José Vittadini Bruzzone

La noche del Andorra: Parte IV

03 de junio

—Vas a tener que revisar el libreto. Algo no te funciona. O te quedás corto, o no rematás bien, no sé. ¿Querés un consejo?

Menos mal que Susana no puede oír.

—No las hagas pensar, emocionalas, Alfredo. No falla.

Los recibí a ambos, casi en simultáneo. A Romeo lo despidieron medio de apuro, luego de que la dama, que exulta de ser mujer, ya de pie, metió con dificultad su mano en el bolsillo trasero del jean —que duplica y exhibe, bajo la tela gastada, la frescura de toda juventud—, extrajo un fajo de papeles arrugados de entre los que sacó un billete de doscientos, lo apoyó sobre la mesa, ni se molestó en estirarlo, despreocupada de la brisa otoñal que sí levantó sus alas, le dijo «chau», y arrancó por Yaguarón para abajo, buscando, en el fondo, aunque no sepa que le importa, el amor.

A Robert no lo veo desde unos días antes del Cerro. Está incluido en esa gran categoría de los que llamamos amigos, aunque no lo sean. Fuimos colegas en los ochenta, pero él ha perseverado y no ha cesado de ventilar el hedor que ocultan los Randazzo o los Tévez, entre tantos con los que es posible cruzarse a plena luz, a cara descubierta. Es cierto que nunca me dijo todo, pero es más cierto que me advirtió —casi en los mismos términos de Tabárez, hace un rato— que me cuidara: «Estos tipos son pesados, no te veo. Pensá bien».

—José, vos no tenés idea de dónde estás metido.

—Te llamé porque me faltan respuestas, Robert. Aunque, no sé, me cambiaron las preguntas.

—¿El milico?

—¿Lo conocés?

—No hace falta.

Mallo, Peinado, el Rafita, el vasco, el jinete sin cabeza, la niña, ya olvidada hace cien páginas, hilvano para Robert un relato que sonaría excesivo si alguien se tomara el trabajo de narrarlo.

—Y vos, espero sabrás por qué, de vuelta en el medio, como tu viejo hace cuarenta años, difícil de explicar.

—Por la palabra, Robert.

—Que utilizaste como balas, disparando para cualquier lado y que ahora, en un rebote, y no por azar, te pueden caer entre los dos ojos, sin que ni siquiera las veas venir. El milico tiene razón, José.

Alfredo, que vino a avisarme lo que ya sé, parece no acusar el fracaso reciente, escucha mudo e inconmovible mi relato —al que se agregan las correcciones de Robert—, como si no hiciese falta ninguna aclaración y comprendiese —no tengo idea cómo— perfectamente el papel que representó hace un año, en una escena absurda, a disposición de esa yunta infame, donde nunca supo qué llevaba, ni con quienes compartió mesa, tan amables, en un subsuelo.

Robert los conoce a todos en detalle, los ha investigado desde hace décadas sustituyendo a los fiscales y jueces, que no cesan de recibir dilaciones y chicanas cada vez que los citan. De Tévez, su descripción reitera casi textualmente la de Quevedo:

—La empresa no es más que una gran bóveda llena de cintas, discos, datos de todo tipo, que los distintos ministerios, bancos, aseguradoras, qué se yo, depositan para que él las conserve. Se salió a tiempo, pero hay muchos que recuerdan cómo dosificaba el sufrimiento, administrando la información, sin enchastrarse las manos.

—Como con Zapatero.

—Es probable, aunque de todas esas transas, a esta altura ya es imposible saber qué es verdad y qué es mentira. Lo cierto es que Zapatero se lo banca sin chistar.

—¿Y el otro?

—Ese es otra cosa, José. Tampoco pisó un juzgado. Schiaffarelli tuvo las causas detenidas años. El asesinato de la hija del poeta, el secuestro de la nieta, comunistas, anarcos, jóvenes, viejas, pendejos, no le hizo asco a nada. Paracaidista, buzo, cursos en Panamá, Alemania, una máquina. Luego, cuando se suponía que ya estábamos en la legalidad, comandaba una serie de alcahuetes que lo informaban. A algunos les pagaba, a otros los extorsionaba bajo amenaza de revelar los secretos que había extraído bajo tortura.

—Se ve que lo aprendió de su jefe.

—Exacto. El comienzo de su periplo se remonta a la casa de Punta Gorda…

Aplastó el cigarro con saña, acentuada por la lentitud, apartando por algo más que un instante la mirada, en gesto de duda, removiendo la ceniza que no termina de apagarse, haciendo girar la colilla en ambos sentidos, apretándola más de lo necesario, la interrupción exacta que aprovecho para recordar los orígenes de la historia que intenta reconstruir:

—Donde masacraron a Fasara, Robert, el comienzo de la caída de Pedro Vittadini.

Hace como que no oye:

—Infiltró docenas de tipos en sindicatos, partidos. Luego devino también en gerente de un lujoso hotel de Punta del Este, su último paradero, en una Ranger gigantesca, acompañado siempre de un mastín que metía casi tanto miedo como él. La justicia reabrió su caso hace cinco años, pero cuando debe concurrir al juzgado, desaparece, prófugo desde hace unos meses.

Robert ha desordenado toda la papelería que Quevedo me ha dejado, revisa una a una todas las piezas y deja a la vista nuevamente la foto de los dos emprendedores de empresas siniestras:

—Buen resumen el del milico, si te tomás el trabajo de leerlo, seguro encontrarás más detalles. Ahora, Mallo y Peinado hicieron negocios con mucha gente, no sé por qué el milico te trae la foto justo de estos dos.

Alfredo que estaba hasta ahora despatarrado y atento, aunque distante, arrima la silla para ver y confirmar:

—Son ellos, José, son ellos…

Me hizo acordar al tono de suficiencia —más propio de su edad que de ningún mérito, es tan joven—que usó cuando me entregó el sobre con el legajo de Mallo:

—¿De estos dos es que están hablando…? El de barba, este, era el que me estaba esperando en la puerta del Ministerio. El que me dijo que el tal Zapatero no podía venir, que me esperaban abajo, en el subsuelo. El otro es el supuesto doctor, que, más que Torres, bien podría ser el doctor Muerte. Unos caballeros….

Y en tono de reproche, directo a mí:

—Vos sabías quienes eran estos tipos e igual me mandaste a la guerra…

Todo había salido mal, Alfredo. Mi plan, que no incluía el encuentro más que con Malfatti, el viejo estafador que iba a hacer la transa, no fue más que un fraude, con consecuencias nefastas, que no sé cómo, Robert, coincido con vos, me dejan otra vez, de frente a estos tipos. Es cierto, Alfredo, estuviste en riesgo, pero es más cierto que nunca te enteraste, lo cual, en términos prácticos, es casi lo mismo.

—Los mismos que nos están sacando fotos.

—Es bien probable.

—Lo que no sé es qué mierda hago acá.

—En primer lugar, recibir mis disculpas, nunca quise exponerte. Pero también, comenzar a enterarte, de casualidad, es cierto, mirá que hemos discutido al respecto, que el día que se te ocurra escribir más que poemas para minitas que no te dan bola, si te da el coraje, podrías escribir una novela criminal, sí, una policial, aunque las desprecies, la de la banda de delincuentes de uniforme, los asesinos seriales que todavía andan sueltos y sus cómplices, los Peinado, los Mallo, que están más vivos que nunca. Son muy pocos los escritores que tienen algo interesante para contar de sí mismos. Te invito a que repases las escrituras del yo, el escritor cazador de elefantes, ¿será verdad? El resto no importa si fueron bibliotecarios, ingenieros, tampoco la vida del que se pasó años leyendo novelitas policiales, tirado en una cama y tomando etiqueta negra. La única parte que está buena de las historias que cuentan es cuando mienten.

—El problema es que vos seguís pensando que esto se resuelve escribiendo, José. Y en ese caso, me estaría faltando el héroe…

—Quién sabe, Alfredo.

Me arrepentí por la cachetada, pero tenía que devolverle la impertinencia y apartarlo de una vez. Y, si me da el tiempo, tendré que aclararle que por supuesto, es posible distraerse, liviano, hacer de cuenta que no hay historia, que la vida comienza cada día, que hay infinitos centros, y que por tanto no hay origen ni habrá final. Pero que, al fin, un incipiente síntoma de la vejez, habrá al menos un instante, que no es posible describir, porque es íntimo, pero que es imposible no reconocer, donde, en soledad, tendrá que admitir que hubo un principio, un propósito, y el final nos reserva —si tenemos el valor de aceptarlo— el lugar del héroe, orgullosos y felices de haber cumplido con nuestro deber. No debo arriesgarlo otra vez, la noche no le deparará más nada y decido despacharlo:

—Ya que no sabés qué hacés en esta mesa, ¿por qué no te tomás un taxi?

—El que te deberías cuidar mejor sos vos. Está bien, tengo cosas que hacer. Y no es poesía.

No tengo tiempo para los misterios de un pendejo con ínfulas de artista, que alterna la poesía nada más que con el boliche o algún polvo esporádico, que es el único rescate en lo que resta de la noche. Me veo en el mismo espejo en que reencontré a Pedro, que a ambos nos resulta deslucido, gastado, con imágenes descompuestas, en pedazos imposibles de componer, pero que a Alfredo le devuelve el brillo del tiempo donde todavía todo está por suceder.

—Avisá cuando llegues.

Robert sabe siempre más de lo que cuenta, al final, qué otra cosa es un periodista, pero si pretendo avanzar, debo colocar sobre la mesa alguna carta, como para seguir el juego, para el caso, otra foto, la de los cuatro amigotes, de la época en que tenían el dos, el cuatro y el cinco, ganadores:

—Es por esta mierda que mandaron matar al vasco.

A Robert nada le sorprende. Ha buceado desde hace treinta años —al principio acompañado, cuando creíamos que iban a ir todos en cana— en archivos, le ha tocado leer lo innombrable, que solo interesa a un puñado que mira de frente, pero a los que más les valdría tener otro par de ojos, para ver como yo quisiera ahora, tras mi nuca, si Agustina ya se fue, si el auto blanco sigue ahí, solo por mí.

—El tema ya no es Zapatero. Las carpetas las tienen bien guardadas en su caja fuerte, vaya uno a saber apilada junto a cuánta información que vienen juntando… Sólidos, inamovibles.

—No tan firmes, Robert. Si no, miralo a Schiaffarelli, que dicen que huyó al exilio.

—¿Y a vos quién te dijo?

—Salió el ministro a aclararlo, que cruzó la frontera.

—¿Y vos le creés?

Aclará, Robert, porque sugerís que otra vez soy uno de los eslabones de la cadena alimenticia que es casi una espiral que va en reversa, camino al final, un punto, el agujero negro, exento de dimensiones.

—Del Cerro y Zapatero, olvidate. Otro caso aclarado, aunque nadie, ni siquiera vos, vaya a hablar más del asunto. El punto a esta altura es otro, y resulta obvio que estos dos suponen, con su vida amenazada, casi nada, y es natural, que tu nombre en la firma de los dos cadáveres de sus socios no es casual.

—¿Todo por una columna insignificante, seis mil caracteres que no le interesan a nadie? Me conocen, Robert. Me tuvieron a disposición, colgado de mis miedos, transando por plata, inofensivo. ¿Y ahora resulta que soy tan importante?

—¿Vos conocés toda la historia de Tévez y Schiaffarelli?

—Hace dos horas que la estoy oyendo. Primero el milico, ahora vos, esta montaña de papeles, fotos ¿Hay algo más que tenga que saber?

—¿Y si estos dos supusieran que a vos, en las actuales circunstancias, lo que te mueve es otra cosa? ¿Que los descubriste? Hasta estas bestias sienten miedo alguna vez… ¿Sabés de quién? Del que ya no tiene. ¿Qué sabés, José?

—Nada, un montón de correos imposibles de trazar, escritos por un demente, que es cierto, ha trazado un plan, que hasta ahora viene cumpliendo. Y que, si concreta, todavía le falta. Randazzo, Tévez, quién sabe…

—Randazzo no cuenta, hasta estos lo desprecian. Terminó peleado con los otros viejos, en la cárcel, por una bolsa de bizcochos. Ese ya no jode a nadie, apenas le da para arrastrar la bolsa de mierda que le cuelga. Ya está muerto. ¿Qué más sabés de estos otros?

—¿Qué tengo que saber?

—Susana Vieytes. Para el caso, Susana Malvárez.

La segunda vez en un rato que la llaman por el apellido que elude desde hace tanto. «Las casualidades, si es que existen, no interesan», dice Tabárez; son imprevisibles, atentas a nada manejable, despreciables. Es por eso que debo atender:

—Por su juzgado pasaron Mallo, Peinado y Schiaffarelli. Pero, caso curioso, cuando el juez comenzó a investigar y llegó el momento de la acusación, la fiscal solicitó se le releve del caso. ¿Qué pasó, José?

—Si no sabés vos…

—Puras especulaciones, chismes de baranda de juzgado. Pero justo ahora, cuando se pide la detención de Schiaffarelli, vos que te reencontrás con la fiscal. Y aparecen muertos, con tu nombre. Con ella no se van a meter, está protegida. Me parece que conmigo estás perdiendo el tiempo. La clave está en las miles de páginas de todos esos expedientes, los que Susana Malvárez ha leído hasta el detalle. Ahí viene tu hija.

Tengo la excusa para girar sobré mí y confirmar que Quevedo tiene razón.

Me aguarda una noche larga. Susana Malvárez pretende respuesta a un enigma que ya no interesa, Zapatero ya fue. Resta abrir una botella, gozar de su fin de semana libre, pero Quevedo y Robert han puesto —al fin de las confesiones de Susana— puntos suspensivos, a los que ella tendrá que agregar más revelaciones que ambos sugieren que yo debería conocer y quizá me aclaren por qué el auto blanco sigue inmóvil y me acompaña.

Me alivia el anuncio de Agustina, un fin de semana en la costa, de veranillo, que abre la puerta de escape al almuerzo del sábado. Soy yo el que me paro y debo retener a Robert: «Aguantá, ya vuelvo».

El Andorra revienta y ella ya se despide, se va en un rato, la aguarda un amanecer, lejos también de la cita semanal que ambos nos imponemos, en general con desgano, sin novedades, más bien aburrido.

—De Julieta olvidate, viene con nosotros. —Que incluye a dos que bien podríamos ser Robert y yo, adecuados a los tiempos, pero hace treinta años.

Ellos arrancan y a mí me ahorran el eventual cruce de las damas, o más bien el despecho de la princesa que, aunque con el futuro de su lado, no quiere perder, menos con la reina.

El auto blanco, quieto e indiferente a nuestra despedida, «cuidate, nos vemos el próximo sábado», me devuelve a la calma que por un instante abrió una brecha, pequeña pero profunda, al desasosiego.

—Te lo advertí la última vez que nos vimos. No diste bola.

—Nunca fuiste claro, Robert, como ahora. ¿Yo, un peligro para estas dos bestias? Me resultaría una broma, si no fuera por tu cara… Te pido, por una vez, si me queda algo por saber…

—Ya te dije con quién deberías hablar.