José Vittadini Bruzzone
La noche del Andorra: Parte II
03 de junio
—Los niños son todos iguales, José. No sé qué edad tendría, no importa. Porque la frescura, que es lo que los distingue, su atractivo, obedece nada más que a la ignorancia, como animalitos. Pero este sumaba la malicia.
Espero a Robert, impuntual consuetudinario, pero yo, que lo conozco, aplico el factor correctivo. A Tabárez le queda una hora, le avisé que, en cuanto llegue Robert, me deje solo.
—El juzgado de San Bautista. ¿Ubicás? Reíte de Melo, José. Como el Far West, pero sin armas, el tedio que desemboca inevitablemente en el chisme. Yo esperaba a mi cliente, un peón de Maroñas, ni me acuerdo el lío.
Enciende el cigarro con el que acompañará —en este caso también como utilería— el relato:
—Estoy fumando, tranquilo, en la calle. El niño, bobeando con una pelota, una y otra vez, contra la pared, pum, pum, pum, insoportable, que esperaba a su madre. Yo ni lo miro, pero él va y me encaja: «¿Sabés que si seguís fumando te vas a morir?».
—¿A qué viene todo esto?
—A que el milico, el que se coge, o se cogía, no sé, a la fiscal, está estacionado hace como quince minutos, detrás de tu silla, cruzando la calle, seguro esperando a que yo me vaya para compartir mesa contigo.
—Que espere. ¿Y?
—Nos conocemos hace una vida, José. Hemos sido, alternativamente, en esta especie de Armada Brancaleone, generales y tenientes —la soldadesca dejalo para otros, lo nuestro es otra cosa— al rescate de un feudo que ambos sabemos cada vez está más lejos. No sé qué te viene a contar el milico o para qué citaste a Robert, mirá si coinciden, pero de la última cruzada saliste herido. Igual, porque la amistad es la verdad, ambos sabemos que cuando el hombre encuentra su misión, el motivo último, el que lo redima ante tanta pequeñez, no abordarla es una cretinada. Una forma, lenta, de comenzar a morir.
Es Tabárez, pero es, a la distancia, también Malvárez, el amigo de Pedro, el padre de Susana, como hace cuarenta años, cuando compartieron presagios y una cena, a pocas cuadras, en El Pollo Dorado, que también es historia.
—Se pasan años construyendo túneles subterráneos de quilómetros, para que una partícula, la más pequeña, indivisible y última, suponen, acelere y acelere. ¿Todo para qué? No te rías, José. Con la pretensión de descubrir cómo fue el inicio, donde de la nada, surgió todo. Insólito. Y se rifan el final, que no por conocido es otro gran agujero negro. Una estafa. Atrás de la teoría del todo, suponiendo que el hombre puede explicar el origen. En resumen, que el hombre es Dios. Ciencia y religión, los dos ejércitos bien armados que combaten a la filosofía, cuya única y humilde misión es hacer preguntas. Me quedo con los curas, que al final son más honestos.
No sé si debo agradecer el manto de oscuridad con el que logra cubrir cualquier posible camino, aún el más venturoso, el que todos ocultamos, pero con el que soñamos. O perecemos.
Ni me voy a dar vuelta para confirmar su anuncio, aunque me incomoda el regreso sin aviso del inspector, y anhelo que Robert cumpla y llegue con el atraso esperado. Tabárez ya no sabe por cuál va, la cuarta, la quinta, aunque seguro que sabe adónde.
El niño abandona la pelota, que rebota por última vez y queda en medio de la calle, inmóvil, despreocupada del tránsito inexistente. Recordará para siempre que ese fue el momento en que definitivamente ingresó al género humano, en un segundo llanto, que es el de su segundo nacimiento, otra vez en brazos de su madre, a la que no se anima a revelar el descubrimiento. Pero el niño al rato dejó de llorar, y luego también sonrió, y el tiempo transcurrirá, y estudiará y trabajará, y formará una familia, y tendrá hijos y nietos. Pero, cuando llegue el reposo, solitario, cerca del final, recordará una vez más el encuentro —con quien no sabe que es Tabárez, pero que él atribuye a Dios— de ese mismo día, cuando peloteaba inocente, que fue el día en que se sintió humano por primera vez. Fue cuando Tabárez, luego de la última pitada, aplastó el cigarro con su pie —en idéntico gesto que ahora repite—, se acercó a su oído y, bien bajito, le mandó:
—Sí, todos nos vamos a morir. Y vos también.
Se despide. Ojo con el milico. Pero gira, vuelve dos pasos atrás, se afirma en la mesa con las dos manos, los ojos en alto, montado en su nube, y me advierte, a modo de cierre de su pequeño ensayo que incluyó en apretada síntesis todas las disciplinas que nos ocupan desde hace cuarenta años:
—Ah, me sonaba, pero no estaba seguro. Ahora me acordé. El apellido de De Niro, Travis, es Bickle, confirmado, tan parecido a Buttle o al otro, el que murió de amor, por nada, Tuttle. Ah, por si no te quedó clara la instrucción, te lo digo más claro aún: no hagas más cagadas.
Tranquilo, Tabárez.
We’ll be back.