José Vittadini Bruzzone
Café Bacacay
20 de mayo
Nos encontramos al terminar la marcha, que este año cayó un viernes, nuestro día habitual de encuentro. Apenas nos saludamos; David y Tabárez no abren la boca y parecen interrogarse, aunque solo con las miradas.
Pero es otro el silencio, no el de la protesta, sino el del asombro frente al ejemplar del diario que Tabárez había dejado prolijamente desplegado sobre la mesa.
La marcha de esta fecha es, en términos estrictamente políticos, el único evento que nos reúne —al cabo de más de treinta años de amistad—, el último acto de resistencia, del que íntimamente ninguno de los tres alberga ninguna esperanza. Comenzamos reclamando a la derecha, inmutable, los primeros veinte años; ya van otros diez, pero el progresismo está ocupado en cosas más importantes y, a decir verdad —salvo a unos cuantos miles—, al resto del país el tema nada le importa. Pretenden que resolvieron el asunto metiendo un par de docenas de milicos en cana. Se pasaron media vida recitando a Brecht y la otra mitad olvidándolo. Allá ellos.
David, gabardina beige, saco azul y pantalón gris, la clásica vestimenta de funcionario, se adelantó a la necesidad y los tres tragos ya reposaban en la mesa: un Jack sin hielo en vaso en corto para mí, dos Johnnie negros para ellos. Lujos de cincuentones. En la mesa de siempre, tras el recodo del mostrador y con vista al teatro, pegada al ventanal, donde solo entran tres sillas —lo justo, sin lugar para más nadie—, Tabárez larga:
—Insólito. No sé qué decir… ¿Será que nos hemos convertido en viejos sabios? ¿En una especie de secta profética?
Con David Filkenstein y Tabárez nos une una amistad que nació en otro país, que conserva el nombre, pero al que no logro reconocer ni adaptarme. Compartimos el futuro, hace más de treinta años, aunque, hoy, lo único que nos reúna sea el pasado. Llegamos tarde a la revolución, nos comimos doce años de silencio y, cuando pensamos que nuestra hora había llegado, los que volvieron —desde adentro y desde afuera— nos dijeron muchas gracias, a la cola y a esperar. A algunos les llegó finalmente el turno: David es economista, asesor del gobierno, y no piensa descuidar su sillón. No le importa, fue comunista, y un buen comunista sabe que la historia está de su lado y que solo resta aguardar.
—Dejate de embromar… Es demasiado —contestó David.
Tabárez apoya ahora su dedo sobre el titular en la tapa del diario y yo no sé de qué habla, me levanté hace un rato, con el tiempo apenas suficiente para despejar la resaca, llegar hasta la Universidad y alcanzar el muro de fotos, los rostros que brillan bajo las lágrimas de una garúa suave, que jode, pero no moja.
—¿Qué pasó? —pregunto.
Tabárez vuelve sobre el ejemplar desplegado:
—No leés ni siquiera el diario en el que escribís. Un desastre. Mirá…
En la tapa, en la columna de la derecha, aunque bien visible: Confuso asesinato de empresario gastronómico. Ahora Tabárez abre el ejemplar y es casi una orden:
—Seguí leyendo…
Tras el parabrisas estrellado, yace un cuerpo. Gabriel Mallo ha sido ejecutado cobardemente, por la espalda, en la noche cerrada, sin indicios de defensa. Lo vieron por última vez en su restorán, de donde era casi siempre el último en retirarse, e iba hacia su casa, a reencontrarse con su familia al cabo de otra jornada de trabajo. Nadie sabe qué ocurrió. El lujoso auto, con el cadáver de Mallo, fue descubierto ayer en la mañana, muy distante de sus recorridas habituales, en el Parque Capurro, con el cráneo destrozado por el único disparo que dio en su nuca. La policía carece de pistas, aunque obviamente no desconoce que el hecho podría estar vinculado al episodio por el que Mallo había sido detenido —y luego liberado, tras aclarar su inocencia— el año pasado.
No necesito continuar para comprender el asombro. El de ellos, no el mío. Levanto la vista. Aguardan mi palabra, ansiosos:
—¿Y? ¿Qué te parece?
—El lujoso auto, la noche cerrada… Todo basura.
—Ah…, entonces tenés alguna pista.
—Estos guachos se creen Capote, intentan hacer literatura con la escoria, todo lleno de lugares comunes… Sin comentarios.
No tengo ningún dato, hace ya tiempo que no piso la redacción, entre otras cosas, para no cruzarme con tanto aspirante a estrella ni siquiera capaz de iluminar una línea. Pero a Tabárez ahora le interesa un cadáver:
—¿Te podés dejar de joder?
—Vos me obligás a leer esta mierda y me preguntás mi impresión. Ahí tenés. El resto no me interesa.
—¿Y del muerto? ¿Nada?
Recostado a la silla, con la distancia suficiente para estirar las piernas sin interrupción y la transparencia a mi izquierda, mi posición es la única que permite ver todo el boliche casi sin ser detectado. La barra alta a mi derecha. Al final, la cocina, también a la vista, y, casi frente a mis ojos, aunque lejana, en el extremo opuesto, la puerta de entrada, la única salida del bar. Es mi posición, siempre, con la sola excepción de Susana, a quien debo la advertencia:
—Cuando vayas a entrar a cualquier lado, siempre ubicá la salida. Uno no debería meterse en ningún lugar a menos que conozca la forma de escapar, si es necesario. Y hablo de cualquier partida…
Susana Vieytes entró y salió de mi vida como una experta, sin costos para ella, aunque no para mí. Es cierto que fui yo quien le señaló la puerta que ella no dudó en franquear, mientras yo, luego de más de un año, he resuelto de momento renunciar a la esperanza y mantengo la decisión, hasta nuevo aviso, de no salir de mi pequeño mundo, a resguardo, y evitar seguir perforando redes, hasta traspasar la última y definitiva. No quiero correr riesgos y permanezco quieto, hasta confirmar que el efecto catarata —a partir del cual todo se desploma y los reveses se arrastran unos a otros, en cascada— se haya detenido.
—Estuvo Susana, otra vez… Un minuto. La invitamos a sentarse, que te esperara, pero atendió el teléfono y, de pronto, mientras hablaba, levantó la mano, saludó hacia la explanada y salió apurada. Se despidió sin más que un decile a José que me llame, es importante, y cruzó la calle. La estaba esperando… un aparato.
Esas fueron las primeras palabras de David cuando llegué, sin aguardar a que me sentara y que junto a Tabárez comenzaran a increparme. La segunda vez en una semana, después de tanto tiempo, me sorprendió:
—¿Cómo era?
—Chino, grande, oscuro y ostentoso.
El mismo del viernes pasado.
Susana Vieytes forma parte de mi historia reciente pero que siento lejana y que aún me resulta extraña, por sorpresiva y fugaz. Ella, protagonista de las dos semanas fatales, no tiene culpa de mi desbarranque. Fui yo quien la involucré, y no puedo más que admirar cómo colocó cada ficha en una partida deslumbrante que le permitió salir ilesa y desertar definitivamente de un pasado que ya no le interesa. Ya no está, aunque yo intento raptarla y fugar con ella, pero Tabárez me despierta:
—Volvé, José… Limpiaron a Mallo ¿No tenés nada para decir?
—Yo les avisé.