José Vittadini Bruzzone

La noche larga: Parte II

04 de junio

—Espero que no hayas venido a contarme lo que ya sé y me ocultaste desde la noche que nos conocimos.

Hace cuatro años que compartimos nuestras vidas y, así como me he tomado el tiempo que me sobra para estudiarlo y reconocer el origen de sus acciones, la posición de cada una de sus orejas —que actúan una con independencia de la otra—, las variantes de su voz o el ángulo de su cola, sospecho que él —que no mide el tiempo, inconsciente y despreocupado, en suma, feliz— ha hecho lo mismo conmigo. A qué otro motivo puede responder, si no, el encrespamiento del pelo, los labios superiores recogidos, el hocico arrugado y los ojos vidriosos y enrojecidos, a los que agrega la alerta sonora que es casi un rugido, con la boca entrecerrada, en tensión, ante un auto con vidrios oscuros o peor —lo que sería una prueba de discriminación de mi parte, ya que sus reacciones, aunque animales, replican las mías, humanas, suavizadas, temerosas—, su furia frente a los dos pibes, de gorra, championes luminosos, echados sobre un escalón, alojados en las islas de la oscuridad de la cuadra, donde comparten la botella de plástico rellenada y no aspiran a nada, todos de la misma pipa. Todo esto aprendió Toro —que no reacciona ante su miedo o el ajeno, sino ante su desconfianza, que es la mía— y es lo que replica cuando abro el portón y escapa, atropellando el ingreso de Susana, que con un ojo inspecciona cada escalón donde apoya sus tacos, y con el otro explora mi guarida, que nunca le interesó franquear.

—Ah, pero esto está muy bien.

Su rostro muda de la preocupación a la sorpresa y a una deriva ligera, que respondo en consecuencia, apenas unos segundos de distracción de un estado de intranquilidad, en que sospecho que el control se me escapa y recuerdo que siempre fui un ajedrecista torpe, incapaz de adelantarme más que a un par de jugadas.

—Si te gusta tanto, te lo cambio por el penthouse. Con la única condición de que admitan perros.

—Basta, José. ¿Cuánto hace que estás durmiendo?

—¿Metafóricamente? Una vida. Sorry, no sé. Desde anoche, tarde.

—¿No sabés nada, entonces?

—Filosóficamente…

—Basta, José.

—Entonces dejate de preguntas tontas y decime qué hacés acá, a esta hora, en un auto oficial que sigue prendido, ¿eso quiere decir que ya te vas?, y ronronea como si estuviese a punto de largar no sé qué carrera. Tengo tantas preguntas, que prefiero no hacer ninguna y escucharte.

Toro ya se cansó de repartir amenazas, recibir también su cuota de puteadas, y sus rezongos van mudando en jolgorio, cada vez más lejanos. Susana intenta hacerse un hueco en el sofá, corriendo frazadas, cenicero, pasando la mano con cierto asquete sobre el tapizado bordado de pelos color té con leche, mientras yo la veo de rebote, atrás de la imagen que intento recomponer frente al espejo. Prendemos, ambos, cada cual por su cuenta, un cigarro.

—Se fue todo a la mierda, José. Me llamó Zapatero.

—Ya te dije: del petiso cagón, olvidate. De las putas carpetas, sus miserias, la guita.

—El muerto del Cerro.

—También. Otro de los que desaparece, como tantos, y nadie reclamó. No tengo nada para hacer, más que seguir complicándome la vida. Como ves, aunque algo desprolijo —un poco sucio también, es cierto—, tan mal no me va. Me queda lo necesario, aunque suficiente.

—Es que ya marchó otro. Y groso.

No puedo agregar más alcohol al que sumé en la noche interminable, donde, desde mi minúsculo mundo —apenas una cuadra, que tiene el centro en mi sótano, que a la distancia adecuada no sería más que el punto que contiene a todos los puntos, el centro de mí mismo, que no es luminoso, sino apagado y confuso— ahora de frente, intuyo que, de una vez por todas, quizá esté dispuesta a la verdad. Hago que no escucho, desentendido, porque ella tampoco me mira, y su confesión, que va a dar comienzo, no está dirigida a mí, sino a ella misma. Por un instante, la delata su mirada al vacío. Ya no es la esposa del ministro, ni la dueña de la terraza tan cerca del cielo, dominante, ni la madre de los jóvenes profesionales, ni la abuela de los chicos que ya hablan en inglés como si fuese su propio idioma. Parece —porque los recorre uno a uno, echada en el sofá— que fuese contando los escalones, como si supiera que su mirada sobre alguno de ellos abrirá, de una vez, el universo que ha escondido.

Sirvo el café, me siento en el sillón giratorio que me hamaca con suavidad y apoyo mis piernas, todavía cansadas de no sé qué, en la tapa del escritorio, pronto para escucharla:

—Se llevaron a Randazzo.

Miro de reojo mi teléfono, descargado, mudo y, estirándome hasta la zapatilla, logro enchufarlo. Sospecho que, en cuanto pueda hablar, comenzarán las campanadas que preceden los pregones del justiciero del que soy cómplice por ausencia. No debería extrañarme, la tercera fase de un plan hasta ahora sin fisuras.

—Por suerte tengo testigos. Desde que volví, Quevedo me dejó en la puerta, que no me muevo de la cuadra. Ahora ¿Qué carajo te tiene que avisar a vos Zapatero?

—El auto en marcha es el del ministro, que me llamó en cuanto corté con el petiso para avisarme que no me mueva de casa.

—Siempre tan obediente.

—Que se vaya a la mierda. Los otros dos autos…

—¿Dos?

—Sí, José. El blanco te lo manda Tévez y eso debería ser suficiente. El otro, ni idea.

—Y vos sabés exactamente por qué, a pesar de que ya boletearon a Randazzo y está claro que yo no tengo nada que ver, Tévez está tan preocupado. Los dos sabemos que no es por las carpetas. Y, si vos estás acá, a esta hora, en coche oficial, esto es grave, y te confieso que tengo motivos para suponerlo, para mí, pero para vos también.

—Randazzo, oficialmente, no está muerto. Está desaparecido. Desde hace unas cuantas horas. Y el presunto asesino de Mallo y Peinado ya cayó.

Mi teléfono ya despertó, pero de ninguna de las afirmaciones de Susana hay trazas en el mundo virtual. Apenas se confirma que lo de Peinado es un crimen, los gringos descubrieron buenas dosis de cianuro en el cuerpo. Nada de su vinculación con el asesinato de Mallo. Nada de Randazzo, nada de la detención de ningún sospechoso. Con relación a Tévez, aunque sin nombrarlo, y no en tapas, una mención a su empresa y la firma de un nuevo contrato con el Estado. La situación de Randazzo —al que tan poco le queda de vida, y matarlo sería casi un favor—, ubicado en el limbo adonde envió a tantos y donde quizá deba rendir cuentas, me intranquiliza, porque no termino de entender, pero también me conforta. A ver qué sienten ahora. Mientras aguardo las descargas previsibles que seguramente me darán detalles, Susana —que ya abandonó el café sin probarlo y decidió abrir la botella recién llegada— continúa su versión, la que le han dado Zapatero y el ministro:

—Lo pescaron casi al llegar a la casa de Randazzo. Haciéndose pasar por enfermero, cargado de ampollas como para matar un caballo. Pero llegaron a tiempo. Y conocen hasta el detalle que vos estás al tanto de todo, por eso es que tenés esta caravana en la puerta, esperando que salgas. Que es lo que me voy a asegurar de que no hagas.

—Entonces, si Zapatero ya lo tiene, en un rato les va decir dónde encontrar a Randazzo. Caso resuelto, todos vuelven a sus casas y yo me saco de arriba el cortejo.

—No entendiste, Zapatero nunca movió una ficha. No hay nada oficial en todo este operativo. Al supuesto enfermero lo agarró Tévez. En realidad, Schiaffarelli, pero hace horas que lo interrogan sin resultados. Eso quiere decir que hay más gente en todo esto. Están perdidos, muy nerviosos y suponen que vos…

—Mirá, Susana, conozco, porque lo vi, a lo que está dispuesto esa bestia para hacer hablar a quién sea, no falla. No tengo puta idea de ningún enfermero, ni dónde mierda está Randazzo. Lo único que tengo son un montón de correos, que comencé a recibir desde hace tres semanas.

—Pruebas, José. Que me ocultaste.

—¿Para qué? Si a vos estos temas no te interesan. En resumidas cuentas, que sigo sin entender el despliegue de Tévez por salvar a ese viejo hijo de puta, tampoco por qué mierda supone que yo soy una amenaza, y menos qué hacés vos acá a esta hora, desoyendo todos los consejos. No hice nada más que leer unos putos correos como estos que acaban de llegar, que me parece, deberíamos leer.

Susana no abre la boca, mientras leo en voz alta. Son ahora docenas de páginas que intercalan testimonios de las víctimas —los que sobrevivieron al suplicio— a la narración de lo que es nada más que una visión, el delirio de un justiciero solitario que se anticipa, sin sospechar que ha quedado, por esta vez, un paso atrás. Imagino a Schiaffarelli jugando con la jeringa en la nariz del enfermero y a Tévez —que hasta ahora ha interpretado, aún sin saberlo, el papel de Red Scharlach— llamando para que le digan de una vez quién tiene a Randazzo, porque ha confirmado que es en el cuarto vértice del rombo donde está exactamente ubicado y debe prepararse.

Compartimos el sofá, ahora cubiertos por la frazada que es más de Toro que mía. No me detengo ante ningún detalle, genitales lacerados, pezones quemados, los cuerpos desnudos, maniatados y a ciegas, la carne viva a disposición de hienas babeantes, que atacan por delante y por detrás al enemigo inerte, que no cumplió quince años. Lo hago por mí, porque presiento que el reloj está por dar la hora del coraje, pero también para que Susana recuerde lo que no ha querido oír y que debió imaginar primero, para luego enterrar y matar, para seguir viviendo, a su manera.

—Estas declaraciones las sacaron del juzgado.

—De un expediente que conocés de sobra. De un caso que abandonaste. Donde no falta ninguno. Mallo, Peinado, Randazzo, Schiaffarelli y Tévez. Por eso estamos acá.

Quedan todavía unas páginas, la despedida del enfermero, que Susana interrumpe:

—No me preocupaban demasiado los chanchullos de guita entre esos cuatro. Pero, cuando comencé a investigar la muerte del asturiano, el tal Fasara —uno de los protagonistas de tu novela, al que al final mataron luego de quedarse con todo, guita, campos, propiedades—, fue como un viaje de miedo. Estos tipos sueltos, tu padre y mi padre, vinculados a toda esa historia y cómo terminaron. El tuyo, en una bolsa negra, el mío, nunca lo voy a saber.

Estamos ambos de frente. En mi caso, la vista fija, al fondo, sobre los rostros de Tim Roth y Harvey Keitel, que cubren mi retirada. En el de ella, porque monologa, como hace tantos años no hacía, hacia sí misma.

—Tévez era un mayor del ejército, joven, pero ya famoso por su capacidad, inteligencia y sangre fría. Schiaffarelli, como hasta hoy, aún más joven, la mano que no tiene problema en enchastrarse, un verdadero soldado, disciplinado y cruel.

Ahora se inclina, con la vista fija en las dos manos que sostienen la copa que sustituye a mis ojos, que no enfrenta:

—Leí miles de páginas, está todo escrito, José, basta buscar y trabajar. Fueron estos los dos que estaban atrás de las carpetas de Fasara a los que ni tu viejo ni el mío les entregaron nada. Vi el final, José, lo tuve en mis manos.

—No entiendo.

—El documento de la inteligencia militar que asigna a SCH la misión de recuperar documentos de máxima relevancia, así decía, que comprometen la seguridad de nuestra fuerza. Los objetivos: RM y PV. Firmado: AT. ¿Te suenan las iniciales? Schiaffarelli, Arnaldo Tévez, Ramón Malvárez, Pedro Vittadini. El primero, el brazo ejecutor de la muerte de nuestros padres, el otro, la cabeza pensante. Y todo por plata. Ahora sabés por qué llegamos hasta acá, juntos, y Tévez nos puso en la mira, en absoluto silencio. Todo seguirá siendo secreto. Lo de Mallo está saldado. A Peinado se lo van a enchufar al enfermero, le inventarán una historia.

—¿Y lo de Randazzo?

—Por eso están como locos. No estaba solo el enfermero. Y es hora, si sabés algo, de que hables. Porque Tévez no va a parar.

Mi cabeza está aún más penumbrosa que mi subsuelo y lo que me tomé como un juego —irresponsable, sumando las palabras a mi desentendimiento, balconeando la muerte ajena—, después de unas cuantas manos de las que no participé pero disfruté, ahora llama a mi turno. Susana ha quedado colgada luego de su alivio que a mí me ahoga, me obliga a levantar la cabeza y confirmar, amparado por la oscuridad, que el auto blanco sigue allí. Y que el mundo, para mí, en este instante, se ha vuelto pequeño, abarcable y comprensible. Que llega el final, que no me queda más que un turno, que deberé elegir, que el destino está en mis manos, que finalmente tengo una oportunidad. Que estoy solo.

Susana yace en silencio, agotada y vacía. Demoró cuarenta años en conocer su verdad, que es también la mía, que tiene rostros, nombres, apellidos, detalles que nadie quiere leer y que la historia, día tras día, ha comenzado a sepultar, bajo el pretexto infame de que es necesario olvidar para continuar. Que debemos reconocer que el final está cerca, que pronto llegará el silencio, que la muerte de nuestros padres no será siquiera una apostilla en el libro de la historia. Que para qué rascar, si todo pasó hace tanto tiempo y todos podemos ganar. Que no es conveniente arrojar la piedra en el charco, qué necesidad, si podemos compartir la victoria, Zapatero en su despacho, Tévez en el suyo, de cara al río sereno, a la penillanura del país que aborrece sobresaltos, lejos de las cuchillas.

Continúo la lectura —aunque ahora a solas y en silencio— porque la urgencia lo merece. Y, al llegar al final de la catarsis de la que soy cómplice, se abre la hendidura que alumbra el final del túnel oscuro que he recorrido todos estos días, nada más que con las palabras. Las que he leído y escrito. Lo tuve casi a la mano, aunque siempre a mis espaldas:

—¡Claro! ¡Los Bastardos Sin Gloria!

—¿De qué hablás?

—¡Es que eso nunca lo escribí! ¡Es el que estaba en el Bacacay! ¡Ese es el puto enfermero, Susana! Es lo que escuchó mientras hablábamos, refugiado atrás de Tabárez. Leé.

Las últimas páginas del vengador anónimo, urgentes, descuidadas, como si presintiese el final, abandonado a su suerte, no dejaban dudas y lo identificaban.

—Es el que saludaste cuando me hiciste creer que nuestro encuentro esa noche era casual, que cruzabas a saludar a un amigo. Pegado a nuestra mesa. Ahí lo tenés. Sabe todo.

Susana lee apenas lo necesario.

—¿Ángel? No puede ser…

—¿Quién?

—Ángel Britos. Ese es el que estaba en el Bacacay, al que saludé. Funcionario del Juzgado, actuario, un hombre solo, aplicado, amable…, imposible ¿Ángel Britos, un asesino? No me entra.

—Que parece que no está tan solo. Porque lo pescaron cuando iba a liquidar a Randazzo, pero le ganaron de mano. A él y a Tévez. Que supone, y tiene motivos, que yo sé quién lo tiene.

Susana completa lo obvio:

—Y que ahora, por si tenía alguna duda, sabe perfectamente que también tenés razones suficientes para querer asesinarlo. Por eso está en tu puerta. Y por eso estoy acá. Soy tu seguro, José. Mientras estés conmigo, estás a salvo. No les da para meterse con la esposa del ministro.

—Que abandonó el caso…

Me arrepiento, pero es tarde:

—A ver si terminás de entender. Hace un año zafaste, casi de casualidad, pero no aprendiste. No tengo idea de qué mierda hizo Britos, ni adónde lo tienen, ni qué piensan hacer con él. Olvidate de Mallo, Peinado, Zapatero. Todo lo van a ocultar y terminarán siendo hechos aislados, como hasta ahora. Y, si no me hacés caso, eso puede incluirte.

El juego es el de las escondidas, donde todos están manchados y el último recurso para retornar a la partida remite a la esperanza. La de la llegada del insensato que —si midiera sus chances debería permanecer inmóvil—atraviesa todas las barreras y hace la pica por todos los compañeros.

En una suma imposible, agrego, al silencio de Susana, el mío. Porque ambos sabemos que el destino —que nos hemos forjado tallando el ocultamiento, por miedo, pero también por conveniencia— está al otro lado del portón y se aburrió de esperarnos. Susana pretende otra vez la quietud, continuar refugiados detrás de los secretos, tapar la mierda con más mierda, el ministro llega mañana, a Mallo lo mató el Rafita, a Peinado lo envenenó un don nadie, Randazzo ya aparecerá, que lo busquen Tévez o Zapatero, da igual.

—¿Y vos qué tenés? Una foto borrosa de la matrícula de un auto. Una montaña de papeles que ocultaste con los correos de un ignoto verdugo que es seguro que no va a aparecer. Tu testimonio de un asesinato en el Cerro, que callaste durante un año, de un tipo que no sabés quién es. Que un tal Malfatti sabe todo, pero no tenés idea de dónde está. Otro papel, lleno de iniciales, con una instrucción ambigua, que una fiscal, o sea yo, la esposa del ministro, tapó con más papeles.

Tiene razón, es tarde, ya pasó tanto tiempo, para qué seguir revolviendo, la fiscal debe acompañar al ministro, se aproxima la campaña, Vittadini no los va a joder más, bien a nuestro estilo, la marca país.

—Hacé lo que venís haciendo. No moverte. Por vos y por mí. En pocas horas, vos vas a quedar por fuera, el ministro llega en un rato, dejame a mí.

Yo la escucho, pero no puedo dejar de leer otra voz, que es también la mía, y asiento en un silencio confuso que Susana decide aceptar, antes de apagar la única luz que nos descubre, soltar el pelo con un solo movimiento de su mano, mientras la otra me llama a los gritos, y comenzar otro diálogo, que es tan solo de gestos —porque no hay nada más que hablar—, con nuestros cuerpos, que ahora es uno solo y compone una de las dimensiones de lo que solemos llamar amor.