José Vittadini Bruzzone

03 de junio

Hice lo de siempre para acortar el largo e incómodo viaje. Aguardar la cena con alguna lectura, luego un par de copas de vino, un cuartito de Clonazepam y una película que veo de a pedazos, en los intervalos de vigilia del sueño entrecortado que permiten estos trances. El menú fílmico es casi tan acotado como el que ofrecen para comer, pero en este caso la sección «Clásicos del cine» componía una buena oferta de películas que ya había visto, pero compensan la curiosidad de lo novedoso con la certeza del placer de lo ya conocido. Supongo, aunque ya no me preocupa, que es otro de los tantos síntomas que aparecen después de los cincuenta. Pienso también en el tano gordo y barbudo, con más pinta de bolichero que de filósofo, cuyas ficciones eruditas, en donde no dejó tema sin abordar, tanto me ha costado atravesar. Es más, solo leí completa la historia —dejando de lado docenas de páginas para mí incomprensibles— de los amigos que tras cientos de páginas intentan desentrañar la conspiración. La historia de los monjes asesinos la conozco por la pantalla y tampoco la leí. Me consuela Tabárez ante tanta ignorancia, que leyó la obra completa y confiesa que, aunque en menor medida, también se salteó alguna página. Cuando le preguntaron al tano —la entrevista iba acompañada de una foto de su biblioteca personal, que ocupaba en su totalidad un apartamento contiguo al que vivía— cómo seleccionaba sus lecturas, respondió seguramente con una verdad a medias, pero que resulta útil ante tanta novedad que alimenta lo que se llama, con perversidad, la industria cultural:

—Los dejo reposar diez años. Si resisten ese tiempo, será que valen la pena leerse.

No está mal.

Brazil. Ya la vi no sé cuántas veces, no siempre completa, no importa, la conozco de memoria, pero me sigue acongojando su comienzo, cuando la cámara está fija sobre la teletipo, la mosca se posa sobre la tecla que cambia Tuttle por Buttle, el infame equívoco resulta en el asesinato de un inocente, y Sam Lowry, el mediocre y fantasioso amanuense, despierta del tedio y comienza su periplo justiciero, que incluye la búsqueda del amor. Todo fruto de un error mínimo, una falla del sistema que desencadena una catarata de sucesos incontrolables, en medio de los cuales Lowry se refugia en sus sueños de ángel alado. Todo termina muy mal, mientras Tuttle, el simpático terrorista, desaparece bajo una hojarasca siniestra y al pobre Lowry, atrapado en el centro —como si fuera posible— de la infinita prisión, amarrado al tormento, no le queda, para huir de la pesadilla, más que recurrir, en su final, al delirio que le devuelva las alas, solo en su cabeza. Y ya no sé si es el vino, las pastelas o el recuerdo molesto del último mensaje que leí antes de embarcar, pero veo de vuelta a De Niro, que ahora, en 1976, se llama Travis y conduce un taxi amarillo que surca las calles de la ciudad que acabo de abandonar —pero que es otra, violenta y sucia—, del asco pasa a la locura, pero no sueña, porque no puede dormir, y aprovecha el insomnio para preparar su catarsis y la carnicería que lo convertirá en héroe. Yo también fantaseo, y en un imposible casting desearía el papel de Tuttle —me falta coraje para Travis—, aunque sospecho que mi physique du role —metafóricamente, se entiende— se acomoda mejor con Jonathan Price y su escape ensoñado.

Ya voy llegando y repito la liturgia del retorno, la vista de la ciudad, que, desde la altura, como un cadáver, bajo el efecto óptico, luce inmóvil y vacía. Desciendo todavía en medio del letargo y la confusión, no tengo valijas para retirar, pero me queda una última gestión antes del taxi que me devuelva a mi cueva. Un par de Gentleman’s —uno para Tabárez, el otro para Susana, que comparten por separado el placer—, que no es de esnob, pero es el único whisky del que disfruto el sabor. Cargo una tercera, para mí.

—Buen arsenal para pasar el invierno.

Bienvenido a casa. Arrancar, otro viernes, de mañana, cansado, con la imagen del milico, mi última conversación antes de la partida. Supuse que era una casualidad:

—No me joda, Quevedo. Lo de Mallo ya lo aclararon, a su manera, sumando un crimen a otro, y nosotros no tenemos más que hablar. Y usted ya sabe que el contrabando no pasa nunca por el aeropuerto. ¿Quiere que le compre una? Cuarenta y un dólares, una ganga.

—Estoy fuera del caso Mallo y no tuve nada que ver con la solución. No tenemos mucho tiempo.

—¿Tenemos? Perdón…

—Déjese de boludeces, Vittadini. Lea y nos vamos. Sígame.

Desplegó la tapa del diario —en sus manos, frente a mis ojos— que yo no podía sostener, con las mías ocupadas entre la bolsa frágil, mi valijita, los documentos.

—En vez de casas, deberían regalarles botes y, chau, se acaban los problemas.

El titular del diario desplegaba fotos de ciudades ahogadas, azoteas convertidas en provisorios sitios de defensa y números que daban cuenta de la performance del río, sus cotas, la cantidad de evacuados. Como cada año —cuando las lluvias renuevan el rito que acompaña las inundaciones—, la solidaridad de nuestro pueblo, los camiones hasta la boca de ropa usada, colchones, pañales, leche en polvo, polenta y salsa de tomate. Hasta que el río dice basta, las aguas vuelven a su lugar, esperamos que seque, luego miles de litros de Agua Jane y todos contentos, de vuelta a casa, a los ranchos orilleros. Navegando en círculos, desde siempre con idénticos problemas, paralizados, la misma imagen que se ve desde el avión. No tenía idea qué tenían que ver conmigo las inundaciones, para qué cuernos Quevedo me había interceptado.

—Acá, Vittadini, acá.

Su dedo impaciente sobre la hoja, aunque ahora en la mitad inferior, en un recuadro, con letra más pequeña:

«Murió Juan Peinado», titulaba:

Ayer a la noche, en un restorán de la ciudad de Nueva York, mientras cenaba, se produjo el deceso de Juan Peinado. No se han determinado aún las causas del suceso, ocurrido hace pocas horas, aunque ciertos indicios hacen pensar a la policía local que pudo tratarse de una insuficiencia cardíaca.

—Una pena, me fui sin despedirme.

—Eso es seguro. Aunque no es lo que parece.

—Seguro, parece…

—Yo prometo aclarar, espero que usted también. Mientras, lo mejor que puede hacer es acompañarme. Fue la doctora Vieytes quien me informó en qué vuelo llegaba. No estoy en misión oficial. Confíe. Y apurémonos.

Quevedo está, no solo en lo físico, como un guardafrentes, un paso adelante —y por eso decido entregarme, como me sugirió—, mientras yo, enredado en mis bultos, hago lo que puedo por seguirlo. Apenas puedo ver —desde la perspectiva que permite mi posición— no los ojos, sí su cabeza, ladeándose apenas a ambos lados, como un guía experto hace para otear la presa, sin pronunciar palabra hasta que llegamos a la nave.

—Está claro, hasta para el más idiota, que usted no lo mató. Lo que ocurre, Vittadini, es que todo es tan obvio que por eso mismo resulta difícil de explicar.

No soy el más idiota, tampoco el menos, siempre al medio, más bien oculto en la intrascendencia. Aunque lo que me resulta más difícil, más allá del agotamiento, es descifrar qué hago ahora, ocupando el asiento de Susana.

—¿Qué es lo que hay que explicar, Quevedo? ¿No sería mejor aguardar al forense? Allá están los mejores. Si es que lo mataron y si encima está claro que yo no fui… No entiendo.

Quevedo atiende a sus espaldas, sus manos en el volante, la atención fija en la maniobra reversa que dará comienzo la marcha. Yo tengo las manos libres, y aprovecho su desatención para revelar el origen del mensaje que acaba de caer.

Me despidió al partir y ha vuelto a cumplir. El origen desconocido nuevamente anuncia un adjunto que debería abrir, pero no quiero arriesgar. Solo alcanzo a leer el asunto: «Uno menos», y la hora, simultánea a las peripecias de mis héroes de la pantalla. Mal presagio.

—La leí dos veces.

Mi respuesta se redujo a una mueca, con las cejas levantadas y mi boca cerrada, trazando los arcos de la incomprensión.

—Su novela, Vittadini.

—¿Y?

—Y estuve en el Cerro, conversando con alguna gente que vio llegar un Fusca celeste que manejaba un hombre de cincuenta años, de barba, saco sport, un rato antes de que el galpón estallara, ¿sería este?

Su mirada está ahora al frente, aunque sin mirarme, su índice derecho está casi apoyado en mi brazo izquierdo, y yo aprovecho mi posición para eludir su mirada fisgona que a mí me ahorra componer el desentendimiento. Pero Quevedo, que no necesita respuesta, continúa:

—También estuve en Melo, me acordé de usted, con Perugorría, y, a la vuelta, con Zapatero, al que ni bien le conté la mitad de lo que averigüé, me retiró del caso. De la otra mitad es que tenemos que hablar…

Sentí que había retrocedido un año y otra vez la historia, y mi imprudencia, me envolvían en una trama en la que unos cuántos suponían que debía saber cosas de las que no tenía idea. Quevedo fuera de servicio, en plan de amigos, su apelación a mi franqueza, me resultaba aún más desconcertante.

—No era este el saco. Zapatero es un pobre tipo. Cortabarría…

—Perugorría.

—Ni idea. Melo la pisé una vez, me prometí no regresar y es de los pocos votos que he logrado mantener. A Juan Peinado nunca lo vi en mi vida. Y dejando de lado el cansancio, no sé si sería capaz de anudar todos esos hilos. Si quiere vaya haciendo las preguntas, de a una, y yo voy viendo.

—Empecemos por el final, hasta ahora, aunque sospecho, y por eso estoy acá, que todavía falta algún cuerpo.

Cuerpo es como llaman ustedes a…

—Muertos, Vittadini, muertos. Si voy bien, faltan dos.

—¿Y yo qué tengo que ver?

—Mucho. Pero tranquilo, Vittadini. A Juan Peinado, está más que claro, lo asesinaron, aunque la prensa diga lo contrario, es nada más que reserva para no entorpecer la investigación. Y lo mataron en el mismo boliche al que usted fue a cenar un par de noches antes. Consta en su tarjeta de crédito. Estaba acompañado, según Clarence Seedorf, que alojaba a Peinado, de un periodista uruguayo, un tal Vittadini, que lo había convocado y había accedido a Peinado a través de Gutiérrez Arteta, su jefe y amigote de Peinado. Gutiérrez ya aclaró, tuvo un par de días el correo fuera de servicio.

—Yo otro tanto.

—Está claro. Y más claro está que, en el momento de la muerte, usted estaba en el avión. La coartada perfecta.

«Mallo, Peinado, faltan dos», dice Quevedo y lo único que comprendo hasta ahora es que me estoy metiendo en un agujero que he cavado, otra vez, solo con mis palabras. Inmerso en el juego retorcido de un asesino delirante que, a la vez que me involucra, me exculpa.

—Yo no tengo que demostrar nada.

Me cuesta creerme.

—Formalmente, es la respuesta correcta. Si lo citaran, no lo demorarían más de quince minutos frente a un juez. Lo tienen claro, y por eso su nombre ni siquiera aparecerá en la prensa. Pero lo van a investigar y, seguramente, de esto se ocupará personalmente Zapatero. Dos muertos, insisto, por ahora, vinculados por un nombre, el suyo. Yo le aconsejo, si sabe algo, que se corra del medio y deje que cada quién haga su trabajo.

Quevedo cuenta dos y yo cuento cuatro, si agrego, a los dos corruptos, a Marilyn y al Rafita, que a la prensa no le interesan y al resto les tranquiliza porque confirma que eso les ocurrirá a los otros, no a ellos, que se portan bien.

Y, al tiempo, pienso si por una vez funcionará la ley de las compensaciones que a una mentira agrega otra para esconder la inicial. Negué hace una semana en la mesa de un boliche, esa vez mirando a los ojos de Quevedo, saber nada acerca de la muerte del viejo vicioso y ahora decido, oblicuamente, volver a hacerme el desentendido:

—¿Y en Melo? ¿Quién es ese Olavarría?

—Perugorría, Vittadini, Perugorría. ¿Usted está cansado o en pedo? No importa, aunque prefiero empezar por el Cerro.

—De eso no pienso hablar.

—Lo mismo me dijo Zapatero. No importa, ya habrá tiempo. ¿Melo?

Comenzó a disminuir la marcha, dobló en una esquina para retirarse de la Rambla, arrimó el auto hacia el cordón y se detuvo. Extendió el brazo hacia atrás, para tomar una carpeta y extraer la foto del diario que puso sobre mis manos:

—¿Los ubica?

—A los dos muertos, perfectamente. El de lentes oscuros y la sonrisa siniestra, creo que también. Del cuarto, ni idea.

Aunque grasienta y algo desvaída, era el original de la que portaba en mi mochila y había desechado por haragán, sin siquiera molestarme en leer el pie de foto.

Quevedo la retiró ahora de mis manos y la acercó para su lectura:

—«Disfrutando un tercer tiempo al finalizar la competencia. De izq. A der.: Gabriel Mallo, Juan Peinado, José Randazzo, Arnaldo Tévez». El último también es milico. Aquí es donde entra Perugorría.

—Al fin.

Y me extendió un papel que sacó de la misma carpeta, escrito a lápiz, de trazo grueso que bien podía ser la letra de un niño, pero que su temblor denunciaba la de un anciano:

De Mallo ya le conté lo que sabía. El que está al lado es el banquero que asesoraba a los otros dos, los dueños del botín y de la vida de mi hermano. Es la primera vez que ayudo a un milico. Ojalá valga la pena.

—Vino con la foto, la firma es del vasco. ¿Sabe de quién habla cuando nombra a su hermano?

Se respondió sin ayuda:

—De uno de los protagonistas de su novela, el Turco Fasara.

—Ya van varios a quienes explico lo mismo, pero hasta ahora…

En la ínfima pausa, indescifrable ni siquiera para Quevedo, pienso que nadie más que Susana, Tabárez, y aunque supongo que, a medias, también el Gordo, confían en mi versión:

—… nadie me cree. De Fasara no sé más de lo que cuento en la novela, y eso a través de unos papeles de mi padre, que terminó peor que el Turco. Y las carpetas, por las que asesinaron a mi padre, luego de vaya a saber qué tormentos, estuvieron cuarenta años enterradas hasta que, de casualidad, cayeron en mis manos. Bah, en realidad, sin llegar nunca a verlas, terminaron en las manos del tal Torres, claro luego de la puesta en escena que me armaron en el Cerro, matar a un infeliz y pegarme un par de sopapos. Fin de la historia.

—¿Y no piensa decirme por qué Zapatero se agarra de la caja de cigarros cada vez que le menciono la noche del Cerro?

No me permite mi posición ver el mar sin que Quevedo pueda desentrañar qué de lo que voy a contarle es verdad. Debo entonces fijar mi vista sobre las casas y sus jardines enormes, vacíos, impúdicos, las moradas de los Mallo y los Peinado, por qué no. A los otros dos, sapos de otros pozos, el barrio les queda grande y, aunque manejan las armas para cuidarlos, saben que son despreciados. Pero Quevedo, que respondió por sí mismo, ahorrándome palabras, continúa:

—Yo sí le voy a decir todo lo que sé. Porque esto va a seguir y se va a armar una cagada. Usted ya se metió una vez con gente pesada. Y no le fue bien; esa vez, aunque herido, logró huir. Esto es distinto.

No me interesa la estrategia de Quevedo de jugar al confesor, tampoco le creo nada de su ánimo justiciero ni su cruzada solitaria, pero es cierto que sabe cosas que desconozco. Me cuenta del papel de Mallo en los negocios de los otros tres, el banquero y los dos milicos, todo por boca de un vasco del que no logro retener el apellido, todos me suenan siempre a erre. Que no tiene idea qué tiene que ver Zapatero en todo esto. Yo tampoco, aunque no me cree.

—Con el Quico no les va a resultar difícil. No tiene un perro que le ladre. El otro ya es otra cosa.

José Quico Randazzo es el nombre del mal, al que la justicia ha depositado en su casa, por viejo. Un militar que robó, mató, extorsionó, torturó y me debería animar, por qué no, a pedir ojo por ojo, que es la justicia primitiva que estas bestias merecen. Pero parece que hay otro que se va a ocupar.

—¿No lo recuerda? —continuó Quevedo. Persiguió contrabandistas con los blancos. Duró poco. Luego, así como apareció, desapareció. Ahora es un empresario.

Ya sé quién es Tévez. De joven, apenas mayor, parte del cuerpo de élite que atravesó todos los límites para derrotar al enemigo. Luego, un destello de actividad pública en la legalidad, hasta que se llamó a silencio. Hasta ahí llego.

—¿En qué negocio está?

—Seguridad.

—Qué original, con su ejército privado de pobres desarmados, disfrazados de marrón.

—No lo tome a mal, pero, ¿sabe que estoy empezando a creer en su ingenuidad? Disculpe. Y escuche, que de esto sí que no sabe. Tévez hace rato se salió de ese negocio. Vende seguridad, pero de la información. Un paso adelante, Vittadini.

Me lo merezco.

—Y su principal cliente es el Estado.

Podría no responder nada ante tanta obviedad, pero me parece una descortesía abandonar mi turno:

—Eso incluye el ministerio de Zapatero.

—Es todo lo que sé.

Yo tampoco sé más nada, nunca vi una cara más que la de Omar Malfatti, que nunca me mostró la verdadera. Pero la ausencia de Zapatero, la mañana en que Alfredo debió entregar a Torres las carpetas que faltaban, nunca me interesó aclararla. Que se arreglen entre ellos, los combatientes de una guerra inexistente, apenas una guerrilla improvisada con nada más que buenas intenciones, todo mal calculado, al fin transando con el enemigo. Un fraude. Sigo sin mirarlo, y me hago el desentendido, en búsqueda de una complicidad fugaz y poco probable:

—Estamos iguales

—¿Sabe que no le creo? Aunque, si tengo suerte, capaz que llego a descubrir quiénes formaban el cortejo fúnebre que llegó hasta el Cerro: los dos autos blancos, el tercero negro, con los cristales ahumados.

—Igualito a este.

—No me joda, Vittadini. Luego el Fusca celeste del abogado, que se lo robaron estacionado a diez cuadras de la casa, en el callejón Bermúdez. Raro. El cincuentón de barba.

—Ahora el que me jode es usted.

Llegamos al destino, pero Quevedo sigue de largo, cruza Maldonado y el tránsito lo obliga a la segunda fila, que a mí me va ahorrar palabras.

—Por ahora no lo van molestar. Gutiérrez Arteta ya movió las fichas. Silencio absoluto. Pero lo van a vigilar, y de cerca. En cuanto consigan orden judicial, empieza el baile: a revisar correos, intervenir teléfonos, quizá seguimiento.

—¿Orden judicial? ¿Yo soy el ingenuo?

—Usted es el señuelo. Y seguramente no sepa quién o quiénes andan haciendo justicia por mano propia, pero estos están seguros de que usted los puede guiar. Están perdidos, Vittadini. Y de esa foto, aparte de Perugorría y usted, nadie sabe más nada.

—Somos dos, entonces, los que ocultamos cosas. Otro más, obstruyendo a la justicia, pobre, debería levantar la venda y, al menos, mirar de reojo a los que le cagan en la cabeza.

—Esto no es una novelita policial, Vittadini.

Me jode el diminutivo, qué necesidad, y replico —a modo de venganza, también pequeña— con otro:

—¿Y lo suyo qué es? Investigando por la suya, haciéndome de chofer. Yo tampoco le creo nada el papelito de Serpico que pretende interpretar.

Atrás tenemos el 149, enorme, enajenado, que cambia luces y toca bocina para que nos corramos. Quevedo no se inmuta y devuelve el gesto impaciente con su mano izquierda en alto, por fuera de la ventanilla, el dedo medio izado, acompañado de los restantes recogidos. Si no fuera porque es milico, sería un acto de coraje. Ahora frunce el ceño, confundido.

—¿De qué habla, Vittadini?

—Nada, una peliculita de los setenta. Usted no había nacido. De cuando el cine yanqui valía la pena. Es un policía, Al Pacino, que va por las suyas, investiga y se mete con tipos grosos, corruptos, sin escrúpulos. No tiene final feliz.

—Usted tendrá sus motivos para esconderme la leche; sus lecturas, el cine, yo no tengo tiempo para esas cosas. Quién sabe, el asesinato de su padre, todo eso que está tan embrollado en su libro.

Sos un jodido, Quevedo.

—Yo laburo, me lo tomo en serio, y me da en el forro de las bolas que me quieran hacer pasar por idiota. ¿La verdad? Me importa un carajo si le meten un tiro en la frente a Randazzo, ese es historia, ya no caga a nadie. Pero hay más personajes. Zapatero, del que usted no piensa hablar, que me saca del medio en cuanto se incomoda. Tévez, que aparece, quizá es una casualidad, en una foto vinculado a dos cadáveres bien particulares: Mallo y Peinado. Un periodista que publica una novela que levanta sospechas sobre tipos pesados que podrían estar vinculados al asesinato de su padre. Y, casi medio siglo después, aparece el tal Torres, por exactamente el mismo quilombo en que se metió su viejo, se queda con todo y termina sepultándolo a usted en vida. No sé qué haría ese tal Épico…

—Serpico, Quevedo, Serpico.

—Da igual, yo voy a seguir. ¿Me permite la última?

—Adelante.

—¿Qué tienen las carpetas?

—Montañas de caca, Quevedo. Pregúntele a Torres, si lo encuentra.