Diario del asesino

4 de junio

Quizá sea esta la última entrada. O la penúltima. No lo sé. Pero mi obra va llegando a su fin. He repasado cada una de las entradas y estoy conforme con el trabajo. Es, en cierta forma, perfecto. Por supuesto que no en términos absolutos, sino más bien considerándome como única referencia, en el centro de mí mismo, comienzo y fin de todo lo que he construido. Más sencillo: estoy seguro de que no hubiese podido, con los elementos a mi alcance, hacerlo mejor. Me tocó a mí. He resultado el brazo ejecutor, la mano sucia que se atrevió a perforar las palabras, que esas sí son tuyas, vacías, carentes de toda acción, paralizantes. Porque esto deberías haberlo hecho vos, si no insistieses en el único ocultamiento destinado inexorablemente al fracaso, de espaldas a tu espalda o —como hace tanto— con las palmas de las manos cubriendo tus ojos, fingiendo que no estás, con inocencia espuria. Pero nada hiciste que no fuera en tu propio provecho. Ni por el amor de Dolores ni por Victoria, su hija, la niña que buscaba a su padre, el delirante Fasara, que terminó masacrado huyendo de la injusticia. Ni siquiera por Pedro, tu padre, que desarmado y en soledad enfrentó a quienes intentaste burlar y terminaron estafándote. Pero no, nunca hiciste nada. O sí, aprovecharte de las circunstancias, siempre de afuera, inmóvil en un mundo de párrafos y más párrafos, sin involucrarte, escribiendo y escribiendo, sin máculas. Vos también tenés tu muerto en el ropero, aunque nunca hayas hecho el menor esfuerzo en saber quién fue y —no tuviste pudor en reconocerlo— resultara otro muerto más por nada. Pero no me interesa tu ruina hoy, menos tus intenciones, que no integran ningún cuerpo, y no podés compartir con nadie sin avergonzarte. Para qué tanta lectura, los filósofos (comparto contigo, los alemanes) que ambos sabemos recorren una y otra vez el camino de la decepción ante la certeza de lo que nunca será aclarado. Porque no hay filosofía que te rescate cuando no hay respuestas y las preguntas siguen siendo las mismas. Hay solamente hechos y, por lo tanto, luego de páginas y más páginas, resta tan solo la moral, responsable no de lo que decís, sino de lo que hacés. Debo sí confesarte, aunque me pese, que ha resultado más sencillo matar que buscar el término justo, la imagen concisa y clara, el ritmo que acompañe el relato, tachar el adjetivo excedente, describir la expresión del rostro de quien, advertido del final, inexorable, no logra ocultar, primero la sorpresa, luego el miedo. No estoy seguro del éxito al cabo de mi última tarea, la que me apresto a abordar, pero no me importa, porque los conozco, y, en todo caso, ya sé lo que me aguarda. Estoy preparado. Vos no. Porque para vos, resguardado en vaya a saber qué, lo único que ha importado es el discurso vacío, la literatura. Pero sabés bien que en esta novela la palabra es mía. Aunque la cambies, no podrás usurparla, apenas acomodarla a ciertas reglas, al fin una moda como tantas. La historia es nada más que mía, son mis manos las manchadas, y el punto, llegado hasta acá, continúa siendo otro, no el relato, menos su forma. Aquí está la verdad, aunque no te agrade y prefieras, como es tu costumbre, confundirla con tus deseos o tu vanidad. Hemos recorrido juntos un camino que se termina y fueron tus palabras —otra vez— las que marcaron el comienzo. No lo olvides, somos cómplices, aunque tu justicia, la que nada hizo con mis muertos, seguramente te absuelva, más preocupada por los hechos que por su alma. Porque de esto se ha tratado todo este relato; de la verdad atrapada, enterrada en montañas de papeles que vos y yo conocemos, y no en exclusividad. La que tantos conocen y aceptan, mansos y cobardes, haciendo que se olvidaron, apegados a las reglas de una justicia que ha sido construida para enterrar viva la basura, pero que no encierra a los verdaderos criminales, los que no tienen excusa, los que han delinquido a conciencia y con premeditación. Como no enjaularon al viejo cajetilla que compraba a la niña, la que cruzaba el país para cambiar su virginidad por un par de zapatillas; ni enrejaron a los que arrasaron un país, unos sin disparar una bala, los otros, bajo fuego. Todo está escrito, vos ya lo leíste —me consta— pero preferiste seguir con la palabra, que nada ha podido resolver. Han pasado apenas unas semanas de nuestro encuentro fortuito, pero ahora ya sabés quién soy, dónde vivo y hacia dónde y por quién voy. Llegué por vos, vos me trajiste hasta acá para mi última tarea, la que cerrará esta historia y también este diario. Te resignaste a escribirla, de afuera, como tantas veces en tus novelitas, imaginando, siempre versionando a otros, pulcro e impune. Pero esta vez, quizá por tu impericia, ojalá que al fin por convicción —en cualquier caso, me lo deberías agradecer— tenés tu chance de confirmar, si de una vez por todas renunciás a tu miserable refugio, que la única justicia que es posible alcanzar viajará en la bala que abrirá el tercer ojo por el que el asesino de tu padre pueda ver cómo y por qué ha llegado su final.