José Vittadini Bruzzone
La noche larga: El final
04 de junio
—Salí de una vez y decime dónde tienen al viejo. En el Cerro llegué a tiempo y te lo saqué de arriba. Pero ahora está muy nervioso y no para de llamarme. Quiere agarrar tu portoncito a patadas. Ya no queda nadie en la cuadra. ¿Me oís?
—…
—Ah, por las dudas. La fiscal ya está en su casa, a salvo, como el año pasado. El otro auto, el que te cuidaba, ya lo despachamos. No te queda nadie, Vittadini. O sí, Schiaffarelli, que todavía se arrepiente de no haberte boleteado. ¿Qué pensás hacer? ¿Me oís, cagón?
—…
—¿No querías la verdad? ¿Si no para qué escribiste esa novela de mierda? Ya la sabés. ¿Querés detalles del final de tu viejo? No me queda más que cortar, hacer otra llamada y Schiaffarelli…
Es cierto, desde la oscuridad de mi nicho, resplandece únicamente el auto blanco. No tengo respuesta para Tévez, que no para de decir verdades, y del que no tengo ya motivos para dudar. «Se acabó tu tiempo», dice y le creo, pero yo preciso el mío, para decidir de una vez cuál será el final de la historia, de la que quedan pocas páginas por escribir:
—Ya entendí. En un rato tendrá noticias mías.
—Más te vale...
No me importan las razones que haya tenido un amanuense disfrazado de enfermero para cargarse a Mallo y a Peinado. Anticipo su final, que puede ser el mío, a voluntad de Schiaffarelli, bajo las órdenes de Tévez, que merece su respuesta. Nada tengo para decirle del destino de Randazzo —debí imaginar que esa obra no la podía construir una sola persona, que hay más dispuestos a quebrar el orden silencioso de la impunidad— que ojalá esté, a esta hora, recibiendo su parte. La única respuesta me la debo, en soledad, pero donde, de una vez por todas, deberé callar las palabras que han terminado por aprisionarme. Me queda una sola salida —porque la calle está oscura y vacía— que vengo eludiendo, amontonando papeles, como si restara algo por escribirse. Preferiría tener más motivos que el miedo, pero así son las cosas, se me acabó el tiempo y no puedo mentirme y justificarme pensando si lo haré por la justicia que nunca llegó o por la bolsa negra en que devolvieron a mi padre.
Resulté nada más que un hijo de mi época, resignado al gesto personal —de autosatisfacción moral, sin consecuencias, apegado al último recurso, individual— que no es siquiera capaz de reconocer ningún mandato último en que cada acto debería asimilarse a una ley universal.
Pero otro número desconocido me interrumpe y no puedo dejar de atender:
—Dígame la verdad, de una vez. ¿Usted sabía quién era ese Ángel?
—Me acabo de enterar.
Otro milico.
—Ya no importa, Vittadini.
—¿Era suyo el auto que se acaba de ir?
—Mi último intento. No tengo más nada para hacer.
—¿Y yo?
—Si no devuelven a Randazzo…
Ya entendí, Quevedo.
—¿Y si le pido un favor?
—Está difícil.
—La dirección de Tévez.
—En un minuto.
—¿La última?
—Si está a mi alcance…
—¿Por qué me ayuda?
—No sé. Debe ser el asco.
Pero a mí ya no me da el tiempo para la náusea, ni pienso meter una vez más mi cabeza en el inodoro para vomitar más que palabras. Tabárez ya me advirtió, de Susana ya me despedí, el Gordo ni se me ocurre. Resta Alfredo, al que dedico unas líneas de apuro, apretadas por media docena de libros necesarios y suficientes.
Luego una bomba de humo, mi mensaje a Tévez, preciso diez minutos más, suficientes para contener a Schiaffarelli que, en el silencio de la noche, respira hondo y ansioso, pronto para terminar su trabajo.
Me niego a creer, como en la novela pretendidamente luminosa que leí hace un tiempo, que he escrito no sé cuántas páginas, tan solo para despedirme, sin nombrarla. No pienso agregar mi nombre a la lista que encabeza Marilyn, siguen no sé cuántos ya, acaba de sumarse Ángel y deberá concluir al final del laberinto griego, que es sencillamente una línea recta, la que me dispongo a recorrer hasta dar con Red Scharlach.
Me queda descolgar el cuadro, agradecerle al Flaco Arbelo y cargar el arma que Pedro nunca disparó.
Hasta acá llegué.
Continuará.
Siempre.