Capurro

Un parque oscuro

18 de mayo

Gabriel Mallo ya no podrá explicar ni explicarse cómo ha llegado, en la madrugada, hasta el parque abandonado, mugriento y oscuro, donde el auto, con las luces apagadas, se sacude rítmicamente ante cada una de sus embestidas sobre el cuerpo del adolescente. No imagina lo que le aguarda.

—No, acá no; están los botones dando vueltas, ni en pedo me van a encerrar. Arrancá.

Lo levantó en el corazón de otro parque, casi en el centro de la ciudad, donde concurre noche a noche, luego de retirarse del restó que dirige su esposa, a pocas cuadras, en el bulevar. Allí recibe —acicalado, servicial y elegante— a los comensales amigos del poder, recomendando vinos y sus artificiales maridajes con los platos del menú breve y exclusivo.

Lo ha inquietado la orden de su acompañante: atravesar la ciudad, ingresar en zona de riesgo; pero no puede escapar a la ley del deseo. Tampoco ha visto el auto que lo sigue, con prudencia y a distancia, que conoce su destino.

No le sirvió el escarmiento en la granja —pocos meses, cómoda estancia, casi de recreo— ni la provisoria de la que goza hasta la sentencia definitiva, que no imagina está a punto de dictarse.

Para la prensa, Gabriel Mallo fue G. M. durante unos cuántos días, empresario gastronómico de setenta y dos años, ni siquiera nombraban sus restoranes, el del bulevar ni el del balneario. No sabía que era menor, declaró ante el juez. Dice que le preguntó la edad apenas la conoció en el boliche, en Melo. Ella le dijo dieciocho; él aceptó y nunca más, durante meses, le volvió a preguntar.

El padre de la niña no fue a dar a ninguna granja y a esta misma hora está en una celda —si fuese posible— aún más negra que el parque, donde su tiempo se gasta, más que en arrepentirse, en evitar el escarmiento carcelero que es de estilo para quien vendió a su hija, Marilyn. En otra celda, la del hogar, engrillado y solo, el novio no logra entender cómo fue que la justicia derivó en tragedia, Gabriel Mallo sigue vivo y su disparo redentor, que iba directo a la nuca del viejo, liquidó a la única inocente.

Pero ahora Gabriel Mallo ha detenido finalmente su auto —evitando los escasos focos, adentrándose entre los árboles, con vista a la bahía, en el borde de la autopista— en lo que resta del parque que fue patricio hace un siglo. Los cuerpos se desplazan en su interior, los asientos declinan y, desde donde es observado, apenas asoma su calva.

El silencio es absoluto y el perseguidor, que ha dejado su auto sobre la avenida, avanza sin prisa —caminando sobre los pastos cubiertos de desperdicios— hasta poder completar la escena, de pie e inmóvil frente al parabrisas. Puede ver la nuca de Gabriel Mallo que —su camisa por fuera del pantalón cubriendo sus nalgas— rebuzna en el cuello del que acostado boca abajo se queja ante cada atacada del viejo.

Pero esta vez a Gabriel Mallo no le darán aviso, como hizo el noviecito sin experiencia. Es su final y es el comienzo.