El conejo está en la cueva: Parte II

04 de junio

No ha cesado de gritar, «¡manga de putos!», con el rostro hirviente, las manos arrugadas pero tensas, los dedos que se estiran en esfuerzo inútil por desprender las ataduras, todo bajo control del director, que va a largar el segundo acto.

Se prende únicamente una luz, sobre el pelo claro de la joven.

El juego ahora se ha invertido. Los hombres desnudos, ahora encapuchados, están de espaldas al viejo, sobre el que reina la oscuridad, y atacan a la joven —con precisión, según lo pactado en el guion— que desgarra el silencio a gritos y mezcla los insultos con la piedad.

El director, por detrás, se acerca a su oído y casi en secreto, confirma la sospecha del viejo, que aún en la penumbra y con la distancia que lo separa de la escena, cree reconocerla:

—Sabés quién es, ¿no? La que cumplió quince hace unos días ¿Estuvo linda la fiestita? Nada comparable a la que se están haciendo estos.

—Con mi nieta no, manga de cagones. Soltame, si sos tan hombrecito…

No se oye más que el dolor de la niña —que explota ante cada embestida— y las puteadas del viejo —que son como la letra de la cumbia— que, al cabo de unos segundos, se convierten en ahogo hasta quedar en silencio.

—Cuando quieras hablar, avisá y paramos.

Pero es al instante el silencio —de los hombres, de la rubia, que siguen al del viejo— que ha dado aviso.

—¡Corten!

El director, sin que el elenco alcance a percibirlo, ha vuelto a colocar la bolsa sobre la cabeza —muda, pesada, escorada sobre el pecho—, hace rodar la silla hasta dejarla fuera de alcance y le dice al oído, ahora sordo, solo para él, en el tono más bajo que le permite el desconcierto, al que suma el asco, la furia y también el temor:

—¡Te venís a morir ahora, viejo hijo de mil putas!