Misterioso asesinato en Manhattan

Schiller’s Liquor Bar

02 de junio

—Perdón, ¿el señor Vittadini?

El invitado, que ha arribado puntualmente a la cita, levanta el índice de su mano derecha, inclina levemente su cabeza e interroga, desde la altura, con gesto serio, sin amabilidad, al borde de la corrección. De impecable cuello italiano celeste, tweed escocés, los pies cubiertos de escamas charoladas, brillantes; al acomodarse en la silla, remanga suavemente la franela gris para mantener la raya de la elegancia que le impone su carácter de caballero de la orden milenaria que nació hospitalaria, se transformó en militar luego de conquistar Jerusalén y devino con los siglos en una multinacional de la fe y los negocios, protegida por Roma, donde alberga su actual sede. En el medio, con patente de corso, se dedicaron a la piratería, asaltando barcos fieles y comerciando esclavos. Pero eso es historia. Ahora juran tender a la perfección de la vida cristiana y dedican un tiempo, finalizado el business, a repartir a los pobres una parte mínima de lo que sobra.

Dudó en venir; ha aprovechado desde siempre las ventajas de la discreción, pero en este caso le ha pesado más la lealtad con un amigo que, en algún tiempo, cree, fue también socio, ya ni se acuerda de todas las empresas en donde tenía participación. Aun a costa del riesgo —han acordado solamente una charla informal, no una entrevista con el periodista del diario de Gutiérrez Arteta—, ha atravesado la isla de norte a sur y, luego de confirmar la identidad de su anfitrión, toma la carta que le ofrecen apenas se sienta. Es un favor, no ha hablado en quince años, pero el diario siempre acompañó y no se pudo negar.

—Buena elección. Con franqueza, no es la zona de la ciudad que frecuento. ¿Qué me recomienda?

—La carta es breve. Si le gusta la pasta, los rigattoni con ragú de cerdo, levemente picante y con un toque de crema son altamente recomendables.

Juan Peinado acepta la sugerencia. Es el mayor de siete hermanos y jefe del clan que antes lideró su padre, Jorge, presidente de la Orden de Malta en el país, ministro de Industrias, canciller del presidente boxeador, medalla dorada en la Universidad, catedrático de derecho civil, católico y banquero. Peinado, el apellido del poder. Don Jorge murió en la cárcel, la misma que había conocido cuarenta años antes, cuando fue protagonista de una película funesta, de la que el entonces mayor Arnaldo Tévez y el actual subsecretario Norberto Zapatero eran apenas figuras de reparto.

Vació en aquel entonces su propio banco y desató un huracán financiero que solo alcanzó a detenerse con plata del Estado, de cuyo gobierno era ministro. Estuvo pocos meses y luego salió y todo regresó a la normalidad. Nuevamente a los bancos, cabecera de los negocios que incluían casas cambiarias, terminales aéreas y de ómnibus, transportes, bodegas, hoteles, más bancos, ahora en Paraguay, centros comerciales, supermercados, películas rumanas, más bancos, en islas remotas, solo ubicables en mapas financieros, accesibles nada más que en las rutas que evaporan el dinero. Peinado, el apellido de los dueños de la torta, los que cortan las porciones, no paran de comer, nunca logran saciar su hambre y administran la de los demás.

Pero Don Jorge construyó no solamente un imperio, sino también una gran familia, destinada a ser conducida, como es de estilo, bajo la ley del mayorazgo. Su primogénito, Juan, y los tres hermanos —los varones, claro, las mujeres se ocupan de otras cosas— también fueron a dar hace unos pocos años a la cárcel por otro fraude, que es casi el mismo por el que hace tanto tiempo, papá Jorge, católico y banquero, pasó tan pocos días preso. Don Jorge los tuvo que acompañar, pero esta vez la vida no le alcanzó y fue la muerte la que le abrió las rejas.

Han entablado, mientras aguardan los platos, en los escasos minutos que llevan compartiendo la mesa, el tipo de conversación posible entre dos desconocidos. La nada que encubre la mutua desconfianza, adornada por el vino exclusivo que ha elegido el invitado, y poco más. Juan Peinado, el principal responsable de la quiebra de un país no ha abierto la boca en quince años, y el desastre que dejó un país vaciado, cientos de suicidios, desempleo y miseria, le ha costado casi nada. Poco más de cinco años preso, los primeros dos en Miami, luego otros tres, casualmente, en la misma granja que alojó a Gabriel Mallo, hasta su liberación, hace otros cinco. Desde que anda suelto, por la gracia de la justicia, ha alternado Punta del Este con Nueva York, siempre con amigos que lo alojan. Viene del Upper East Side, el más rico de los barrios ricos de la ciudad más rica. Pero no, no es de él el departamento sobre Madison, a la altura de la 75. Es de alguno de los que han resultado buenos amigos, a cambio de una de las tantas cuentas bancarias que terminó engordando luego de dejar, allá, las vacas ya sin leche. Transfirió cientos de millones de dólares por los laberintos financieros que aprendió a construir con su padre, Jorge, el catedrático de derecho civil, medalla de oro de la Universidad, católico y banquero. Cientos de millones que el caballero de la Orden de Malta, Juan Peinado, financista y católico, ha pagado con cinco años de cárcel y que ahora, libre, en los veranos, ve ponerse el sol desde su quincho en la Península, on the rocks.

Sabe por quién vino, aunque no logra desentrañar, mientras prueba su plato, a qué:

—Disculpe, Vittadini, el lugar es muy amable, el ragú es muy delicado y el vino, excelente, aunque, yo sé por quién estoy acá. No me pude negar a un pedido de Gutiérrez Arteta, pero lo que me gustaría saber es qué hace usted aquí. Lo estuve leyendo, usted me desprecia. Es más, casi que justificaría un linchamiento, me coloca a la par de asesinos, pederastas, aunque es cierto, también, no ha sido el único, estoy acostumbrado. ¿Usted a qué vino?

—Es mi trabajo y Gutiérrez es el patrón, al que no se le ponen condiciones. En cualquier caso, no se preocupe, esto va a ser rápido, serán unos minutos, no va a sufrir. Déjeme cumplir con mi trámite.

—Bien. Hablando la gente se entiende. No quiero ser descortés, pero agradecería que apagara su teléfono, sobre la mesa.

Su anfitrión, que no lo ha convocado para ninguna entrevista, asiente, toma su teléfono delicadamente con el índice y el pulgar, lo eleva para permitirle la vista a su invitado, como haría un ilusionista para despejar las dudas de los incrédulos, lo apoya a igual distancia entre ambos, y luego de un solo clic, lo adormece para que nada de lo que va a suceder pueda ser visto ni oído.

La segunda botella ya está por la mitad, todavía no le han hecho ni una pregunta y la conversación se desliza con suavidad, intrascendente y amable, a la tirantez del comienzo sucede el sosiego y, en poco rato, cierto ánimo de camaradería. Juan Peinado conoce bien la isla, «le diría que casi mi segunda casa, Vittadini, lo puedo llamar José, ¿no? Llámeme Juan». «Sí, por favor», es la respuesta que exhala confianza y lo alienta a continuar su gala de ciudadano del mundo. «¿Se queda unos días más? La Neue Gallery, cerca de casa… Perdón, de la casa de Clarence. Un pequeño museo, privado, que en el segundo piso exhibe a Adela, La Dama de Oro. O las galerías de Chelsea. Imperdibles. ¿Se anima a irse un poco más lejos? Los Hamptons, una costa maravillosa, o el valle del Hudson, sus pueblitos», y más, y más —«esta ciudad es la gloria, me alegra que compartamos ciertos gustos, no estamos tan lejos cómo parecía, ha sido un placer»—, hasta la hora de los postres, que Juan Peinado declina:

—Ha sido sencillo conformar a Gutiérrez Arteta, la estupenda cena, una linda charla. Aunque, disculpe, con permiso. Demasiado líquido.

Juan Peinado comienza a incorporarse —luego de la bufonada con que justificará su breve y decisiva ausencia, flojo, con la guardia baja—, pero lo interrumpen:

—Desde que llegué, lo estoy viendo, detrás de usted, aguardándonos. Habría que hacerle un lugar.

Se detiene. Por un instante pierde la compostura, se desacomoda, la elegancia muda en inquietud y sus ojos iluminados, que intentan —enmascarados por un disimulo ineficaz— ir más allá de los leves giros a izquierda y derecha de su cabeza, no logran descubrir la advertencia de su acompañante, que apoya la invitación, él sí, sereno, con la vista fija al mostrador:

—¿Perdón? ¿De quién habla? ¿Hay alguien más?

—Tranquilo, Juan, está allí, parado en la estantería, detrás de la barra. Le hablo de un coñac. ¿Qué le parece rematar con un buen Courvoisier L’Esprit Decanter? Lo sirven con un Stilton bien maduro, algunas nueces…

Los hombros liberan la tensión, las manos ahora ya no se aferran al borde de la mesa y Juan Peinado, con su ancha espalda en reposo nuevamente, asiente:

—Perfecto. Le reitero: tenemos más cosas en común de las que usted sospecha.

A su regreso, el último trago que acompañará la noche lo aguarda en su mesa.

Juan Peinado, su mano ahuecada bajo la copa tibia, se sirve alternativamente trozos de queso y crocante, y bebe a intervalos, ya compuesto nuevamente, luego del toilette. Comienza a agradecer: «Me quedaría charlando, pero tengo un compromiso».

—¿Qué le va a contar a Gutiérrez Arteta? No ha preguntado nada, y lo que le conté no son nada más que tips de un viajero frecuente, bah, yo me considero ya un ciudadano. No creo que les interesen a sus lectores.

Juan Peinado, su rostro levemente encendido y las pupilas dilatadas, signos que no responden tan solo al alcohol o la luz tenue, su cuello algo rígido, que tampoco acompaña la amable cena que va llegando su fin, pasa ahora las manos sobre su cabeza, alisando sus pelos, que peina hacia atrás recorriendo su frente, sobre la que brillan pequeñas pero abundantes gotas de sudor, que vuelven a manar al final de su gesto, que en su caso es casi un tic. Mueve su cuello, haciéndolo girar para intentar componerse, como si estuviera desperezándose, con lentitud.

—¿Cómo se siente?

—Bien…

—No parece.

—Está un poco encerrado el ambiente, ¿no? Me falta un poco el aire… Ya vengo.

Amaga levantarse para retornar al baño y calmar la náusea, pero el vértigo lo desequilibra y abandona el intento. Al sudor, ahora helado e imposible de contener ni siquiera con la servilleta inmaculada que Juan Peinado pasa desprolijamente por toda su cara, acompaña ahora la respiración, profunda, aunque débil, con la que intenta sofocar el ardor profundo que se cuece en sus entrañas.

—No se preocupe, ya lo van a venir a buscar. Le dije que iba ser rápido. Doloroso, pero breve.

—¿De qué habla?

Al fin, Juan Peinado comienza, en los escasos minutos que restan para el final, a comprender su destino.

Ya no puede siquiera abrir su boca, ni contener los temblores de su cuerpo. Intenta levantar sus brazos para pedir ayuda, pero todo es rigidez y ahora los tonos rojizos mudan para volverse azulados, sus labios, los dedos de sus manos. En los escasos minutos de conciencia que restan, inmóvil, le queda nada más que escuchar.

Su anfitrión, a quien le ha llegado la hora que aguardó, luego de tanta amabilidad, comienza a hablar, sin aguardar respuesta, breve y conciso, porque sabe que le quedan pocos minutos, los necesarios para que Juan Peinado se vaya con el peor de los recuerdos.

Y finaliza, con su invitado al borde de la inconsciencia, las pupilas como soles entre tanta oscuridad y los oídos que zumban, confusos, incrédulos, él, Peinado, el del apellido del poder.

Su anfitrión se levanta, enfrenta sus ojos vidriosos, desencajados y luego se coloca a su costado, se inclina y en una voz que es todavía menos que un susurro, lo recibe, de memoria:

Por mí se va a la ciudad del llanto,

Por mí se va al eterno dolor,

Al lugar donde sufre la raza condenada.

La justicia movió a mi alto hacedor.

Me creó el divino poder,

La suprema sabiduría y el primer amor.

Antes de mí no fue creada cosa alguna que no fuese eterna,

Y yo eternamente vivo…

No considera necesario redundar con el remate de la última estrofa, para que Juan Peinado reconozca que ya no hay esperanza y no solo la cena ha concluido.

Solo resta al anfitrión retirarse sin demora y reconocer, desde la calle y tras el cristal, el último cuadro, la escena que ha creado, que se cierra cuando el rostro de Juan Peinado, que ya nada posee, se estrella sobre la mesa, en que ha volcado, por su boca, los restos de todo lo que ha engullido.

—Bienvenido, John.