La redacción
06 de junio
—Usted es… Sequeira.
—Alfredo Sequeira.
—Disculpe, tanta gente nueva, a mi edad…
Alfredo Sequeira, como todos los lunes, a desgano, se ha presentado en la redacción del diario para la reunión semanal, donde el jefe de Espectáculos reparte el trabajo —liviano, nada de cosas raras, frases cortas, esto no es literatura, acá hay que informar—, le dan la extensión, fecha de entrega, «avisá si necesitás fotógrafo». Se salteó el domingo entero, porque no le quedaron fuerzas ni coraje para bajarse de la cama, porque tampoco le pareció oportuno y porque no pudo parar de leer, de escribir y de corregir. Apenas se incorporó para llegar puntual, a las tres de la tarde, por las aceras del sol, casi a las corridas, sin detenerse en detalles, de los que comenzará a enterarse.
Pero este lunes, el jefe apenas lo deja entrar:
—Alfredo, te están esperando en el cuarto.
—¿Qué cuarto?
—Cuarto piso, directo al despacho de Gutiérrez Arteta. Ahí, o te rajan o te ascienden. Suerte.
La puerta está abierta y, mientras él asoma por el permiso, el director, que habla por teléfono, le señala uno de los sillones de un living en cuyas paredes cuelgan las fotos de los próceres, que al pie lucen sus nombres en bronce, todos hombres, todos casi ancianos como él, todos Gutiérrez, igual que su hijo, que aguarda el turno inexorable. Le resulta inesperada la presencia de Manfredini, que no se sorprende y apenas levanta las cejas para saludarlo, también a la espera.
—Sí, ya me llamaron todos, el ministro, el subsecretario, que el cuerpo está en el forense, aparentemente al viejo le vino un vahído. Apareció hoy temprano, bien cerca de donde encontraron al perro. Lo hubieran dejado bien encerrado y se ahorraban todo este quilombo. Sí, te repito, llamame cuando quieras. ¿Qué querés que haga? Hay que esperar.
Alfredo no puede oír las preguntas —que se amontonan sin aguardar la respuesta— a las que se agregan las invectivas que Gutiérrez Arteta hace como que no oye, de espaldas a la improvisada platea:
—Yo no sé más nada, Arnaldo. Cuidate y… Por favor, tranquilo.
El director, que hasta ahora los tenía de soslayo, luego de cortar, gira y continúa:
—Lo molesto porque me dice Manfredini que usted conoce a Vittadini, trabajó un par de años con él, son amigos.
—Sí.
—Y como usted viene todos los lunes por aquí, se nos ocurrió que… El punto es que estamos intentando contactarlo— no solamente nosotros, por cierto— y no responde. ¿Tiene idea?
—Yo estuve con él el viernes a la noche, en el boliche de la esquina de su casa. Nos despedimos, no sé más nada desde entonces. ¿Le pasó algo?
—Pasar, pasaron demasiadas cosas en el fin de semana, todas confusas. Y él estaba enredado en algunos temas… Qué se yo… Manfredini, ¿vos querés agregarle algo a…? ¿Alfredo?
El jefe de Policiales ni lo mira:
—No es necesario.
Gutiérrez Arteta ha citado a Alfredo Sequeira —que hasta hace cinco minutos no sabía ni que existía— solamente por indicación de Manfredini y porque debe meditar muy bien cuál será el título de la portada de mañana.
—Gracias, Alfredo. ¿Me avisa, cualquier cosa? Manfredini, vos quedate.
Por primera vez, Manfredini se dirige a él:
—Sequeira, en cuanto termines la reunioncita esa, pasá por mi oficina.
Alfredo Sequeira se despide formalmente del director. A Manfredini —que lo observa directo a los ojos y no le saca la vista hasta que vuelven a cruzar miradas cuando Alfredo debe girar para cerrar la puerta del despacho— le devuelve casi el mismo gesto de desprecio que recibió de bienvenida.
—Ya leí.
—Leé de vuelta.
—¿Por qué no te vas a la mierda, Manfredini?
Manfredini lo recibía con el diario desplegado sobre su escritorio.
Se desconoció, como tampoco se había reconocido la madrugada del domingo, pero le pareció que la acre —e impostada— respuesta le permitía ganar una posición.
—Está bien, entonces te lo voy a leer yo:
Sin pistas sobre Randazzo.
El coronel José Quico Randazzo, sentenciado a cuarenta y cinco años de prisión por violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura, que desde hace dos años estaba recluido en su domicilio por razones de salud, fue visto por última vez —según testimonio de un vecino— el sábado por la noche, camino a la rambla próxima a su casa, acompañado de su perro, al que habitualmente sacaba a pasear. Esto ocurrió el sábado pasado, en horas de la noche. Alertada su familia ante su demora, realizaron la denuncia, a partir de lo cual comenzó la intensa búsqueda, sin resultados. Las hipótesis son variadas, aunque reina el hermetismo en fuentes del gobierno.
—Qué cagada, ¿no? —dice Alfredo.
Se había enterado en medio de la reunión de Espectáculos, con todos los diarios desplegados en la mesa. Y los leyó todos, para confirmar.
—Seee… ¿Y esta la leíste?: «Confuso episodio en Pocitos».
Presintió que había perdido la ventaja. Manfredini, con la yema ocre de su índice, rasgando con su uña negruzca sobre la misma hoja del diario, lo obligaba a descender a las profundidades de las que se ocupaba, hace ya tantos años como quilos. Los mismos que se amontonan en rollos que asoman entre cada uno de los botones de la camisa arrugada y grasienta, imposibles de disimular bajo la corbata —con manchas igual de añejas— de nudo bajo y apretado.
—¿Me vas a pasear por toda la mierda con que llenás tus páginas?
—Epaaa… no te conocía esta veta. Dale, es muy breve.
En la página dos, segunda sección, Alfredo lee en silencio:
En la madrugada, el destacado empresario recibió un disparo de bala, efectuado desde afuera de su casa, que afortunadamente causó nada más que una leve herida en su rostro. Se desconocen detalles tanto de los motivos, como de la identidad del atacante, que huyó sin poder ser identificado…
—La última, chiquito, allá abajo, a la derecha.
Arrollado en la rambla.
En la mañana del domingo, el cuerpo de quien fuera identificado como Ángel Britos se halló en la rambla, abandonado en la calle, luego de lo que se presume fue un accidente de tránsito. El caso presenta dudas, pues Ángel Britos, funcionario judicial de extensa trayectoria, vestía pantalón y camisa celeste, propia de un empleado de la salud. La policía se encuentra investigando los registros de las cámaras para identificar al chofer causante del accidente, que se dio a la fuga.
—¿Algo más? Porque de este charco de sangre… Claro, vos estás acostumbrado a chapotearlo.
Manfredini, como hace un rato, le clava su mirada entre las cejas, en un intento de abrir su tercer ojo, porque los otros dos de Alfredo están mudos. Estira el cinturón de cuero estriado —haciendo correr los pulgares entre la camisa y el pantalón—, con su hebilla color oro descascarada, para acomodar la panza, arrimar su rostro y secretear:
—Mirá, nene, esas tres notas las escribí yo. Por separado. Pero me huele a que las tres forman parte de una sola historia. Hace cuarenta años que estoy sentado acá. Durante unos cuantos, también, tenía despacho en jefatura. Ahora ya el cuerpo no me da, todo cambió mucho, me queda poco, se me para una vez al mes, y solo si me la chupan bien… Lo único que no me falla es la memoria.
—Decime de una vez adónde vas, porque me estoy perdiendo. Ah, por las dudas, conmigo no cuentes…
Manfredini ríe, tose y expectora, todo de una vez, sin siquiera tomarse la molestia de tapar su boca o al menos ladear su cabeza, mientras Alfredo aprovecha el paréntesis repugnante para hilvanar qué tienen que ver las dos últimas notas que le obligaron a leer con la desaparición —y acaba de enterarse, sin sorpresa, su reaparición— del coronel Randazzo.
—Es que los recuerdo. Estudiantes, barba, lentes, unos angelitos, los mismos que luego hacían volar el Golf… Y me hacés acordar, sabés.
—Me tenés los huevos llenos, Manfredini.
Alfredo intenta levantarse, pero Manfredini se incorpora y con fuerza insospechada, le toma el brazo por encima del codo y lo obliga a mantenerse en su lugar:
—Sentate, pendejo, que no terminé.
Podría irse, dejarlo al viejo, que se la chupe quien lo precise o que la siga mamando, no le importa, pero sospecha que, si lo deja concluir, quizá pueda, al fin, terminar de comprender las docenas de páginas que leyó durante todo el domingo, acurrucado, con las persianas bajas, en silencio, a la espera de una señal que no termina de llegar.
—A tu amigo Vittadini la mierda le llega hasta las narices. Mallo y Peinado, dos muertes aparentemente sin vinculaciones entre sí, pero sobre las que nos oculta cosas.
—Nos oculta. Ma acabás de decir que estás retirado.
—Un policía nunca se retira, Sequeira. Y, luego, en la madrugada del domingo toda esta cadena de hechos, aparentemente también aislados. Ahora parece que al viejo le dio un patatús y se cayó al río. No sé, habrá que esperar al forense. Pero está raro, ¿no? Lo del funcionario judicial, el tal Britos —disfrazado de enfermero, parece joda—, qué curioso, trabajaba en el mismo juzgado de la doctora Vieytes. ¿Te suena? Que pasó la noche con Vittadini, en esa cueva de mierda. El preciso juzgado donde la doctora atendía —porque ya se borró— las causas de Mallo, Peinado, Randazzo y Tévez. Arnaldo Tévez, un pesado de verdad, que es justamente a quien casi le vuelan la cabeza esa misma madrugada. Y, si hiciéramos como en las peliculitas esas que vos comentás, donde aparecen todas las fotos pinchadas en la pared, llena de flechas, que apuntan todas a la jeta de Vittadini.
—¿Y?
—Que a la doctora Vieytes a nadie se lo ocurre molestarla, menos luego de una noche de trampa. Pero vos estuviste toda la noche del viernes con él en el Andorra, le cuidás la casa cuando se va de viaje, sacás al perro.
—Una pierna a un amigo.
—Claro, claro. El punto es que, aunque esa noche estaba vigilado, se les escapó. Por la banderola que da al pozo de aire. Y lo más curioso de todo esto es que, al día siguiente, al inspeccionar el lugar, el candado del portón está intacto, la banderola también cerrada, del lado interior, tapada por un cuadrito. Adentro, nada: la computadora sin disco, ni un papel.
—¡El misterio del cuarto cerrado, Manfredini! Tenés la crónica de tu vida si te animás a escribirla.
—Yo no voy a escribir un carajo. Tévez no piensa abrir la boca. Cuando le nombré a Vittadini me preguntó quién era. Lo de Mallo ya se aclaró; Britos —estaba tan loco que andaba de madrugada jugando a los doctores en la rambla y se lo llevaron puesto— nadie sabe bien por qué, fue el que se cargó a Peinado. Se fue hasta Nueva York el muy pelotudo… Randazzo se ahogó, Vittadini está enterrado, vivo o muerto, quién sabe. No quedan muchas líneas por escribirse.
—¿Y?
—Dejate de preguntarme lo que ya sabés. Acá no hay ningún misterio. Fuiste vos el que entraste y te llevaste hasta el perro. Tus huellas están por todos lados.
—Estuve viviendo allí toda la semana pasada. La llave la devolví el viernes, cuando nos vimos.
—Bien, muy bien, Sequeira. ¿Sabés una cosa? Los pibes estos de los que te hablaba antes eran muy pero muy inteligentes, brillantes. El tema es cuando hay que pasar a la acción. Piensan tanto que la cagan. Los milicos son más primitivos, más burros, pero resuelven: ¡Pum!, un problema menos. Después ven.
—Disculpame, Manfredini, pero, si no vas a escribir, ¿qué vas a hacer con toda esta novela?
—Nada. Por eso te llamé aparte. A Gutiérrez, sinceramente, no le interesa. Le gusta tocarle los huevos al ministro, pero nada más, apenas para molestarlo. Él, que vive de viaje, su mujer en medio del quilombo, Zapatero, que andá a saber qué le debe a Tévez.
—¿Algo más, Scharlach?
—¿De qué hablás? ¿Qué estás fumando, pendejo?
—Me hiciste recordar una lectura. Qué te voy a explicar, Manfredini, si vos ya sabés todo, ¿no?
—Me queda un detalle. Hace tres semanas, vos, que no venís nunca, que te veo laburando aquí, en la redacción. Raro, pensé. Tomé nota. Y le pedí a uno de los pibes que labura acá que rastreara en la máquina, siempre usaste la misma, qué mierda habías estado haciendo: descargas y más descargas sobre Mallo, Peinado y Randazzo. ¿No te interesaba Tévez? ¿No te dio el tiempo? ¿Te queda grande?
—No sé para qué me seguís jodiendo si no pensás hacer nada. Yo sí tengo que leer y escribir.
—Para vos, que sos tan leído, enterate. Esto se llama pax romana, Sequeira. Y nadie la va quebrar. Ya están casi todos muertos.
Manfredini no habló más. Solamente, cuando Alfredo se incorporaba, levantó su brazo izquierdo y con el pulgar en alto, el índice apuntando a su cabeza y los otros tres dedos recogidos, disparó:
—¡Pum!