Espalda contra espalda

03 de junio

Es el inspector Quevedo quien esta vez ha solicitado la entrevista:

—Venga cuando quiera —le responden.

—Siete y media.

—A esa hora ya no queda nadie, Quevedo.

—Por eso.

Recibió, hace un par de horas, las suficientes para meditar sus próximos pasos, una llamada. El vasco, anciano y duro, le pasó un mensaje:

—No les crea nada, armaron todo. Su amigo, Aldabalde…

Y dijo más cosas. Que los había unido, luego de tantos años de recelo, la niña, a la que ambos, a su manera, habían intentado proteger, sin suerte. Que son todos iguales, la misma mierda, sin pretensión alguna por las respuestas que Quevedo no le dará. Que al final tenía razón el otro vasco y a él le había costado una vida darse cuenta que siempre se joden los mismos. Que ni se moleste en regresar, el asesino se fugó por Río Branco, no lo van a encontrar. Que ya no le quedan más fuerzas acá, pero mantiene la fe, más allá, y encenderá una vela, sobre la estufa, para que la estampa de Mamés, el santo niño, ilumine el camino del desamparo de la niña y de su amigo, al final reencontrado.

Ahora sube —luego de confirmar, solo para sí mismo, las certezas que aún no puede explicar—, por tercera vez en pocos días, las mismas escaleras. Pero esta vez, no sabe cuánto le costará, no le importa. Viene a pedir explicaciones:

—Estuve esperando su llamado. Tengo información nueva, pero antes querría saber algunas cosas.

—A ver, Quevedo, ¿no quedamos en que usted estaba por fuera de este caso? Aparte, ¿me está chantajeando?

—Y usted me está mintiendo desde hace una semana.

A Zapatero —que a esta hora preferiría estar ubicado desde hace rato, cómodo, insensible ya al sabor del tercer o cuarto whisky, en el boliche donde se reúne con viejos camaradas— la acusación no lo conmueve. Decide, en la soledad de su despacho —solo para alcanzar el dato que el inspector oculta— sincerarse, como si Quevedo fuera su compinche, y confesar:

—Usted sabe perfectamente de dónde vengo, inspector. Por las dudas, ya lo hablamos, la muerte de Mallo me resulta irrelevante, era un parásito, un degenerado. Lo de Peinado, casi una fiesta, ese hijo de puta, hijo de otro hijo de puta. Algunos de los que combatimos, y no le estoy mintiendo. Le oculto una parte, para que no se maree. No son temas suyos…

—En mi cuenta faltan dos, lo que ustedes llamarían accidentes, supongo.

—No tengo nada que ver con lo del botija. ¿Dos?

Quevedo ya sabe, porque el gesto ignorante de Zapatero le resulta verdadero, que el subsecretario está por fuera. No ha recibido ninguna llamada de su alcahuete en Melo. Está ciego:

—A la misma hora, quizá, en que envenenaron a Peinado, apuñalaron a Perugorría. Está muerto. Pero igual no importa, ese no sale en la tapa de los diarios. Un viejo borrachín, es cierto, peleador, rodeado de fiolos y yiras. Era obvio que un día iba a terminar así… No es cierto, aunque podría serlo. Como el Rafita.

Es ya de noche y el subsecretario, al fin de la jornada, ahora se echa; descarga todo su peso en el respaldo del sillón y su mirada se dirige hacia la nada, que está ubicada exactamente sobre sí mismo, en el cielorraso. Tira su mano izquierda hacia atrás, de memoria, rebusca en el bolsillo de su saco hasta que ubica el calmante y retuerce con vigor la cajilla vacía que esconde en el cajón del escritorio, que también oculta un improvisado cenicero:

—Ya no queda nadie, que se vayan todos a cagar... Aldabalde, otro sorete.

Lo enciende, da un par de pitadas y vuelve a la escena, fijo en el inspector:

—Quevedo.

El inspector ha sido entrenado para el interrogatorio y, aunque en veinte años de servicio le ha tocado siempre ser el que pregunta, conoce perfectamente la estrategia de los declarantes que la prensa califica de hábiles. No desvía su mirada y aguarda en calma lo que se viene, aún no logra descubrirlo, tanto por el tono paternal como por la amenaza:

—Lo cité hace una semana, por su profesionalismo. Espero no haberme equivocado. En cualquier caso, espero no olvide que soy su superior y que vacantes, en el ministerio, hay por todos lados. Hay mucha tarea administrativa para hacer, de escritorio, lejos de los problemas… De una vez, me dice para qué vino. Es tarde.

Quevedo ya ha descubierto hace tiempo cómo se corre la carrera en la que Aldabalde le lleva ventaja, pero no le interesa. Podría hablarle de Azucena, la vieja del rancho frente al galpón que vio al día siguiente del incendio llegar a un petiso de bigotes que la maltrató, o poner sobre el escritorio la foto ajada de los cuatro amigotes y el pedazo de papel garabateado que le costó la vida al vasco. Decide, de momento, colocar las fichas de a una, como un jugador experto, hasta ver si puede descubrir el origen de la ansiedad que esconde el humo del segundo cigarrillo que Zapatero acaba de encender, apenas aplastó el anterior.

—Yo también tengo algún amigo en los registros, no sé cómo le fue a usted, no importa. Pero el campo del que habló el vasco, terminó, luego de dos o tres compra-ventas, todas ellas en corto tiempo, raro ¿no?, hablamos de una estancia que hoy debe de valer al menos diez millones, de dólares, por supuesto, en poder del mayor Arnaldo Tévez. Ah, el primero de esos compradores, en 1974, fue Gabriel Mallo. Usted conoce a Tévez, por supuesto.

La pregunta es sencilla y la respuesta, instantánea y obvia, no le da tiempo a Quevedo para ninguna interpretación.

—Más bien a su organización. Hace años brinda servicios al ministerio. Ha hecho mucha plata. ¿Qué tiene de extraño que se haya comprado un campo?

Zapatero mantiene la compostura, pero escondido atrás de la campana de su teléfono, que atiende con evasivas, a la vez que se incorpora y comienza a caminar, de espaldas al inspector, que ya no lo puede ver.

Pero Quevedo, que debe respetar la privacidad de su superior, aguarda de frente al vacío, mientras que sin apuro —para obligarlo al regreso, a su frente— despliega los dos pedazos de papel, el par de ases al que deberá responder el subsecretario:

—Me está haciendo perder la paciencia, inspector. Le exijo, de una vez, que me diga, hasta el último detalle, todo lo que sabe. Ya desatendió una orden, de hace unos días, cuando le dije que no había nada que investigar. Lo escucho.

La luz es escasa en el amplio despacho del subsecretario, apenas un par de opalinas empotradas en el techo, suficiente penumbra que resalta el foco de la lámpara de bronce, debajo de la cual brillan ahora las imágenes de una banda que comienza a desafinar.

—Seguí absolutamente sus órdenes. Las novedades no son más que parte de que los hechos ocurren, y no por mi responsabilidad. La foto que tiene delante es muy vieja. La carta, que me llegó con la foto, es de hace unos días, lo último que habrá escrito el vasco, supongo. Asesinan a Peinado, es cierto, muy lejos. Mallo y Peinado, los dos aparecen en esta foto. Ambos asesinatos vinculados por el nombre de Vittadini, autor de una novela que habla de unas famosas carpetas (por las que mataron a su padre, por supuesto nadie sabe quién) que tienen documentos que probarían robos, como el del campo de Mallo, además de otras cuestiones sobre las que usted debe saber más que yo.

Quevedo se detiene un instante ínfimo, acusatorio, que Zapatero elude con la excusa de atender la imagen que tiene bajo sus ojos, como si fuera una novedad.

—Y, detrás de cada una de estas muertes famosas, otras dos, que intentan clausurar posibles pistas. El pibe, el Rafita, al que marcó el novio de la chiquilina. Ayer, el vasco, que aún muerto, abre otra línea. Pero hay dos más ahí: Randazzo y Tévez. ¿Por qué no suponer que los que están atrás de esto, de lo que Vittadini está por fuera, es obvio, van a ir por más?

Zapatero hace un nuevo silencio, hueco, para, con un sencillo movimiento —nada más que un giro de media vuelta de los documentos que ahora quedan de cara al inspector—, desentenderse y sea Quevedo el que se enfrente al rostro que él no puede mirar, porque le da vergüenza. Y miedo. Desde hace cuarenta años. Mucho menos que le retumbe la voz, que no precisa la luz, que no se acalla y le dice: «Firmá, Norberto».

—En resumen, cuatro muertos, si dejamos de lado a la pobre desgraciada, en episodios donde nada cierra. Y la posibilidad, creo que con indicios suficientes como para continuar investigando, de que la matanza continúe. ¿Sigo afuera?

Como si no fuera suficiente, por las dudas, Zapatero responde con una confirmación:

—¿Es todo?

Confianza. Esa es la palabra que se repitió Quevedo, al cabo del par de horas en que sumó y restó, para calcular dónde iba a fijar los límites de su trabajo, que está por resultar inexistente si el subsecretario decide no hablar y archivar todo, incluyéndolo a él. Nadie lo vio en el Cerro, está seguro, pero no puede saber con certeza si han descubierto su auto, cuando hizo de chofer, hoy de mañana.

—El Fusca llegó al galpón del Cerro conducido por Vittadini.

—Eso hace una semana que lo sabe y me lo ocultó.

—No, me lo dijo él mismo, hace un rato. Ahora sí, no sé más nada. Pero usted sigue sin contestarme.

—Voy a hacer de cuenta que le creo, Quevedo, aunque, antes de las instrucciones, yo también le voy decir todo lo que sé.

Ambos consienten —mirándose a los ojos, en pacto secreto, aunque nadie más puede oírlos a esta hora ya en el añejo edificio—, los mutuos ocultamientos y escuchan sus medias verdades, que es mejor que nada:

—Ya me escuchó acerca de los muertos famosos. El pibe ese, el Rafita, más tarde o más temprano, tuvo el final esperado. Y del vasco me acabo de enterar por usted. Ya me dará cuentas Aldabalde. Ni piense en volver a Melo, donde nadie lo mandó. Hablemos un momento, siguiendo su hipótesis, que tiene razón, no es descabellada, de las dos potenciales víctimas.

Zapatero se alza, atento al silencio sospechoso del vacío, va hacia la puerta, la abre y la vuelve a cerrar, como si fuera posible dejar la paranoia del lado de afuera. Coloca su índice —al borde del roce, con el temblor que marca la ausencia del trago que trae el sosiego— sobre el rostro del coronel:

—Este ya no jode más. Está en su casa, cagando adentro de una bolsa, por un caño. No le importa a más nadie, es historia.

Esa no es novedad para Quevedo, que lo interrumpe:

—Hace quince días, como desde hace yo qué sé cuánto, esos… «nadie», como usted dice, juntaron veinte cuadras en medio de la lluvia. Me parece que los subestima.

—Esta no es una clase de ciencias políticas, Quevedo, pero, aunque son miles, es cierto, también son parte de esa historia.

Quevedo se aprovecha y lo vuelve a interceptar:

—Disculpe, señor subsecretario, pero, ¿esa no es la historia de ustedes?

—Sí, pero la gran diferencia es que nosotros la hemos trascendido, inspector, dimos vuelta la página. Usted me distrae, Quevedo, hablemos del último, el de la derecha.

Zapatero clava el índice —el que sobrevolaba sobre Randazzo, que ahora está rígido, como una lanza— que se hunde en el rostro del mayor Tévez, que conoce tanto a Zapatero y es el que le corrige los contratos. El vano intento de esconder, ya no el sol, más bien el tormento, con un solo dedo:

—Esto es otra cosa, Quevedo. Es el presente, un empresario hábil, eficiente, exitoso, de bajo perfil, poderoso, que ha movido con cautela y paciencia sus piezas, siempre desde afuera del tablero. Intentó la política, hace veinte años. No es lo suyo y salió a tiempo, magullado, pero ileso. Y hace cuarenta era un joven oficial, que hablaba y hablaba. Nunca se manchó las manos.

Quevedo advierte en las últimas palabras —y en su interrupción, con los ojos al piso— un minúsculo guiño que es un quiebre en el discurso, la confirmación del descenso del que emerge, no sin esfuerzo. Sabe de quién habla. Y se le nota.

—Figura promisoria, aunque secundaria, de nuestros enemigos. Hasta ahora no pisó un juzgado. Boletear a Randazzo es una papa. Los quiero ver con Tévez.

—A ver si voy entendiendo: la instrucción se remite ¿a observar? No me malinterprete, yo de ciencias no sé nada, pero la política es más fácil. Se trata de saber quién manda, el resto es cuento. ¿Se imagina el quilombo que se puede llegar armar si yo tengo razón y ajustician, aunque más no sea, al viejo ese que no se puede ni limpiar el culo? ¿Y el otro, con el poder que usted dice que tiene?

—Lo que ocurre es que el camino que usted propone, inspector, es de una ingenuidad que me alarma. ¿Quiere seguir? ¿Develar el origen de la fortuna y el poder de Tévez? No cuente conmigo, va a durar nada. Cualquier noche de estas —cuando se siente a comer un fainá, cansado, tarde, armado— van a entrar a la pizzería, justo la que usted eligió para reposar y, zas, usted que cumple con su deber, el policía heroico que intentó evitar el asalto, con una bala en el pecho. Luego, ya en el piso, el resto de las balas en el rostro, a cajón cerrado. Todo cierra, como con el Rafita o el vasco arrepentido.

—¿Es una amenaza?

—No se confunda, Quevedo, es una posibilidad. Y escapa a mí.

—¿Puedo seguir preguntando?

Zapatero asiente en silencio. Es todo lo que ha resuelto decir.

—Supongamos que tengo razón y los tipos que están detrás de esto (ya la van a tener más difícil, pero no imposible) liquidan a alguno de los dos milicos, o a los dos, qué se yo… Usted tampoco la va a pasar bien, aparte de la (como dicen los jueces) alarma pública. Para usted, y para el ministro, es el final.

—No sé el ministro, pero, en todo caso, para mí no sería un mal desenlace.

Ambos, el inspector y el subsecretario, hace ya un rato han descubierto que, en el juego de la desconfianza, la partida quedará inconclusa, que ninguno de los dos está dispuesto a mostrar más nada. Pero Zapatero es el jefe y Quevedo, que debe obedecer, todavía no sabe bien a qué o a quiénes, hace su penúltimo intento:

—Disculpe, señor subsecretario, pero no está fácil si no tengo toda la información.

—No me joda, Quevedo. ¿Y sabe qué? Voy a ser más honesto que usted, que hace rato me quiere hacer creer que me ha contado todo. Nadie cuenta todo, Quevedo, y usted, después de tantos años de andar escuchando montañas de mentiras, lo sabe mejor que yo. Pero vamos a ser prácticos, inspector. Ya que se ha hecho tan amigo de Vittadini, la pauta, de momento, es mantenerse cerca. Ese tipo es peligroso.

—¿Usted piensa realmente que Vittadini está involucrado?

—No me subestime, Quevedo. Pero ese imbécil, hace un año, nunca se enteró de nada, se creyó demasiado vivo y casi arma un desastre. Es un perejil, igual que el padre, tiroteando con los ojos vendados, con sueños de héroe. Hoy es marxista; mañana, liberal; pasado, materialista; el año próximo, idealista… Todo muy confuso. Lo que le falta es coraje, porque motivos tiene. Ahora soy yo el que va resumiendo: de Mallo, más nada. Peinado murió en su patria, que se ocupen los gringos. ¿Del resto? Solo hipótesis, fundadas en una carta y una foto que usted va dejar sobre esta mesa.

Zapatero abre el cajón del escritorio, retira el pastillero metálico devenido por necesidad en cofre maloliente, y dobla, tres, cuatro veces, los dos papeles, a los que arrima luz y resplandecen por segundos bajo la tímida llama, el fogón que ambos comparten en la penumbra del despacho, hasta apagarse y desaparecer, confundidos con los desperdicios.

—Humo, Quevedo, nada más.

A Quevedo le recuerda la única vez que pisó un teatro.

—Perdón, hay otra cosa, inspector. Una verdad, casi filosófica, que es general y, en este caso, aplica. Aclaro.

Más humo, piensa Quevedo.

—En términos generales, inspector, las cosas ocurren sin que ni usted ni yo, ni nadie, podamos provocarlas. O evitarlas. Pero hay excepciones. Circunstancias, momentos únicos en la vida de las personas, que tenemos que estar atentos para reconocer, excepcionales, en que la regla se quiebra, y usted, o yo, podemos promover una minúscula acción que hace que esos hechos se desvíen. Y hay que aprovecharlos. Este es el caso, aunque con la particularidad de que lo que hay que hacer en la ocasión es nada. ¿Entendió?

—El tema es que para un seguimiento preciso recursos.

—¡Pero me cago, Quevedo! Está solo. O, mejor dicho, estamos juntos. Le repito, no hay que hacer nada. Solo tenerlo cerca. Y, si por algún motivo, usted ve que se me va a cruzar en el camino, me avisa. Por otra parte, usted es también amigo de la fiscal. ¿Qué sabe usted del pasado de Susana Vieytes? En realidad, Susana Malvárez… Supongo que eso lo sabe. Hay que estudiar, Quevedo.

—Fue usted quien me sugirió, hace unos días, que me apartara.

—Las circunstancias cambian, el ministro otra vez de gira, aproveche, dos pájaros de un tiro. Hágase amigo, los dos saben más que usted de todo este asunto.

—Usted también. De las carpetas, los robos…

—Toda esa mierda de guita en que están metidos Tévez y Randazzo, con la colaboración de los otros dos oligarcas, que a mí no me interesa. Que se arreglen.

Están ya de pie, el subsecretario embolsa las cenizas antes de descargarlas en la papelera y apaga la última luz que da fin al acto.

Ha despedido hace rato al chofer y conduce a Quevedo al subsuelo del ministerio, desde donde salen en el coche con vidrios oscuros, igual al del inspector, igual al que Azucena vio aquella mañana en el Cerro —del que descendió el petiso de bigotes— balconeando, fumando sola, sentada sobre el tablón. Quevedo no piensa mencionarla, es parte del pacto de ocultamientos que ha establecido con su jefe, sabiendo que ambos dicen la verdad cuando reconocen que mienten.

El auto remonta la cuchilla y bordea la plaza, sobre la avenida, que esconde tras las guirnaldas de colores imposibles, una trenza indescifrable que es como una metáfora, el entrevero donde nadie sabe quién es quién, todos contra todos.

A pocas cuadras, frente a la oficina del inspector, el auto se detiene. No han cambiado más palabras. La orden es clara, pero solamente para su confirmación, ya en la calle, inclinado para ver el rostro de Zapatero, antes de cerrar la puerta, Quevedo retoma el diálogo, que no ha resultado más que en intercambio de preguntas:

—¿Esto es solo por plata? ¿Qué más hay en las carpetas?

—¿Usted le mostró esa foto a Vittadini?

—Usted no me contesta.

—Es usted el que tiene que dar respuestas. Y considere toda esta charla que hemos mantenido como un signo de consideración de mi parte. Investigue, con delicadeza, y me informa. Ah, por las dudas, no se confunda, nosotros somos los buenos.

Aunque es viernes de noche, al inspector le han exigido prudencia y no puede exponerse ni fingir casualidades para un nuevo encuentro frente al teatro, en la pecera en que su objetivo pasa la noche nada más que abriendo la boca. Podría sí, llamar a la fiscal, en estricto cumplimiento de las órdenes que acaba de recibir y sumar el goce al trabajo. Pero Susana —Malvárez, le dijo el subsecretario— no lo atiende, ya no le queda donde pescar, y se pregunta, a la vez que deriva, por qué es, si no es por plata.

El subsecretario ha andado nada más que otro par de cuadras hasta estacionar su auto y al fin reposar, a la búsqueda de la copa que le servirá de frágil sostén. Pero, en cuanto está casi por sentarse, recibe la llamada indeseada que esperaba, y debe alejarse, de espaldas a sus compinches que lo aguardan:

—¿Qué pensás hacer? No necesito aclararte que nosotros vamos por las nuestras. Mallo, Peinado… Es cierto, dos cagones, que se jodan. Pero no los vamos a esperar sentados. ¿Tenés algo?

Una vez más, Tévez, el apremio al que debe responder; la voz, no el rostro que no enfrenta y acaba de incendiar, en el papel.

—Estamos investigando fuerte a Vittadini. Parece ser la clave.

—No me tomes el pelo, Norberto. Ese nunca se entera de nada. Lo de él es escribir. El par de boludeces en el diario, como antes hizo con esa novelita. Y mirá cómo terminó. Acá hay otra gente que vos deberías conocer. Tengo amigos preocupados, no es por mí. Yo tengo seguro, ¿verdad, Norberto? No nos obligues a tomar cartas en el asunto. Apurate. Ah, aquello quedó pronto, era un minuto. ¿Firmamos el lunes?

Zapatero, ahora sí en la mesa, descansa, y porque el inspector ya no lo puede oír, se responde en silencio, por las dudas. No es por plata ni por honor. Es por miedo.