No puedo no estar enterado, te queda claro.

Está molesto porque debió prevenir y evitarse la sorpresa del encuentro con Aldabalde en la terminal. Pero no le dio tiempo a acomodarse y, una vez más, le ganó el reflejo de la desconfianza, entrenado por el hábito.

—Disculpame, es que tengo órdenes de estricta reserva. ¿Perugorría? Nada, fui al pedo a hablar con un alcohólico que no logra hilvanar dos frases. Como todos los viejos, recordando historias que no le interesan a nadie, olvidate.

No le importa que Aldabalde no le crea, en todo caso tendrá que arreglárselas con el otro vasco, ambiguo, del que Quevedo no alcanzó a adivinar qué gol gritaría si el Athletic se enfrentara al Real.

En medio del embotamiento del viaje, ha tenido tiempo —aunque estrictamente nada tiene que ver con el caso— de pensar en los dos vascos, a los que seguramente unirá alguna especie de solidaridad anclada en tierras lejanas o el recuerdo —del que no logra reconocer el alcance— acerca de una niña malograda, pero que están todavía enfrentados por la historia, que terminó por ubicarlos en bandos opuestos. No comparte las luchas libertarias, el caos y el desorden del joven Perugorría, la subversión que le enseñaron a reprimir, y esto lo coloca del lado de Arrarte. Pero tampoco olvida, porque lo desconcertó, la instrucción que recibiera —en un trasnoche fuera de programa— de otro viejo tirabombas que no ocupa ningún sillón, pero que es el jefe del subsecretario, que lo está esperando, un domingo, porque es urgente.

No eran muchos, un grupo selecto, le dijeron, para luego de unos cuantos tragos y carnes sangrientas, picadas, todos más flojos, entrar en tema. Le hablaron de intereses de clase, de trabajadores como él —y esto lo recordó con precisión—, de pueblo y oligarquía, del poder de las armas y contra quiénes deben ir dirigidas, no se confundan. De un orden distinto, de una nueva correlación de fuerzas, de estar alerta, de no confundirse. «Los precisamos», le dijeron.

Ha tenido apenas un contacto, y ahora va por el segundo, pero no le parece que con Zapatero —que de tan joven recibió esos mismos mandamientos— la lección haya dado resultados.

—Ha trabajado fuerte y rápido, inspector. Estuvo en la cárcel, fue hasta Melo, lo escucho.

Aunque con intenciones ocultas, le rindió el madrugón de hace dos días, antes de visitar al padre de Marilyn, y la visita al galpón derruido —como supuso al pensar en la conversación que ahora mantendrá— no ha sido alcanzada por el radar de Zapatero. No habrá entonces nada del Cerro, de Azucena, su nieta ni las eventuales fotos, hasta que pueda hablar nuevamente con el hombre de camisa blanca y saco sport, el que llegó en el Fusca celeste. Del resto, nada podrá ser obviado y es lo que narra al subsecretario, que escucha atento, sin realizar interrupciones, aunque sus pensamientos, que deberían estar enfocados en las orientaciones que tendrá que darle al inspector, se enturbian con los recuerdos.

A Zapatero, el vínculo de Mallo con Fasara, y por tanto con las carpetas que Pedro Vittadini enterró durante cuarenta años, le descubren una historia aciaga, a la que involuntariamente asomó y que ha colaborado en mantener oculta. Estuvo en el Cerro al día siguiente de la explosión, pero bastó una llamada para que decidiese no regresar nunca más:

—Nos parece que te estás tomando demasiado en serio el trabajo. Un galpón abandonado y en ruinas, es cierto, un muerto, pero que te aseguramos nadie va a reclamar. Ya está, Norberto. ¿Querés seguir? Está bien, pero a no quejarse. Tengo todas las carpetas, donde está todo escrito, con tu firma. Prefiero no entrar en intimidades. Era dura la soledad de la cárcel. Demasiado para vos.

Y, ahora, un vasco viejo, que nadie sabía que existía, que bien se podría haber muerto, mete la mano en el inodoro de la historia, revuelve y deja, en la superficie, el excremento que podría salpicarlo. No lo va a permitir. Porque no es capaz de resistir el chantaje que descubra, detrás del héroe, la transa, la delación y, menos que menos, la duda sobre su hombría.

Está todavía a salvo, pero el inspector ha hecho un buen trabajo y el tumulto de recuerdos y temores no le han dado el tiempo, que necesita estirar, para resolver cómo hará para sacárselo de encima luego de citarlo un domingo a primera hora y de tantas recomendaciones sobre la urgencia del asunto.

—¿Y usted qué piensa?

Quevedo ha concluido un relato incompleto y la respuesta, que ya tiene preparada, no podrá albergar en Zapatero ningún resquicio que alimente la duda. No lo conoce lo suficiente, pero descarta que nadie ocupa ese lugar inocentemente, no debe subestimarlo y sabe que por los caminos del engaño hay que ir con cautela:

—Que el viejo no leyó ninguna novela, pero su historia, al menos en lo que refiere al famoso Fasara, coincide. Si tuviésemos acceso a los registros de las sucesivas ventas de esos campos, se podrían rastrear hasta llegar a Mallo. Y de ahí en adelante. Quizá haya alguna sorpresa. Del otro lado, el escritor, Vittadini, que anda de paseo y hasta ahora declaró no conocer a Mallo. Es cierto que en su historia no menciona a ningún supuesto testaferro de estas maniobras, pero usted sabe cómo es esta gente: todos mienten.

No abandonan un instante la mutua mirada, ambos inseguros ante el propio ocultamiento que incita la desconfianza, aunque el inspector cree llevar ventaja y, antes de emprender un camino sin retorno, decide darle una última oportunidad:

—¿Y si el asesinato de Mallo estuviese vinculado, no sé cómo, con los episodios del galpón del Cerro, hace un año? Ya sé que no hay nada firme, pero el apellido Vittadini podría no ser una coincidencia. Su auto incendiado, la nota pinchada en el cuerpo de Mallo. Es cierto, en ambos casos, sin pruebas en su contra.

Pero Zapatero —que, aunque en el mismo despacho señorial, hoy, de feriado, luce, al menos en apariencia, distendido, de pantalón deportivo, canguro y championes de marca, blancos e inmaculados— no la acepta:

—A ver, inspector, lo hablamos hace tres días. El caso del Cerro, a menos que tenga nuevos elementos, está de momento en suspenso y olvidado, aparte de que lo está manejando otra gente. Y el único vínculo con Vittadini es un auto robado, poca cosa para intentar involucrar a un periodista —intocables— al servicio de la derecha. Volvamos a Mallo. ¿Usted me está planteando una investigación acerca de campos comprados con dinero de un secuestro, hace cuarenta años? ¿Con el único fundamento de la confesión de un gallego borracho del cual no sabemos siquiera su verdadera identidad? ¿Quiere que se me caguen de risa?

Las preguntas son burlonas, casi declamatorias, y Quevedo, que no piensa agregar más nada, lo alienta en silencio, para saber hasta dónde piensa llegar:

—Usted, en cierto aspecto, es todavía joven, inspector. El país hoy está en otra cosa y, con relación a los episodios que nos enfrentaron —usted debe de saber muy bien qué lugar ocupé yo en ese entonces—, nuestra visión es, digamos, superadora. ¿Se entiende?

—Algo.

—Fíjese lo trancada que está la justicia para poder probar delitos mucho más graves. ¿Qué ganamos revolviendo mierda? Porque, en definitiva, aunque me pese, no sería más que la historia de ladrones que robaron a ladrones.

—Quizá aclarar un asesinato, o varios.

—¿Y usted piensa, sinceramente, que a ese viejo degenerado lo mataron por una gamba que le hizo a algún amigote hace cuarenta años? Yo le agradezco la diligencia, inspector. ¿No habló con el menor? El que mató a la chiquilina.

Zapatero ha invocado la franqueza, que Quevedo, ahora, en parte, acepta:

—Es irrelevante. Ahí no hay nada. Lo sabe usted mejor que yo.

—Nunca se sabe, inspector, nunca se sabe… ¿Estamos, entonces, casi a foja cero?

—Depende.

—Mire, Quevedo, yo le agradezco el esfuerzo. Y, en todo caso, deje en mis manos el tema del campo de Mallo. Tenemos buenos contactos en los registros y, en un par de días, podremos tener novedades. Yo le aviso si de ahí surge algo. Por otra parte, ¿Se acuerda del caso del chetito que descontaba cheques? ¿Y el de la estudiante que chusmeaba a los milicos en Parque del Plata? Hay tantos casos nunca aclarados. El de Mallo podría ser otro… Gracias, yo lo llamo.