Una tertulia particular

Café Bacacay

10 de junio

Le pareció bien y aceptó regresar a la rutina, al cabo de casi un mes, volver a la misma mesa. Lo citaron a las ocho, el horario de los viernes. Porque hay novedades.

Apenas ha colgado el saco y, de lejos, antes de sentarse en su silla, sin palabras, levanta la mano a la moza, señala la botella retacona del estante y, de inmediato, con la misma mano, el pulgar e índice rematan —tan solo con el espacio vacío entre ellos— el pedido.

Pero, cuando termina por sentarse, con todo el panorama a su disposición, casi puntual, quien abre la puerta, al otro extremo del bar, no es quien espera.

—¿Qué haces acá? Espero gente. Quedamos en que ni hablábamos ni nos veíamos.

—Yo también espero gente. Creo que la misma que vos. Me cago…

El inspector Quevedo, todavía a esta hora, está en su despacho, casi pronto para retirarse. Ha concluido, al cabo de una semana, y el resultado de su trabajo está debidamente encarpetado. No la ha etiquetado, por prudencia, pero también porque le ha resultado imposible encontrar el título adecuado. Para las noches —no como descanso, sino más bien para inspirarse o porque piensa que puede haber allí también señales— seleccionó películas y algunas lecturas, que a poco que comenzó a acostumbrar el ojo y el oído le interesaron cada vez más. Incluso ha hecho una lista, porque el tiempo, desde hace una semana, le sobra.

Recibió llamadas sentado en su escritorio, desde donde no ha tenido que moverse para reconstruir la historia que viene a contarles a los que la escribieron. El vasco que, al final, terminó mandando a la mierda a Aldabalde, que intentó apretarlo, a él, a los ochenta, un vasco no traiciona a otro vasco. La vieja del Cerro, que lo está esperando, que son todos iguales, que el petiso sorete, el que la había visitado al otro día de la explosión en el Cerro, justo apareció en la tele, para aclarar sobre la muerte de un milico, pero que no se le entendió nada.

Desde la oficina de Zapatero, todo ha sido debidamente justificado.

El coronel Randazzo, si no hubiera desobedecido a la justicia, quizá hubiese caído en el living de su casa, sin mayores consecuencias.

Ángel Britos, el oscuro actuario de un juzgado, que atravesó el continente para envenenar al banquero Juan Peinado, no tenía parientes. Sus padres, propietarios de un pequeño comercio, habían perdido sus ahorros hace quince años, depositados en el banco de la ilusión. Su padre se suicidó ese mismo año. Su mamá falleció a los pocos meses, no se sabe bien de qué. Era un consumidor problemático, prueba de lo cual serían las sustancias incautadas en su domicilio, así como el informe del forense, que encontró trazas de estas en su cuerpo. Esto explicaría también su conducta del domingo, en que, con una particular indumentaria, cruzando la rambla, una noche de invierno, resultó atropellado. Problemas técnicos en las cámaras han imposibilitado identificar al vehículo y su conductor, que dio a la fuga.

El empresario Arnaldo Tévez ha llamado a la tranquilidad y reconocido la labor del ministro, que se ocupó personalmente del tema. Agradeció a Dios lo que pudo haber sido y no fue. La bala periciada, que acabó incrustada en su biblioteca, salió de un arma robada, seguramente la de alguno de los dos rapiñeros que la policía persiguió esa noche en las cercanías de su casa. Una desgracia con suerte, remató frente a cámaras.

A su hora, la que mintió a ambos, las ocho y media, el inspector Quevedo estaciona la nave frente al ventanal, borroneado de viento y agua. Le han reservado una silla entre ambos, que están frente a frente, aguardando la cita que concertaron por separado, en el mismo lugar, a la misma hora, con la misma persona.

—Buenas noches, espero que no lo hayan tomado a mal. Me pareció que quizá tenían cosas para hablar, antes de que conversemos los tres.

—Suponemos que nos citó porque hay noticias.

Es Tabárez, porque así han convenido —siguiendo sin saberlo, ignorantes, las instrucciones de Quevedo—, quien toma la palabra:

—Sí, hay algo, pero falta un rato. Y no es urgente. Esto no es oficial, ya se habrán dado cuenta, así que si les parece…

Tabárez y Alfredo copian, en sincronía, aunque con leve retardo, el gesto de Quevedo, que concluye la frase sin palabras con su teléfono sobre la mesa, sobre el que apoya la batería que acaba de retirar.

Iba a pedir un café, pero se arrepiente, porque es viernes, porque ya terminó y también porque precisa confianza. La suya y la de sus invitados.

Abre la carpeta, de la que asoman apuntes manuscritos, reportes técnicos, capturas de cámaras —con fecha, horas, minutos y segundos del instante que reproducen— y un fajo de impresiones sujetas por un clip, que Quevedo, a la vista de ambos, coloca para el final.

—Desde el lunes, Vittadini no es mi tema. Pero ahora tengo tiempo y seguí por las mías. Es cierto, yo los cité. No voy a hacer preguntas. Y lo que voy contarles, ustedes ya lo saben. No tengo pruebas concluyentes, pero sé que es verdad.

—No le entiendo, Quevedo. Si usted ya sabe todo y nosotros también, esto… ¿qué vendría a ser?

—Lo estuve leyendo, doctor. Me costó encontrarlo.

—Aquí estoy.

—Perdón, a usted no. Al libro suyo ese, de filosofía. Raro, ¿usted de verdad piensa esas cosas?

—No, Quevedo, es una joda. Ese tipo, el protagonista, no existe, es mi alter ego.

Quevedo, aún entrenado para la inexpresividad que apaga toda emoción, no puede disimular la ignorancia y su discurso queda en el aire, que Tabárez piadosamente ocupa, redundando:

—Mi otro yo, Quevedo. La forma que encontré de hacer un montón de afirmaciones inconvenientes de las que tengo absoluta certeza, pero sobre las que debería disponer de otra vida para probarlas, si lograra superar la pereza. Algo más que intuiciones. Lo mismo que le pasa a usted ¿No?

—Lo suyo son opiniones. Lo mío son hechos.

Tabárez recuerda su conversación con Zapatero:

—Hechos, hechos… Todo termina siendo apreciación, Quevedo —dice Tabárez, como ya le dijo a Zapatero—. ¿Y? ¿Le gustó?

—Se me mezclan los nombres, alemanes, griegos... Pero me quedó grabada una frase.

—Algo es algo.

—A ver si entendí. Les pido un rato. Nos queda casi una hora.

—Yo tengo toda la noche.

—Es que viene alguien más. Por las novedades.

A ambos los citó, casi al final de la tarde, sin darles tiempo a nada, bajo la urgencia de una noticia de último momento. Pero antes, tendrán que escucharlo:

—Voy a tratar de sintetizar. Madrugada del domingo pasado. Hay un Volkswagen celeste, con las chapas cubiertas, que recorre el centro. No hay registros de denuncia de ningún Fusca robado esa noche.

Tabárez lo interrumpe, aunque solo con un gesto, como el del agente de tránsito, que invita a continuar, para despejar:

—Disculpe, sigo. Es posible identificar casi todo el recorrido que hizo, a excepción de un tramo, cuando sale de un galpón en Palermo y toma en dirección a la rambla, en que desaparece, porque las cámaras están apagadas. El mismo pedazo de Rambla donde se cae Randazzo y, a pocos metros, también a oscuras, ocurre el accidente de Britos. A la hora, el mismo Fusca que reaparece, ahora detenido frente al Andorra. Vuelvo para atrás. Dos horas. Al galpón llega solo el conductor, pero, cuando se retira, va acompañado. A ese mismo galpón, antes de todo lo anterior, llega una gente, algunos equipos, cámaras, focos, todos hombres, menos una joven, rubia, flaquita, de lejos parece de quince. Ah, la misma que compartía mesa con usted, el viernes pasado, en el boliche.

Por primera vez Quevedo se dirige a Alfredo, que cumple con disciplina —aunque parcialmente, solo con su silencio— la instrucción que le diera Tabárez: «Vos, nada. Ni sí, ni no. Nada. Dejame a mí».

Solo la boca está cerrada. Los codos sobre la mesa, las manos entrelazadas, los pulgares oprimiéndose mutuamente y la mirada elusiva, son los signos de una aprobación tácita que Quevedo no precisa para continuar:

—No precisamos a Vittadini para que nos confirme que se rajó por la banderola del sótano. La enfermera de la casa de salud que está por Canelones, a la vuelta, que hacía la guardia esa noche, lo vio correteando por las azoteas. El informe de balística, hace veinte años que los conozco, acerca del proyectil que dispararon a Tévez habla de un arma que hacía mucho tiempo no se usaba. «¿Cuarenta años? Puede ser, mirá el óxido de la bala, si le embocaba al hijo de puta, se le moría de tétanos». No importa, es un detalle. Vuelvo, perdón. En el sótano, al rato, todo en su lugar, pasador colocado, ventana cerrada, el cuadro colgado, Vittadini que se esfuma. Ni el perro… Ah, disculpe, no sé a quién entregárselos, los llevé prestados.

Quevedo rebusca en su portafolio, a sus pies, y coloca sobre la mesa un par de libros que Alfredo reconoce y arrima para colocarlos bajos sus ojos, pero Quevedo, con delicadeza, coloca su mano sobre ellos, enmudeciéndolos, por ahora.

—Se los dejo en cuanto termine. Tenían marcas en algunas páginas, subrayados, pensé que podían servirme de algo, pero no. Bueno, en parte sí. Usted estudia Bellas Artes, carrera larga, hace como diez años que está ahí. Estuve revisando lo que escribe, lo que tiene colgado en internet. Mucho video, mucho texto, todo explicado, difícil. En particular, me interesó, porque creí que venía a cuento, el artículo sobre la… ¿politización del arte es que la llaman? y la este… Perdón…

Estetización de la política, Quevedo.

—Eso.

—Una vieja polémica que no está saldada.

Zapatero y Quevedo, los dos del mismo palo, piensa Tabárez, que hace un intento por distraer:

—Así que le interesa el arte.

—No. Sí, desde el lunes, que fue cuando aparecieron las obras. Lo suficiente como para interpretar, buscar las causas, cosas de milicos, nada más.

Del fondo de la pila de papeles, rescata un fajo de impresiones, las cuarenta páginas que Tabárez ya vio en lo de Zapatero:

—Y este diario, que describe el delirio de un asesino múltiple, con los nombres de las víctimas algo cambiados, pero que todos sabemos quiénes son, ¿no? Descarto que ustedes leyeron la novelita de Vittadini. Yo también. Y me sonó. Tenemos peritos de todo tipo, universitarios incluso, como ustedes. «Seguro, Quevedo, es la misma pluma, fijate». Y me leyeron varios tramos.

—Una ficción, inspector.

—Que editaron y a la que le agregaron unos dibujitos, como escudo de armas, una pluma y una lanza, cruzados. Iguales a los que aparecen al final de esta notita que estaba como marcador en uno de estos libros…

Ahora se dirige a Alfredo, a quien Tabárez —que aprovecha el descanso y cierra y abre como un relámpago ambos ojos a la vez, que es lo mismo que anunciar que la mejor carta que puede colocar es un cuatro de copas— se ha comprometido a rescatar.

—… La que le dejó de bienvenida, cuando le cuidó al perro ¿No?

—Textos, dibujos, más arte… Hojarasca, Quevedo.

—Que se prendió fuego. Y hiede, doctor. En cuanto a usted, Sequeira, tranquilo, no vine por respuestas. Pero vamos a la segunda obra, y a mi última pregunta, aunque antes pido permiso.

Quevedo activa la cámara, que deja muda —porque el boliche ha comenzado a animarse— apoyada sobre el libro del que asoma el trozo de papel con la firma de Alfredo. Solo Quevedo está atento al recorrido, que detiene, para capturar la imagen que les devuelve, al girar la pantalla. Esparce índice y pulgar sobre el cristal, hasta alcanzar el detalle, la mano, solo la mano que retira la capucha del condenado. En el anular de la mano derecha, el halo pálido, que advierte la misma ausencia, aunque en otra mano, la que ahora está apoyada en la mesa del bar, que Alfredo no se molesta en retirar:

—¿Hace mucho que perdió el anillo?

—Perdón. ¿Interrumpo? Es que terminé antes. ¿Qué me perdí? Qué noche…

No la vieron llegar. Cruzó frente a sus ojos, pero a la lluvia, que no cesa y se ha convertido en telón, se suman los vapores del alcohol —pero más aún de las exhalaciones, silenciosas y profundas, las únicas respuestas que pueden ofrecer Tabárez y Alfredo—, y el ventanal desde adentro, es casi un espejo.

La mesa es para tres, pero Susana Vieytes, que no advierte el déjà vu, aún de pie, manotea, por detrás de Alfredo, la misma silla que ocupó, hace pocos días, en una noche tan parecida a esta, Ángel Britos, cuando curioseaba conversaciones ajenas.

Pidió lo mismo que Tabárez, también sin hielo, en vaso corto.

—¿Qué sabés, Gualberto?

—Seguro que menos que usted, doctora. Aunque hace un rato me enteré de algo. Es breve, pero me pareció que debían estar enterados.

Quevedo ya ha vuelto a ordenar los papeles, que comienza a encarpetar, hasta dejar uno solo, que es lo último que va a leer:

—Según los registros de Aduana, de la que Tévez, agrego el detalle, por mi cuenta, fue director hace unos años, José Vittadini Bruzzone abandonó el país por la frontera del Chuy el domingo 5 de junio, a las 8:34. Yo no tengo nada más para decirles.

Quevedo guarda el último documento —el único para el que carece de explicación— y vuelve los elásticos a su lugar. Pero es su mano derecha extendida y en reposo, apoyada sobre la carpeta —a la vez que los mira a los ojos, de a uno en vez— la que sostiene el silencio que ya sabía iba a tener por respuesta.

Alfredo busca otra vez en la mirada de Tabárez, pero no encuentra nada. Sus ojos están sobre la ventana, a través de la cual quiere ver si está José, atravesando la misma frontera que cruzó su padre, hace cuarenta años. Y, si bien el inspector —que liquida el trago y comienza a incorporarse— no le ha reclamado respuesta alguna, tampoco le dijo que no podía hacer preguntas. Nadie lo obligó a nada esta vez. Fue el mismo Tabárez quien —como siempre— le advirtió lo peor, pero ahora que le puede caer, abandona el libreto y es él quien apoya su mano —la que deja al desnudo el dedo con el aro de piel blanca— sobre la carpeta:

—¿Y con esto? ¿Qué va hacer?

—¿De qué hablan? —Susana no tiene más que preguntas.

No hizo caso al ministro la madrugada del domingo pasado. Ni piensa hacerlo más. Y desde el lunes, de momento, el penthouse de la plaza le queda todavía más grande. El que la llamó fue Zapatero, por Britos, el aplicado funcionario solitario, un suelto, el drogadicto que le cobró al banquero la muerte de sus padres. Quevedo la atendió. «Preguntale al ministro», fue la respuesta. Tabárez y Alfredo no la atendieron, y comienza ahora a explicarse porqué.

—Su libro, doctor… —insiste Quevedo.

—¿Más palabras?

Quevedo vuelve a sentarse, ya con la gabardina puesta:

—Hay un relato que a Zapatero, al ministro, perdón doctora, quizá a usted también, e incluso a Tévez los tranquiliza. Lo de Mallo ya estaba claro, a Peinado lo mató un demente, por venganza, al que atropellaron cuando andaba drogado de madrugada, en la rambla. Randazzo es imposible saber si murió antes o después del tropezón, todo a oscuras, sin registros de cámara. Quedan el pibe, un vasco de Melo, una vieja fumando tabaco en un tablón y, allá bien lejos, Marylin. Nada. Pero hay otro —aunque ese ya no es mi trabajo— que se puede construir con toda la mierda que está acá adentro.

Y esto lo afirma con su índice sobre la carpeta ya cerrada:

—Como hizo Vittadini con la historia de su padre, que ni a Zapatero ni al ministro les interesa. Y creo que tampoco a la doctora.

—¿Y a Tévez?

—No sé si está textual, a ver… «En el arte no es solo lo que se ve. Hay creencias, que son las que la completan la obra». A ver si entendí: uno ve lo que quiere, o lo que puede, ¿no?

—¿Y usted qué cree?

—Ah, espere, porque marqué otra que me gustó.

Ahora sí, toma uno de los libros que ha devuelto y lo abre:

—«De lo que no se puede hablar es mejor no decir nada».

—Eso no es mío.

—Es del alemán…

—No importa, Quevedo, pero no me contestó.

—¿Qué creo? Que a Vittadini le faltó puntería. Y todo esto…

Ahora sí, en respuesta a Alfredo, apunta a la carpeta que no se va a llevar:

—… lo mejor que puede hacer es tirarlo en la primera volqueta que encuentre. Me llamó Mandía, que nada le cierra y piensa investigar. Que se arregle con Zapatero.

Quevedo ha abandonado definitivamente la mesa, cruza la calle y, antes de arrancar, mira a su izquierda, a la mesa del bar, donde, tras los velos superpuestos de los cristales empañados e hilos de gotas que escurren por la enorme pantalla, logra ver solamente los dos vasos cortos, sin hielo, que chocan con otro más alto, oscuro, con algo de espuma. No entiende por qué brindan.