El juego de la mosqueta
07 de junio
III
Saben ambos, perfectamente, quién es quién.
Tan impuntual como siempre, aunque esta vez, adelantado por la ansiedad, el abogado no ha cesado de fumar —va por el tercero—, parado en la puerta del ministerio, mientras aguarda la hora exacta en que le han concedido la cita. Da la última pitada, apretada entre el índice y el pulgar que le sirven de catapulta, revisa por última vez su muñeca, confirma la hora y, al girar, todavía sin levantar la vista, desatento a lo que ocurre a sus espaldas, debe detenerse bruscamente para no atropellarlo.
—Nos conocemos…
El inspector, sorprendido, ha hecho otro tanto e invoca, para salvar la situación, cierta familiaridad —como la de los primos lejanos que se conocen solamente por los cuentos que les han hecho sus padres— que obedece nada más que a las circunstancias que los ha reunido.
—Sí y no. No importa, doctor Tabárez.
—Inspector Quevedo.
Tabárez vuelve al reloj, sin necesidad de más palabras.
—Lo esperan, ¿no? No se preocupe, seguramente nos vamos a volver a ver, con más tiempo. Tengo algunas preguntas.
—Estoy apurado. Y disculpe que no le vaya a hacer caso, pero me preocupa el tiempo, cada hora, cada minuto que pasa. Buenas tardes.
Zapatero otra vez ha elegido la última hora de una tarde que, de tan despejada, acentúa el frío, con el ministerio casi vacío —resta la secretaria que, con la cartera bajo el brazo y su mano alzada como despedida, franquea el paso de Tabárez al despacho del subsecretario—, para recibir la visita.
Tabárez no puede verlos por ahora, pero sobre el despacho de Zapatero, bajo papeles inservibles, que fungen solamente al ocultamiento, dentro de una carpeta recién etiquetada, aguarda una narración que conoce solo de oídas, aunque de primera mano. Tampoco puede ver la pantalla del teléfono del subsecretario, que está a un clic —porque él mismo la preparó— de un video, firmado, igual que el relato, por un comando que tiene apellido. Zapatero ya leyó los papeles y ha visto el cortometraje, que dura unos minutos, suficientes para dar respuesta al doctor Tabárez.
—Disculpe, doctor, para abreviar: nosotros nos conocemos.
—Sí, sí. Los conozco a todos, incluyendo al que acaba de salir. Lo suficiente.
Han transcurrido cuarenta y ocho horas apenas, que, en cualquier otro caso, no sería significativo, pero para Tabárez es el tiempo de la urgencia.
—¿Dónde está? —pregunta.
—Nosotros no lo sabemos.
—¿Nosotros quiénes? ¿Usted? ¿El ministro? ¿Tévez? ¿Schiaffarelli? ¿Todos juntos?
—Han pasado dos días, quién sabe, quizá ha resuelto un retiro prudencial.
—Eso es una estupidez, se habría comunicado con nosotros.
—Nosotros, Tabárez, me queda empujarla. ¿Usted? ¿La esposa del ministro? ¿El pibe este, el que le hace los mandados a Vittadini? ¿El periodista? ¿Todos juntos? Yo estoy haciendo lo mío, bajo la estricta orden del ministro: nuestro mejor hombre, el inspector Quevedo — el que acaba de irse, efectivamente—, está asignado al caso, con todos los recursos necesarios a disposición. Eso sí, con la cautela y prudencia que merece la situación, que es tan confusa. Ahora, si están tan preocupados, ¿por qué no hacen la denuncia? Nadie se los va a impedir.
Tabárez hace que traga el vómito que acaba de lanzar el subsecretario, en plan canchero, con una mueca socarrona que no alcanza a ser una sonrisa, pero pretende la complicidad.
Sabe perfectamente lo que le va a responder, pero guarda silencio por el tiempo necesario —que siempre llega— para incomodarlo, liquidando todos los protocolos:
—Mirá, petiso, aunque sea la primera vez que nos vemos cara a cara, sé lo suficiente de vos como para tutearte. De todas tus agachadas. Literalmente. Todas. No me interesan. Solamente vine a advertirte que, si no averiguás donde tienen a Vittadini, sano y salvo, vos sos boleta. No solo voy a hacer la denuncia. Voy a hablar del Cerro, del Fusca… De última, lo único que hice fue prestarle el auto a un amigo y luego sí, callarme, una tontería, señor juez, pido disculpas, me arrepiento, procesado sin prisión, quizá sin poder ejercer, me van a hacer un favor, que ubiquen a Malfatti… La mierda bien pegadita al ventilador, que le va a caer en la cara a Tévez y Schiaffarelli. Así que andá avisándoles. Y, si no te hacen caso, avisale al ministro, quizá él los convence. No sea cosa que en toda esta maraña quede entreverada su esposa.
Zapatero no hizo siquiera amague de interrumpirlo, hasta asegurarse de que Tabárez vaciase el cargador, surtido de ironías, acusaciones y amenazas. Está acostumbrado.
—Si no le importa, yo prefiero no tutearlo. Y con relación al resto, no le hago a asco nada. Ni a los insultos, menos a los chantajes. Tengo pruebas, doctor: Vittadini no solo está vivo, sino que sigue operando, vaya uno a saber desde dónde.
—Cómo les gusta esa jerga. Operar, en eso han convertido la política. Vittadini no es operario de nadie, dejate de joder.
Zapatero no contesta y, en silencio, descubre la carpeta, que él supone, es evidencia.
—Tengo tiempo, puede leer tranquilo.
Tabárez la abre. Dentro del sobre, sujetas con un clip, algo más de cuarenta páginas, todavía algo combadas por la reciente impresión.
—Me llegaron hoy, por supuesto desde su cuenta de correo. Estamos rastreando desde dónde. Curioso el diseño, ¿no?
Tabárez lee. Por algunos momentos —lo delatan sus ojos inmóviles— con detenimiento, palabra por palabra, porque es cierto, le resultan familiares. En otros, revisa mentalmente fechas, pues así está ordenado cada capítulo, para confirmar. De algunos párrafos —difíciles de reconocer, pues la escritura, verborrágica, no tiene descansos— solo el comienzo, hasta alcanzar el dato confirmatorio. Le parece inoportuno —más allá del cansancio, porque no quiere delatarse— levantar la vista y ofrecérsela a Zapatero, que ya se prendió el segundo, echado, y en vano intenta leer cualquier gesto —una ceja apenas arqueada, un índice señalando alguna palabra, quizá la vista perdida por la reflexión— que signifique una señal.
Tiene razón Zapatero. Las hojas son ficticiamente amarillentas y, a la vista, solamente a la vista, sugieren un tacto áspero, de un papel grueso, añejo y barato. Con la tipografía ocurre otro tanto. Es borrosa y con un lente adecuado se podrían ver los contornos imprecisos, como de tinta engañosamente corrida. Una letra, siempre la misma, cariada, por el molde gastado de las máquinas de escribir —bien podría ser una Remington— que nadie más usa.
Al final de cada día, en una narración en que se relata tres veces la muerte y, al final, se invita a una cuarta, una pequeña viñeta —también indefinida— que confirma, por si fuera necesario, el final. Son dos barras cruzadas, que en sus extremos superiores parecen afinarse, sugiriendo dos plumas, aunque bien podría tratarse de dos lanzas. No queda claro.
Tabárez ha concluido. Toma el paquete de hojas con su mano derecha y lo planta de nuevo, haciéndolo sonar sobre la mesa:
—Literatura… Y no es gran cosa. Con un final que no cierra. ¿Y esto qué prueba?
—Me llegó hace un rato. Y, dejando de lado el trabajo que se tomó para que se parezca, el arte no es lo mío, me importa un carajo cuál es la intención, de última la forma no hace al contenido…
Tabárez amaga interrumpirlo, pero no tiene tiempo que perder en la discusión estética:
—… a aquellas tiradas a mimeógrafo, relata los hechos al detalle, como solamente puede conocerlos el asesino, o en este caso, su cómplice. ¿Y la firma? Comando Pedro Vittadini, el homenaje a otro perejil, una especie de justiciero moral, un fracasado que nunca sabrá por qué murió. Si por la guita del Turco, por un par de mujeres que no conocía, por jugar al héroe solitario que, si no hubiese sido por la novelita del hijo, nadie lo recordaría. ¿El final? Casi el que se describe, si no lo hubieran atropellado. No sé en qué círculo andará a esta hora, pero quizá en el camino se cruce con Randazzo y le pueda leer las últimas páginas.
—Las que se merecía.
—Que ya está muerto, Tabárez. Esta novela se terminó, aunque el final es medio de farsa. Randazzo se les murió de viejo, nomás.
—Una casualidad.
—Más nos vale a todos, Tabárez. A usted, a mí, los nosotros de hace un rato. Incluso a Tévez, si me apura.
—Está bien. Britos murió por distraído; Mallo, por un encargo, Peinado, atragantado y Randazzo se cayó al río. Entonces, si es que están buscando a Vittadini, no es para aclarar.
—Para que no haga más cagadas. Hay límites, Tabárez.
—¿Volarle la cabeza a Tévez?
Zapatero no responde y, aunque hasta ahora no ha logrado identificar de qué se trata, resuelve poner a consideración de Tabárez el otro archivo, el que llegó junto a El diario del asesino, que son imágenes, con un título que promete.
—¿Esto le dice algo? Es breve, pero ahora sí que me perdí.
Zapatero coloca su pantalla a la vista de Tabárez. La sala, bajo el silencio de la oscuridad y el vacío, preparada para la función. El comienzo es en negro, sin títulos. En el ángulo superior derecho de la imagen, la fecha, que es la del domingo y el reloj, que no cesa, describe la hora, los minutos y segundos de esa madrugada. El único foco que despierta ilumina una capucha, de frente, latiendo, que oye en silencio los testimonios, que están grabados y comienzan con fecha y lugar, todos más o menos similares —solo cambia el nombre del batallón— en los setenta.
Zapatero, con la cabeza volcada hacia atrás y los ojos cerrados, echa el humo al cielo, para ver, en la pantalla de la memoria, las escenas que las víctimas describen. Y, al cabo de oír solo el comienzo, decide regresar, porque no puede ver nada a través de la bolsa que lo envuelve.
Tampoco logra ver nada más que desinterés en el rostro de Tabárez, que desatiende un instante las imágenes:
—Un catálogo de aberraciones. No entiendo. ¿Falta mucho?
—No. Atienda.
Vuelve el silencio, un corte y otra vez la cámara fija, que está detrás de la cabeza, ahora descubierta, a la que han retirado el foco. Comienzan las congas, suaves y blandas, en un fade creciente, que acompaña el de las luces que iluminan a media luz el cuerpo sometido y desnudo, la nuca dorada. Los focos se aquietan, pero, inmediatamente, ensordecedoras, se suman las tres trompetas, metálicas, chirriantes, como cuchillos recién afilados, que preceden al cantante de falso acento boricua:
Elena me dijo, Elena me dijo, el día que amanecí.
Yo no aguanto más tus cosas, que aquí ya no soy feliz.
Y luego el Coro:
Elena un día me dijo, si me hubiese casado con el hijo de Fermín
Él no me haría las cosas que tú me haces a mí
No sucederían las cosas por las que yo paso aquí.
La escena es convenientemente lejana, pero la nuca que está en primer en plano se sacude furiosa y, luego de lanzar nada más que insultos —que se confunden con el canto ensordecedor de Elena, los aullidos de la niña, las estridencias de los metales y las carcajadas y festejos de los hombres que la someten—, convulsiona, da un quejido y se despide.
Todo vuelve al silencio, menos la música, de fondo, baja, mientras la luz cambia y ahora ilumina, a contraluz, la espalda de los cuerpos desnudos, con la niña al centro. Están todos de frente, alineados, mirándolo a la cara, a la cámara, aunque no es posible ver ningún rostro. Los torsos se inclinan, en sincronía, para recibir el saludo del silencio.
Antes de concluir, los créditos, en una placa fija:
Título: Justicia infinita
Actor: coronel José Quico Randazzo
Dirección: Comando Pedro Vittadini
—El arte performático no es de lo que más me interesa, pero no está mal, podría ser. Vos dirás.
Tabárez, controlado, con suficiencia, ha colocado el teléfono sobre el montón de papeles que leyó hace minutos. Los papeles se han invertido y es ahora Zapatero el que levanta la voz:
—¡Una manga de garcas, eso es lo que son! Todos en bolas. Se piensan que van a resolver algo con el arte, haciendo peliculitas. No les dan los huevos para matar a nadie. Palabras, imágenes, especulaciones de burguesitos, así nos fue. No sé a quién más le está mandando toda esta mierda. Pero, en cualquier momento, le va a llegar a un pajero que no va a tener mejor idea que colgarlo por ahí y va a haber que explicar.
—No te preocupes, deciles que son artistas. No son los hechos. Son nada más que interpretaciones. No joden a nadie. A nadie le importa, Norberto. Explicales lo que puedas, no es mi tema, y, si no tenés más para mostrar, esto no es prueba de nada, yo me voy. Movete rápido, si es que todavía hay algo para hacer. No sé, quizá, si volvés a ver el videíto, te agarra un rapto de coraje y levantás la capucha.
Tabárez está de vuelta en la calle. No resta mucho por hacer. Revisa el teléfono. Mensaje de Alfredo: «¿Y?».
Se sube al Fusca y, pese a que podría cortar camino, resuelve tomar la rambla, rodear la ciudad, una noche de lunes, de invierno, bajo las mismas luces, que continúan apagadas. Se repite, como un mantra, cada una de las advertencias que le hizo a José, que resultaron presagios. Se contesta, también, pensando en el destino, en la ocasión, en ese único instante en que el hombre descubre que debe hacerlo, que está seguro de que es posible escribir sus propias líneas.
II
Sentado en su escritorio, el inspector Quevedo ha comenzado su tarea, con prudencia, silencioso, porque ha resuelto, apenas abandonó el ministerio, desobedecer la orden:
—Inspector, usted está afuera. Orden directa del ministro, que acaba de retornar y está al tanto de la situación. No lo pude cubrir, Quevedo.
Es Zapatero esta vez quien lo ha citado, para la despedida:
—Usted se cagó en todo, Quevedo. ¿Recuerda? Mire, de lejos, e informe. Pero no, se fue a Melo, al puto Cerro, terminó compartiendo mesa con Vittadini, frente a un pueblo, la misma noche en que se esfumó. Puso un auto, y no para vigilarlo, sino para controlar otro. Se fue de mambo. ¿Conoce el síndrome de Estocolmo? No importa, esto ya terminó. Muerto el perro.
—¿Y lo que me acaba de mostrar? Los papeles, la película, eso no lo hizo Vittadini. ¿Cómo piensan tapar? Vittadini es… ¿Era? Periodista. Aparte, ¿está seguro de que no queda ningún perro rabioso?
—No me malentienda, Quevedo. Ya vamos a tener noticias de Vittadini. Disculpe, pero es la hora, tengo que atender al doctorcito.
Le queda esta noche y, si precisa otra, también la tendrá, porque su destino, mientras duren Zapatero y el ministro, es entre las cuatro paredes en que está sentado. No hay nada para hacer afuera y tiene todo el tiempo para leer y observar. De arte, de memorias escritas en subsuelos, de cámaras que no funcionan, de luces que se apagan de repente, de dibujitos, de un Fusca que aparece y desaparece, de confirmar lo que Zapatero no quiere oír.
I
Zapatero apaga la última luz y en el despacho apenas puede ver su sombra bajo el resplandor rubión que llega de la calle.
Se iba a ir, pero, al cabo de una jornada que comenzó hace tantas horas, le faltan fuerzas para arrancar. «El último y arranco», se dice, ahora despatarrado en la butaca, adormecido, como hoy temprano, cuando comenzó el día que no tiene fuerzas para liquidar y el teléfono comenzó a sonar, hasta despertarlo.
Su mano, descolgada del sofá, recorrió el semicírculo, raspando el piso, volcando todo a su paso, sin mirar. Volaron cenicero, vaso y —este, indiferente, como si supiera que está vacío—los lentes que, con el manotazo, quedaron fuera de alcance.
Debe levantarse. Hace tiempo lo inquieta un sueño, que podría ser un recuerdo. Está en un pozo. No sabe cómo llegó hasta allí, no importa. Todos los días le bajan un balde. Adentro, papel higiénico, una botella con agua, cigarros, algo de comer. Hace mucho que está ahí, pero se da cuenta de que, con el tiempo, ha comenzado a acostumbrarse. No puede salir, es cierto, aunque piensa, no tiene más que lo indispensable. Tampoco menos. Al fin, qué le queda afuera. Casi nada. Y el tiempo transcurre, medido solamente por la cantidad de veces que recuerda, cada vez menos, cómo era todo antes, afuera. Pero un día, dentro del balde, el servicio viene acompañado de un trozo de papel, manuscrito. Lo toma, lo despliega e imagina —es lo único que está a su alcance—. Lo posible y lo imposible. Llora, grita, se ríe a carcajadas, enmudece, según la historia que se esté contando en su cabeza. Hasta que despierta, empapado, con las manos aferradas al terror, que se agarran de los lentes que ahuyentarán los fantasmas. Pero ahora, la que no está es la carta.
Repuesto de la pesadilla, ya con los lentes puestos —el pantalón del traje y la camisa hechos un desastre, arrugados y manchados—, marcó el número que lo había despertado:
—Podés dormir todavía.
—¿Qué querés?
—Varias cosas, Norberto. Primero, decirte buen día, celebrar.
—¿De qué hablás?
—¿Viste la niña, la de hace unos días? La que se comió la bala perdida. A ella, pobrecita, se ve que Dios estaba en otra cosa. A mí, en cambio, no me saca los ojos de encima. Lo arreglé casi que con una curita. ¿Y el viejo? Que se muere calladito. Gracias, señor.
—¿Es para esto que me llamás? ¿Por tus delirios místicos?
—No, esto es para joderte nomás. Por si en algún momento te vienen dudas. Lo que quiero es que me digas de dónde mierda salió ese pasquín y quiénes son la manga de putos que hicieron el video.
—Y vos tenés que decirme dónde tenés a Vittadini. Esto se nos fue de las manos, Arnaldo.
—Porque siempre hiciste la plancha, Norberto. Si te hubieras ocupado… Pero no te preocupes. Llegó el ministro. ¿No te llamó? Ya hablamos. Lo de Vittadini ya está resuelto.