Diario del asesino

30 de mayo

No veo la hora de cumplir con mi mandato y regresar, huir de esta ciudad que se ha convertido en la escenografía del deseo, un depósito de ilusiones donde la excepción es la regla, la meta está siempre un paso más allá, y la condición para alcanzarla es, precisamente, la ignorancia de su imposibilidad. Has vuelto a cambiar el rumbo —porque no sabés para dónde vas—, pero tus palabras continúan inspirándome y otra vez marcás el camino, aunque en esta oportunidad no lo sospeches. Releo tu última columna, frívola, superficial, también entretenida —para eso te pagan—, pero, una vez más, con las respuestas correctas a las preguntas equivocadas. No te interesan, te aburren los criminales disponibles, no te atraen sus pasiones, menos sus lógicas, cuando las hay. Es cierto, no hay novela criminal posible cuando la verosimilitud —que es condición necesaria— se transforma en intrascendencia y vulgaridad. No tenés temas, decís, ni asesinos que merezcan una sola línea, ni policías demasiado corruptos, menos aún, ningún acto heroico. Que reina la medianía, producto de la inacción, nuestro mayor signo vital. Tenés razón. Pero no te resignes, porque la historia criminal que suponés imposible la comenzaron otros, hace cincuenta años. Tuvo una pausa, pero he decidido reiniciarla. Con Mallo, que por ahora semeja un hecho deshilvanado y me deja las manos libres de toda sospecha. Pero no vine, como vos, a perder el tiempo, a ver si te inspirás para tu columna de mañana, que supongo redactaste en el bolichito de la 18, donde compartimos casi dos horas. Por cierto, buena elección, entre tanta sofisticación y comida étnica. Luego, la caminata por Broadway, hasta la 53, entre tanta gente, a cumplir con tu misión. Te esperé afuera porque no me interesan los urinarios que no sean para mear, tampoco los tiburones en formol o las calaveras revestidas en diamantes, ni la ira del pintor que sacude pinceles y salpica telas del tamaño de sábanas. Modas, en la ciudad que establece las reglas, en este caso de un arte que no existe si no lo explican. Prefiero el beso de los amantes, que erráticos en el infierno, emergen del mármol de donde solo la mano del verdadero artista puede liberarlos. Pero eso es en otro museo y no me puedo distraer. Volví a seguir tus pasos a la salida, nuevamente la brillante diagonal nocturna que te devuelve al sur, hasta el restorán que elegiste para cenar en soledad, que me resulta una excelente sugerencia —de una bohemia cuidada, elegante, aunque también ficticia, como casi todo en esta ciudad— para la cita del jueves a la noche que acabo de concertar. Pero no te preocupes, porque cuando —con tu invitado— estemos sentados en esa misma mesa, tú ya estarás en el vuelo de regreso y, aunque podrás presentar la coartada perfecta, todo será convenientemente confuso. Porque comienza el segundo capítulo y, a partir de entonces, ya no tendrás excusas para el desinterés, porque te voy a involucrar. No vas a poder quedarte por fuera porque, negando por un instante a tu maestro, te aseguro que dos no será mera coincidencia, aunque sí, tres será la confirmación, a riesgo de delatarme. Porque hay un plan, José. Y, también, un héroe, que seguro comienza a alentarte a contar su historia. No tenés más que escribir que —de momento—es lo tuyo. Yo me ocupo del resto.