Un empresario nervioso

04 de junio

—Oíme, pedazo de sorete. Y oíme bien. El viejo hace cuatro horas que debió haber vuelto a su casa. Y, hasta ahora, encontramos solo al perro.

Es muy tarde ya. Está inmóvil, en la penumbra, echado en el sofá que el hastío convertirá en lecho, las luces apagadas, frente al resplandor de la televisión encendida que no es más que un ruido que ahuyenta el silencio incómodo. Su cabeza, que no descansa, sobre el almohadón. Su brazo izquierdo, caído, rozando el piso, pero a la distancia suficiente para alcanzar la botella a media asta que abrió hace horas. El vaso, sin rastros de hielo, ya tibio por los vapores del alcohol. No ha atendido a nadie, pero esta llamada, a deshora, y aun en medio del sopor y la confusión, no la puede eludir:

—¿Qué perro? ¿Qué viejo? ¿De qué hablás, Arnaldo?

—Parece que ahora hay dos perros. El del Quico y vos, que no sé por qué mierda no dejás de hacerte el perro puto en toda esta historia.

—A mí, hasta ahora, nadie me llamó. Se habrá perdido. Y, bueno, tanto cagarse en todo, que yo sepa, la prisión domiciliaria no incluye andar paseando por ahí, alardeando.

El empresario Arnaldo Tévez tampoco descansa y, aunque es sábado a la noche, la urgencia lo ha ubicado en su escritorio, apartado de la reunión familiar, en el estar, donde las llamas tibias resplandecen tras el chispero de bronce, reluciente. Lejos del ruido, alcanza la privacidad que la ocasión merece sentado en su Chesterfield de cuero añejado a prepo, la mirada en el jardín, iluminado con tal delicadeza, que a la noche no permite ver los muros, altos, que lo encierran. Está cansado, qué necesidad, si han pasado tantos años, de regresar al apriete. A pocas cuadras, hace un rato, finalmente sus perros, a los que ha guiado con su propio olfato, han dado caza. Pero lo que pareció el fin, la tranquilidad, la solución final, ha mudado en la inquietud que no logra ocultar.

—Mirá, Norberto, para que te pongas al tanto, tomalo como una primicia. Ya que no pensás hacer un carajo, empezamos a cobrarnos, a la antigua, ojo por ojo. Ajuste de cuentas, como le gusta decir al ministro, ese otro nabo que tampoco nunca se entera de nada.

—Yo contigo no tengo nada que hablar. Ya tenés tu contrato, no me jodas más. No sé qué mierda ni cómo te estás cobrando, pero tené cuidado, porque los que están atrás de esto no son como el desgraciado que boleteaste en el Cerro. Ojo con lo que revolvés.

—Te podría decir exactamente lo mismo, Norberto. Seguí haciéndote el distraído. Tengo tus bolas agarradas de mis dientes y, si yo me voy al fondo, vos te vas conmigo. Ya fuimos por uno, pero acá hay más gente. Decime de una vez lo que sabés.

No han cruzado mirada en cuarenta años. Pero conoce perfectamente esa voz, los giros, el tono, las inflexiones, los silencios cargados, los términos inhabituales, siempre tan correcto, controlado y controlando. Y, por primera vez, sumado al coraje la despreocupación que agrega la botella, está dispuesto a aprovechar la oportunidad, mínima, despreciable, tan solo con su voz, de la revancha que ya pensaba que no tendría:

—Yo no sé nada ni me interesa saber. Lo que no me creo es que estés tan preocupado por Randazzo, un viejo que ya no vale dos mangos. Vos, que a esta altura sos casi una sombra. Será que en tu ropero tenés algo más que las carpetas, vos sabrás.

—Yo sé todo.

—No lo dudo, pero se te escucha asustado, Arnaldo. ¿Viste lo que es vivir con miedo? Casi como una prisión.

Zapatero ha arriesgado como nunca se atrevió, recibe de inmediato el insulto y otra vez la amenaza —que ya conoce, es la respuesta automática que responde al pánico— y decide continuar, aprovecharse.

—Aparte, ojo con las movidas que hacés. ¿Qué tenés que ver con el comando ese que anda amenazando gente? Déjense de joder de una vez. ¿Ahora le tienen miedo a media docena de estudiantes con una palita y un pincel, haciendo pozos para ver si encuentran un huesito? Por favor.

A Arnaldo Tévez le ha costado mucho tiempo y trabajo volverse invisible y no está dispuesto a arriesgar sus negocios ni la calma que reina en su jardín, que no permitirá que nadie le pise:

—Lo mío no es lo colectivo, ni tengo nada que ver con ningún comando. Robando boludeces, firmando los trabajos como si fueran la mafia, marcando circulitos rojos en los mapas. Encima le ponen el nombre de ese gordo cagón, un mentiroso que se fue al mazo y cuando lo fueron a buscar se pegó un tiro. Yo voy por las mías, Norberto. No hay ruta que no conozca, y ya interceptamos al que se hacía pasar por Vittadini. Lo que se dice un verdadero angelito. Disfrazado de enfermero. Nos subestimó, Norberto. Sin disparar un tiro, sin movernos del escritorio, pura inteligencia, el mundo virtual también es nuestro. Ese ya no va a joder más. Y, por si no sabés —o cuidado, Norberto, quizá tu inspector, el tal Quevedo, te está escondiendo la leche—, el otro idiota, el periodista, está al tanto de todo. El muy hijo de puta estaba en contacto con el enfermero, que no sé cómo hizo para juntar toda la información que tenía.

—¿Al tanto de qué, Arnaldo? ¿Ahora le tenés miedo a un perejil que no tiene una puta prueba? Lo del Cerro está muerto, Arnaldo, buen trabajo, y yo no pienso alejarme de mi vaso ni levantarme del sillón, así que no te preocupes. ¿O hay alguna otra cosa que yo no sé?

—Tranquilo, Norberto. Vos seguí como venís, haciendo nada, yo me ocupo del resto. El muy garca está encerrado en su cucha y no va a dar un paso sin que yo me entere. O vos, porque me cuenta mi gente que también lo tenés vigilado. ¿Así que no tenés denuncia? Mejor, así me muevo tranquilo. Ah, por las dudas, avisale a la esposa del ministro que, así como decidió salir del medio una vez, si ahora no se corre, todo se va a complicar.

No precisa responder, porque Tévez le ha colgado. El subsecretario, con su mano derecha rígida, todavía amarrada al teléfono, apoyada sobre el respaldo del sillón, mueve solamente un dedo, que frota la pantalla hasta llegar a Quevedo. Podría presionar, solo una tecla, apurar al inspector mentiroso, pero prefiere no enterarse, para qué, y seguir en silencio, acatando la orden que le acaban de impartir. Pero, aunque no sabe bien por qué, pero no quiere abandonar su sillón, el del ministerio, decide hacer una sola llamada y sigue deslizando su dedo hasta llegar a la V.

Tévez —con los ojos cerrados, sus codos sobre la mesa, las manos como una trenza sosteniendo su cabeza— ya capturó una presa, pero no ha sido suficiente. Está a oscuras. Solo rescató al perro, el viejo no aparece, y al enfermero ya no podrán arrancarle más nada. Nunca imaginó que la historia volvería a hacerse presente, como hace cuarenta años, cuando el enemigo, oculto, lo acechaba. Los dos primeros viejos no le importaron, porque siempre supo que lo despreciaban. Pero ahora fueron por su camarada, al que no le dio tiempo a rescatar. ¿Miedo? «La puta que te parió, siempre fuiste un cagón, Zapatero». Su mira alcanza hasta ahora nada más que al periodista, que sigue escondido, al que se arrepiente de no haber despachado, hace un año, en el Cerro. Pero, aunque Zapatero tenga razón y el periodista no resulte más que un perejil, no puede arriesgarse ni exponerse.