La cosecha del inspector Quevedo

03 de junio

Ramón Malvárez. Abandona su trabajo como gráfico en el diario de la calle Yaguarón a fines de mayo de 1974, cuando pasa a la clandestinidad. Integrante de la guerrilla. Hay versiones que hablan de una posible fuga hacia Argentina. Desaparecido desde esa fecha. Es el padre de Susana Malvárez, aunque ella insista en llamarse Vieytes.

Pedro Vittadini. Abatido, intentaba fugarse por la frontera del Chuy, luego del episodio en el Bar Los Beatles, donde acompañaba a Samuel Fasara, que fue quien liquidó a los dos policías, el 24 de mayo de 1974. Periodista, sin antecedentes, simpatizante de los movimientos subversivos.

«A estudiar», mandó Zapatero. Y a esto ha hecho caso Quevedo, que recorre el camino ajeno hacia la cita de los viernes adonde nadie lo ha convocado, pero debe cumplir con el segundo mandato:

—Manténgase cerca, avise si se cruza.

Hace un rato, en una jornada interminable, a la que sospecha deberá agregar horas extras, todavía en su oficina —otra noche en que, con el desgano insuficiente como para quedarse a dormir una vez más en su despacho, retornará a su casa tarde, en silencio, para poder ver, ensoñado, el único motivo de su viaje— recibió la campanada que lo hizo despegar de su silla.

El mensaje de Azucena, que agregaba la foto —si es que la nieta, algún día aparecía—, que había prometido:

Se leen claritos los números de la chapa, ¿no? Es del último de la fila, el auto grande, el de los vidrios oscuros.

Y a los pocos segundos, el breve diálogo, por escrito:

—¿Qué me va mandar?

—¿Qué precisa?

—Nada, algo.

—¿La nieta?

—Con celular nuevo.

Resultó sencillo y rápido, es su oficio, en pocos minutos supo que la matrícula del auto correspondía a Américo Schiaffarelli. Cuando quiso —con su jefe directo, un veterano con treinta y cinco años de oficio, no Zapatero, que es ocasional— averiguar más, la respuesta fue esquiva y, ante su insistencia, recibió nada más que una advertencia:

—No sé qué instrucciones seguís, Quevedo, pero cuidate, porque, si vas por Schiaffarelli, te podés tropezar y te aseguro que te vas a caer. Y, cuando levantes la vista, lo que vas a ver no te va a gustar ¿Vos sabés para quién trabaja ese? Y Zapatero… Ojo con la trampa, sacá la pata. Hoy está acá, mañana quién sabe, una embajada en París, agregado comercial en la India, lejos, bien lejos. Y vos acá, con el culo al aire. Cubrite.

La noche es falsa y tibia, y el inspector, aún de ambo azul oscuro, aunque ya el nudo de la corbata baja, el último botón desprendido, fuera de horario, vuelve a la calle. Cruza apenas Canelones, estaciona frente a la terraza del bar solamente iluminada por el cartel verdirrojo que reza su nombre y aguarda en su asiento —descubierto y sospechoso— para compartir, aparte de la soledad, el fruto de su trabajo.

Su oficina quedó casi vacía. Resta el veterano, el que lo ha puesto en aviso —correte, Quevedo, Schiaffarelli es intocable—, que ha esperado la soledad para hacer su último mandado, la llamada con que pretende cubrirse:

—¿Se acuerda de la cagada del Cerro, Arnaldo? Bueno, no sé, me pareció que tenía que saberlo. Acaba de retirarse el inspector Quevedo, buena ficha, laburante. Bueh, el tema es que anduvo averiguando por Schiaffarelli, la matrícula del auto… Yo lo aprecio, le tengo respeto a usted, lo ayudé, pensé que ese tema estaba enterrado. No me mande al frente. El garca que está detrás de esto es el petiso ese, el subsecretario, medio amigo suyo, ¿no?, que me parece se está pasando de vivo. Ah, entre tanto papel que anduvo juntando Quevedo —se fue a mear y aproveché—, hay una foto, de hace un montón de años, en Melo, que también me llamó la atención. Se la mando.