Nocturno en la ciudad
05 de junio
I
La rambla, en el lugar en que ha estacionado el auto, está a oscuras. La madrugada, en la que el viento sur arrasó con el veranillo nocturno, es más fría que el domingo que arranca. Está vacía, como una escenografía que acentúa del dramatismo del paisaje.
Del auto descienden los dos hombres, que son apenas siluetas, una más leve que la otra. Desplazan el asiento del acompañante, ambos sobre la vereda, y tironean una especie de saco, pesado, que aún inerme, se resiste. Lo cargan, uno a cada extremo.
Lo apoyan sobre el banco de granito y, luego de descubrirlo, lo toman nuevamente, ahora por los pies y la cabeza y lo balancean, con suavidad, como en un ritual, ambos ateos, hasta la exacta altura del momento en que ya no pesa, y casi que vuela, da unos giros en el aire y golpea seco las rocas, aunque el único sonido es el del agua.
Una versión casera del vuelo de la muerte.
II
El empresario Arnaldo Tévez tiene la camisa manchada, igual que la venda que contiene, a medias, la sangre que mana de su oreja y corre por su cuello.
Fue hace un rato —mientras todos dormían en su casa— que insomne e incansable, con una mano aferrada a su teléfono, la otra al gatillo y su mirada en la cámara, confiado solo en su olfato, sin poder contener la inquietud, se levantó y, sin necesidad de pensar, respondiendo al reflejo, revisó todas y cada una de las alarmas, encendió todas y cada una de las luces del jardín —ajeno a toda pretensión estética, convirtiendo la noche en día—, apagó las luces de su despacho, y se sentó, a oscuras, a esperar.
Y, casi al mismo tiempo que oyó el sonido, seco e inconfundible, que hacía tantos años no oía, sintió el ardor primero y luego el alivio húmedo del error que instantáneamente reparó con un solo disparo, directo al blanco.
Se desplomó, cansado pero satisfecho. Apretó otra vez la tecla del teléfono, hasta que al fin el lacayo lo atendió:
—Se te escapó.
—Imposible.
—¡Manga de burros! Tenían que ser milicos…
—¿Qué hacemos?
—Vénganse. Ya.
III
En la misma rambla, a pocos metros, el auto negro, que carga otra vez al enfermero, se detiene. Apagaron hace rato las luces, ellos, que controlan todo. En otra escena, que no necesitan ensayar porque la han repetido tantas veces, colocan el cuerpo en el medio de la pista, tan vacía y oscura como hace un rato. Dan marcha atrás, con violencia, y con más violencia todavía, avanzan hasta arrollar el cuerpo.
IV
El inspector Quevedo, luego de que el experto logra el clic, empuja con suavidad la puerta, porque no está dispuesto a arriesgar ni siquiera ante la certeza del cuarto vacío.
Todo, que es bien poco, está en su lugar. Las paredes, blancas y mudas, con excepción de la estantería metálica desbordante de carpetas, todas prolijamente etiquetadas.
Es un tercer piso por escalera, al que se accede por Reconquista, pero que, al traspasar la puerta, se abre al río, enmarcado por la única ventana, que al pie presenta una mesa pequeña, una silla, la computadora, que resulta una idiota, con la memoria vacía. En la cocina, la mesada inmaculada, un plato, tenedor, cuchillo y un vaso en el escurridor. En la heladera, nada más que una botella de agua. Apenas una jarra de café sobre la hornalla. La cama es de una plaza y está tendida con prolijidad. Solamente por la ausencia es posible trazar al ocupante. En el ropero, pequeño, los atuendos —camisas, todas blancas, impecables y planchadas, un par de sacos de tweed, un pantalón gris— le suenan familiares.
Nada, se dice Quevedo, como si fuera poco, las miles de páginas que no necesita leer, copia fiel de cada uno de los expedientes del Juzgado donde trabajaba Ángel Britos. Son las docenas de voces —las que acusan a Gabriel Mallo, a Juan Peinado, a José Randazzo y a Arnaldo Tévez— que Ángel Britos tuvo que oír, en silencio, mientras escribía.
El inspector Quevedo despacha a su acompañante, que ya ha sacado fotos y pasado el pincelito por las superficies inmaculadas del apartamento e impreso todas las huellas que son solo una, descarta.
Porque no tiene tiempo, pero, más aun, porque no quiere alimentar a ningún demonio, Quevedo no abre ni una de las carpetas. Tan solo se sienta en la única silla —de cara al horizonte que debe imaginar porque la noche lo ha borrado— y se toma un respiro, breve, solo para él.
No está seguro si es por suerte o por desgracia, piensa Quevedo, que su esposa ya no llama para preguntarle por qué, otra vez, no ha regresado.
V
El doctor Tabárez estaciona su auto y, en cuanto gira la llave que lo apaga, suspira, hondo, y afloja sus brazos que caen como plomo a su lado.
Pasó hace un rato, despacio, por Yaguarón, vacía y apagada, de resaca. El auto blanco no estaba; solo Toro, en guardia, dispuesto a esperar toda la vida, inmóvil.
Siguió de largo y, ahora, ya en la puerta de su casa, luego del cigarro, vuelve a marcar, pero no lo atienden.
VI
«Me voy caminando», le contestó a Tabárez.
Necesitaba despejarse, pero a medio camino, en el fondo del bolsillo, al rascarse, encontró la pequeña llave, suelta, y decidió torcer el rumbo.
También encontró a Toro que, ahora echado —aun cuando semejaba desentendido—, continuaba la vigilia, pero accedió a correrse mientas Alfredo manoteaba el candado.
Todo está como de costumbre, desordenado y al borde del aseo, levemente pegajoso. Pero hay una corriente que lo desorienta y lo lleva al fondo, iluminado tenuemente por una luz que él no ha encendido.
Saca la cabeza hacia el ducto, mira hacia arriba, pero no hay nadie.
Cierra la banderola, coloca el pasador y cuelga nuevamente el cuadro, que en medio de las fotos de los hombres de negro y los chorretes color sangre, reza, como una orden para él, quizá un símbolo para el que escapó: Let’s go to work.
No hay más para hacer. Lee las instrucciones que le han dejado, dobla la hoja al medio, y embolsa la media docena de libros que le han prestado, a los que suma más papeles —que incluyen memorias— de los que quizá, aún no lo sabe, deba ocuparse. Rápido, pero cuidadosamente, confirma, por si fuera necesario, que no hay arma para portar. Le coloca el collar y correa al can, y retorna, acompañado, a su casa. Mira la pequeña llave, piensa en arrojarla por la alcantarilla de la esquina de Canelones, pero resuelve conservarla.
Ya no está preocupado. Sabe exactamente, porque consultó a Tabárez, en el peor de los casos, cuánto le tocará.
«Igual valdrá la pena», se dice.
No puede dormirse, ni parar la cabeza, y hace lo que tantas veces le resulta: lee páginas y páginas, las que recogió de apuro, que están desordenadas, pero componen una historia inacabada que precisa un final. Pero ya habrá tiempo, el cansancio arribó y no quiere que lo alcance la luz.
Por hoy ya tuvo suficiente, pero, entre los libros que acaba de acomodar en su biblioteca, hay uno, en el que asoma un marcador, que le resulta una señal. Le cae al dedo, apenas una página y media, con tanto sueño.
Y se duerme en paz, porque se enteró, como Tadeo Isidoro Cruz, que a él también le ha llegado su hora.
VII
No se ha cambiado la ropa, ni se ha bañado. Yace en el sofá, blanco, ancho, mullido por millones y millones de plumas. Está exhausta y húmeda, mezcla de sudor y ansiedad, con la duda acerca de la conveniencia de la verdad, si podrá evitar el desastre.
Abrió, en su honor, la botella de la que sirvió ya el tercer trago, que alterna con el teléfono, que no contesta.
Se distrae el segundo necesario para solo oír la llamada, que no es la que espera, pero debe atender.
El ministro:
—Olvidate de Vittadini. No puedo hacer más nada. No salgas. Estoy atrasado.