José Vittadini Bruzzone

Nueva York

30 de mayo - 2 de junio

Ayer me tomé un descanso luego del viaje y, hoy, tras cumplir la misión que justifica estas breves vacaciones, he resuelto darme un lujo, el único que pude costearme esta vez, a la edad en la que comenzamos —a costa de un presente inerte— a consolarnos con los recuerdos, propios y ajenos. No me importa a esta altura ninguna acusación: la frivolidad, la pedantería, menos el desvío ideológico, cuando ya no hay ruta ni destino final conocido.

No voy a detenerme —se podrá leer en unos días— en el homenaje al pintor. Lo de siempre, aunque claro, realzado por su llegada al podio, que despaché en noventa líneas a treinta espacios, en donde no quedaron lugares comunes que recorrer y me sirvieron de descanso.

Me hice un hueco, antes del museo, para perder el tiempo y caminar hasta el Old Town, donde el Jack sin hielo a las cuatro de la tarde no resulta más excéntrico que un Gregson’s con dos piedras a esa misma hora, pero en Los Beatles. Pérez Castellano se cruza con 18 Street en una ciudad imaginaria donde el alcohol aviva el sueño de los que no quieren despertar. Allí escribo, de esta ciudad, que es todas las ciudades, a la que leí cien veces, vi muchas más y me resulta más cercana que el pueblo adonde ha ido a heder Quevedo.

Me aloja Alex esta vez, en su estudio de Washington Street y la 12 —a una cuadra del río— al que se llega subiendo cuatro pisos por escalera. El diario me ha asignado doscientos dólares diarios, que reparto mitad para el rumano —que esos días duerme en la casa de su madre— y el resto para mis gastos diarios, poco más que almuerzo y cena en La Bonbonniere, a cuatro cuadras, sobre la Octava, que no pisa ningún francés y donde me siento como en casa. Es otro bolichón, donde me atienden en español, las mesas son de cármica, las sillas de caño y plástico, las paredes están atestadas de carteles, fotos —la más grande y que exhiben con orgullo es la de Kate Winslet y Michel Gondry, fechada un día antes del Oscar—, avisos de toda índole y mantienen la amable costumbre de servir café a discreción, bajo la única excusa de tener el tazón vacío. Allí paso horas, en alguna de las mesas sobre la calle, donde puedo fumar sin molestias, y a cada rato viene Ricardo con la jarra caliente, que se divierte sirviéndome a la noche lo que para él es un desayuno: una montaña de tostadas que ya vienen con manteca, un fajo de lonchas crujientes de panceta cortada gruesa, huevos rotos, un par de salchichas y, a veces —una gentileza de su parte—, aunque no forma parte del plato, una porción de fritas. Alguien, allá, pienso, que tanta preocupación tienen sobre el patrimonio —han designado como tal el toque de tambores, que me parte la cabeza todos los domingos de tarde—, debería haberse ocupado del avance impiadoso de los pescados grillados, las verduras glaseadas, los bifes a la pimienta negra, las papas rústicas y las aguas saborizadas, servido por mozas firmes —de riguroso negro, incapaces de recordar lo que no anotan, rodeadas de ambientes donde hasta el menor detalle ha sido calculado—, que han devastado la ciudad, sepultando al olvido las milanesas picadas del Mincho, que Carlitos decoraba meticulosamente con chorretes de mayonesa, la lamparita nebulosa colgando, el mozo memorioso que voceaba destemplado, también las garras nauseabundas que arañaban la taza turca. Importa poco ya quién está o cuál es el tema. El bar devenido en otro sitio más donde consumir. Cuando me quejo de estas cosas con David, me habla de la globalización, de los cambios, y me acusa de reaccionario y esnob. Allá él, su bodega personal, sus especias y las vacaciones en la playa. Me condena por elegir esta ciudad y yo no le pregunto —qué otro motivo que la tradición puede invocar— por qué va hace cuarenta años, en la misma fecha y durante quince días, a incinerarse a la misma costa donde no hay nada para descubrir.

Pero ya es casi de noche, mi trabajo ha finalizado y, tras más de cuarenta cuadras en dirección sur, las luces ya no encandilan y la vista alcanza el cielo sin elevarse, apenas por encima de la elegancia de los ladrillos centenarios de las casas bajas del barrio que me resulta familiar y amable, aunque —es cierto también— delicadamente ostentoso.

He resuelto homenajearla en ausencia, y ahora atravieso la isla por la 12, su calle preferida, hasta el East y luego todavía más al sur, por la B, hasta el Lower, en la esquina en que Norfolk y Rivington albergan el Schiller’s Liquor Bar.

Hace casi un año la cité a Susana Vieytes en esta misma esquina para una cena en este pequeño restorán —tan parecido al de nuestras citas allá—, de los tantos que se amontonan en esta zona que aún conserva el espíritu salvaje de una ciudad que ha sido domesticada. En mi caso, liquidaba inconscientemente lo que restaba luego de saldar deudas con Malfatti y la impositiva. Ella, también sola, visitaba sedes penales, en medio de cursos donde se preparaba para los juicios que ahora tendrán a los fiscales —como en tantas películas que todos vimos— en los papeles protagónicos.

He decidido construir un recuerdo e imagino que comparto otra noche, que podría ser futura, donde llegamos con Susana, ella escapada de la visita oficial, bebemos, comemos y luego subimos la escalera estrecha, que cruje bajo nuestros pasos, abrimos la ventana, fumamos el último cigarro con la vista en otro río, y escapamos de un laberinto donde es posible cualquier salida y soy yo el que pretendo que entra, cuando, en realidad, mujer al fin, es ella la que me cubre.

Y saco fotos, a pedido, que envío a la velocidad de la luz, cumpliendo la promesa.

—Gracias. Un beso —me devuelve Susana.

Como siempre, agradezco en silencio —es medianoche en su terraza y la imagino sirviéndose a mi salud— la brevedad y la contundencia del mensaje. No preciso más compañía que la ilusión de compartir en soledad.

Pero, al cabo de pocos segundos, la campana vuelve a sonar:

—¿Te enteraste de Mallo?

Parte de las vacaciones es abandonar el vicio que no puedo controlar de comenzar la jornada con las noticias.

—Ni idea.

A continuación, solamente un link: «Aclararon el caso del asesinato del empresario gastronómico». Al abrirlo, el colgado: «Lo mataron por veinte mil pesos»:

Tras diez días de intensa búsqueda, el personal de investigaciones de zona 4 ha logrado aclarar el asesinato de Gabriel Mallo. Finalmente, y luego de haberlo negado repetidas veces, el menor de iniciales R. F. —quien fuera el novio de la también menor M. R., vinculada al empresario, y que involuntaria y trágicamente ultimara a la joven cuando intentó asesinar a Mallo— declaró ante el juez penal de segundo turno, Javier Mouro, que, por la suma de veinte mil pesos, encargó la ejecución de Mallo. La policía ha desplegado desde ayer un operativo tras la captura del asesino de Gabriel Mallo. Se trataría, según la confesión de R. F., de otro menor, con antecedentes, apodado el Rafita, de alta peligrosidad —que integraría la banda autodenominada Los Gatitos—, autor, entre otros delitos, del asesinato de la almacenera y su esposo, ocurrido hace dos meses en el barrio Causeglia. Al menor R. F. el juez lo procesó ayer domingo como adolescente infractor que incurrió en un delito de homicidio muy especialmente agravado, imponiéndole la medida cautelar de privación de libertad, aunque por su edad, diecisiete años, es muy probable que sea liberado en tres. Al autor material del crimen, de la misma edad, una vez que fuera confirmada su participación, lo aguarda la internación en la cárcel de menores por el mismo período.

—¿Ya leíste? ¿Qué opinás?

Desde que llegué, hace ya tres días, que no puedo abrir mi correo. He insistido con su administrador, pero ni bola y resolví tomármelo — como tantas veces, mintiéndome y atribuyéndolo a señales místicas que evitan el estudio— como una invitación al descanso. Me quedaban, igual, los servicios de mensajería, con sus escasos caracteres, como los que ahora intercambiaba con Susana. No había recibido, por tanto, ninguna nueva comunicación del delirante justiciero, al que, según David, yo había alentado irresponsablemente. No era que me preocupara, pero la rápida lectura de la noticia resultó, aunque mentirosamente, un alivio.

—¿No suena raro?

Ya va, Susana, ya va.

Todo ya, todo ahora, la condición necesaria para escribir lo innecesario, rápido, breve, también de alguna manera, la tecnología al servicio de la liberación del inconsciente es en lo que se ha convertido el intercambio de mensajes acelerados que no logran más que ahondar la ansiedad que termina con el bajón.

Me viene a la cabeza Quevedo, su pedazo de papel desplegado en otra mesa idéntica a esta y la urgencia de sus jefes por una explicación, de un lado, aunque no logro imaginar al noviecito justiciero que, desde su agujero, logra reunir una plata que nunca vio toda junta para encargar a otro —idéntico a él, pero ya profesional, que no erra— la vida de Mallo, que en el código que maneja Susana cotiza tan barato. Es imposible no oír el ruido que provocan las piezas que no encajan, colocadas a prepo, de apuro, que al fin conforman un todo deforme, poco elegante, inarmónico. Me importa nada el Rafita, si es que existe, a quien seguro nunca encontrarán. Menos todavía las transas de milicos con un pibe al que han embagayado el cuerpo de Mallo, quién sabe a cambio de qué, un plasma para su madre, un cartón de cigarros, una milanesa con fritas, igual, tanto da, un muerto, dos muertos; en tres años, afuera. La familia del viejo seguro que tampoco insistirá; quién sabe, pensarán que continuar hurgando puede ser peor. En pocas palabras, un caso aclarado.

—Demasiado. Llego el viernes. Salute.

Me siento más liviano, despreocupado, pronto para recuperar mi plan nocturno luego de la primera estación que abandono sin postre, para mantener en mi boca, por un rato, el ardor leve que suma el ragú de cerdo especiado a mi cuarto Jack del día. Si me viera David.

Mi inglés es de cuarta —aunque aquí no importa, para todo lo que uno necesita siempre hay un mexicano a mano o, en el peor de los casos, hindúes, vietnamitas o congoleños que hablan el idioma peor que yo—, ya casi no quedan salas y allá he abandonado la costumbre. En el Sunshine Cinema —sobre Houston, a la altura de la Primera— somos unos pocos, lo que, pienso, me asegura el privilegio de ser el único que, por una vez, no precisa los subtítulos, que siempre mienten y ahogan las voces. Forro, boludo, garca, sorete, la riqueza de un lenguaje intraducible. La historia es estremecedora, una familia entera de desclasados ambiciosos conforma una banda que comanda un impune desempleado de la muerte. Al secuestro de sus vecinos —en el barrio elegante al que él y su familia despachan fiambre— suman la extorsión inútil que precede al crimen. Todo resulta aclarado para la tranquilidad general, es «Largentina», ese país desmesurado y esquizofrénico en que Arquímedes Puccio barre todas las mañanas las veredas de su comercio, al tiempo que saluda a los vecinos que lo desprecian y alimentan su resentimiento. Otro episodio, aunque perverso, de la lucha de clases. Allá todos están tranquilos, eso solo les pasa a ellos, nosotros somos bien distintos.

Resta la última parada, a la que arribo luego de desandar Houston hasta Bleecker, suntuosa y escenográfica, falsa, aunque vacía a la medianoche de un lunes, también en la capital. Me aguardan, en pocas cuadras, el sorbo de café caliente que, aguado pero abundante, se suma al dulzor del glaseado que cubre desparejo la masa esponjosa y húmeda. A la belleza de la sencillez, circular, la forma perfecta, agrega la potencia que alimenta el deseo, que los idiotas que no tienen el coraje de atravesar sus límites confunden con la adicción.

En la esquina de la 14, mientras aguardo el semáforo para cruzar la avenida, un taxi, en la misma espera, se detiene, y con el pasajero, al que reconozco, intercambiamos miradas.

Y no puedo evitar recordar, en un flash, que estoy acá por Susana, a quien conocí por mi padre, Pedro Vittadini, que hace cuarenta años leyó una carta equívoca, que estaba destinada a Samuel, pero le abrió una vida que hasta ese día le había resultado impensable. Y, a través del tiempo, mi narración de su peripecia me ha depositado aquí, en la Séptima y la 14, para cruzarme, en un semáforo en rojo, con los ojos saltones de un judío flaco que me mira desde la ventanilla del taxi que seguramente tomó en Brooklyn y que construyó a partir del azar —para el caso, una llamada errada—y sus consecuencias, una obra literaria.

Pensé inmediatamente que el sentimiento, que me abordó durante todo el día, de haber sido perseguido durante mi trayecto tenía ahora explicación. Recordé a Malfatti, sus cuentos sobre el Lower y nuestra eventual vecindad con la que me había embaucado. Por qué no, quizá me había visto y eran sus pasos los que me parecía resonaban unísonamente con los míos, aunque a distancia, hurgando una vez más mis necesidades de gloria fallida. Pero no, ahora resultaba evidente que el perseguidor era Paul y yo, mirándolo a los ojos, lo había ahuyentado, por lo que decidí cerrar la noche en la paz de otro templo.

El Donut Pub es de los pocos boliches de la isla que siempre aguarda, sin horario. A media docena de cuadras de lo de Alex, la noche me debía un remate. Había cargado durante todo el día, con pereza, el sobre de Alfredo —no falta nada, ahí está todo lo que hay que saber, me dijo, con la seguridad que bordea la arrogancia—, aguardando este momento para leer, sin apuro, bajo una luz que parece diurna, que aquí adentro está siempre encendida.

Amagué —ya sentado, casi en solitario, con la mesa servida— retirar toda la papelería que contenía, pero uno de los documentos, seguramente por su mayor tamaño y textura, se desprendió solo de sus acompañantes y me miró fijo a los ojos. Era Gabriel Mallo, no más de treinta años, rubio y lacio, sus ojos desvaídos, igual sonriente, despreocupado, acompañado de otros jóvenes —sus brazos trabados, como se fotografían los amigos— que apenas hice asomar, un par de los cuales me resultaron caras familiares, deformadas por el tiempo, si es posible desandar ese camino.

Pero, al instante, sin siquiera completar el cuadro, devolví todo a su lugar, el sepulcro de Mallo, que ya no ofrece motivos —tampoco interés— para su profanación.

Resta clausurar la noche, emprender el regreso por la ciudad de cristal y sus fantasmas, y disponerme, ahora sí, a perder el tiempo en los días que me quedan hasta la vuelta y remontar la escalera estrecha hasta la habitación cerrada donde al final no me aguarda Susana. Debí detener el taxi, fantaseo, y agradecer al Flaco las horas de lectura inspiradora.

No hay más novedades de estos días, en que no hice más que vagabundear e invertir unos pocos pesos en vestuario, sacos con poco uso que no puedo comprar nuevos, las camisas blancas, mi uniforme desde hace años, la visita a otro templo nocturno, el subsuelo de la Séptima, casi en la esquina con Perry Street, donde al piano que hoy suena, el de Fred Hersch, otro judío exquisito, se suma el color, negro, de todos los grandes que pisaron esta escena y tuvieron que llegar al fondo para alcanzar el cielo.

Pero es jueves, estoy ya en el aeropuerto, la fiesta llega al final, y de eso dan cuenta las campanadas de mi teléfono, que no para de repicar, anunciando la catarata de correos que van cayendo, uno tras otro, luego de los días en que habían permitido mi descanso.

Son docenas que, a la espera del abordaje, si bien no pienso responder hasta mi llegada, comienzo a leer, por puro aburrimiento.

Agustina, que le lleve el último de Cohen. Tarde. Tabárez, que me tome una a su salud en la barra del Old Town. Cumplido. El resto lo voy borrando, la mayoría sin leerlos, hasta que llego al último, que acaba de aterrizar, recién:

Aprontate que mañana sigue el baile. Ah…, no sé si te habrás enterado, es de último momento: el Rafita apareció, adentro de la valija de un auto incinerado, abandonado en el Camino del Orto. Buen viaje.

Como en los anteriores envíos, adjunta material que no puedo dejar de leer.

Me tranquiliza nada más que confirmar que mi paranoia tenía fundamento, aunque no eran ya Malfatti ni Paul mis perseguidores, y nuevos problemas se anuncian en cuanto desembarque.