Las ideas de tierra y muerte están muy íntimamente asociadas en la mente azteca no sólo porque la tierra es el lugar al que van los cuerpos de los hombres cuando mueren, sino porque también es el lugar en el que se ocultan los astros, es decir, los dioses, cuando caen por el poniente y van al mundo de los muertos.
Para los mexicanos, la tierra es una especie de monstruo, que en parte parece tiburón y en parte lagarto —quizá es el llamado “peje lagarto” de los ríos del Golfo—; también se la representa como una rana fantástica con la boca armada de grandes colmillos y con garras en los pies y en las manos. En esta última forma se llama Tlaltecuhtli y se la considera como varón, “el Señor de la Tierra”, mientras que en todas sus otras formas es siempre diosa.
Pero marcando la conexión que existe entre las deidades de la tierra, de la noche y de la muerte, vemos que Tlaltecuhtli tiene el pelo encrespado, en la misma forma en que lo llevan las deidades infernales que rigen en el mundo de los muertos, y que después describiremos. Además, en el pelo de la deidad se representan generalmente ciempiés, alacranes, arañas, serpientes y otros animales nocturnos y venenosos, que sirven de acompañantes a los dioses de la muerte.
Tres diosas, que aparentemente son sólo aspectos de una misma divinidad, representan a la Tierra en su doble función de creadora y destructora: Coatlicue, Cihuacóatl y Tlazoltéotl. Sus nombres significan: “la de falda de serpientes”, “mujer serpiente” y “diosa de la inmundicia”.
Coatlicue tiene en los mitos aztecas una importancia especial porque es la madre de los dioses, es decir, del Sol, la Luna y las estrellas. Ya hemos visto cómo nace de ella milagrosamente Huitzilopochtli en el momento en que las estrellas, capitaneadas por la Luna, pretenden matarla porque no creen en el prodigio de la concepción divina, y cómo el Sol-Huitzilopochtli sale de su vientre armado del rayo de luz y mata a la Luna y a las estrellas.
El arte azteca, al representar a esta diosa con toda la originalidad bárbara de un pueblo joven y enérgico, realizó una obra maestra. La colosal estatua de Coatlicue del Museo Nacional supera en fuerza expresiva a las creaciones más refinadas de pueblos que, como el maya, concebían a la vida y a los dioses en una forma más serena.
Lleva una falda formada por serpientes entrelazadas, de acuerdo con su nombre, sostenida por otra serpiente a manera de cinturón. Un collar de manos y corazones que rematan en un cráneo humano oculta en parte el pecho de la diosa. Sus pies y sus manos están armados de garras, porque es la deidad insaciable que se alimenta con los cadáveres de los hombres; por eso se llama también “la comedora de inmundicias”. Pero sus pechos cuelgan exhaustos porque ha amamantado a los dioses y a los hombres, porque todos ellos son sus hijos, y por eso se la llama “nuestra madre”, Tonantzin, Teteoinan, “la madre de los dioses”, y Toci, “nuestra abuela”.
De la cabeza cortada salen dos corrientes de sangre, en forma de serpientes representadas de perfil, pero que al juntar sus fauces forman un rostro fantástico. Por detrás le cuelga el adorno de tiras de cuero rojo, rematadas por caracoles, que es el atributo ordinario de los dioses de la tierra.
Toda la figura es una síntesis admirable de las ideas de amor y destrucción, que corresponden a la tierra, y el artista indio realizó en su grado supremo, en esta escultura, lo que en nuestro concepto es la característica constante del arte indígena: la realidad en el detalle y la subjetividad del conjunto.
La figura no es la representación de un ser, sino de una idea, pero las partes son de un realismo sorprendente; las escamas de los cuerpos de las serpientes, los detalles del macabro collar y los dobleces de las tiras de cuero, que forman el adorno posterior, han sido reproducidos con una fidelidad que sólo puede tener un pueblo que está cerca de la naturaleza.
Cihuacóatl es otro nombre de esta diosa y es la patrona de las Cihuateteo que de noche vocean y braman en el aire; son las mujeres muertas en parto, que bajan a la tierra, en ciertos días dedicados a ellas en el calendario, a espantar en las encrucijadas de los caminos, y son fatales a los niños. En tiempos posteriores Cihuacóatl se transformó en “la Llorona” de nuestra conseja popular, que carga una cuna o el cadáver de un niño y que lanza en las noches amargos lamentos en los cruceros de las calles de la ciudad, pero en tiempos antiguos sabían que había llegado porque dejaba abandonada en el mercado la cuna y dentro de ella estaba un cuchillo de sacrificio.
Pero más importante es, en el culto azteca, la diosa Tlazoltéotl o Ixcuina, “diosa de las cosas inmundas”, cuyo culto parece importado de la región huasteca. Como Xipe, se la representa a menudo cubierta con la piel de la víctima, pero su característica fundamental consiste en la venda de algodón sin hilar que lleva en el tocado, decorada con dos malacates o husos, y en la mancha negra que le cubre la nariz y la boca. A veces lleva en las manos una escoba en el “mes en que se barre”, “Ochpaniztli”, en que se celebran las principales ceremonias en su honor. Su hijo es Centéotl, dios del maíz.
Como es la comedora de inmundicias, come los pecados de los hombres, dejándolos limpios. De aquí el rito de la confesión que se practica ante los sacerdotes de Tlazoltéotl.
El sacerdocio de esta diosa tenía una particular importancia, porque siendo ella la patrona de los partos y nacimientos correspondía a sus representantes decir el horóscopo de la criatura, fundados en las complicadas combinaciones del calendario ritual, el tonalpohualli. Sacerdotes especiales llamados tonalpouhque realizaban esta función y daban el nombre al niño por el día en que nacía, llevando la cuenta en libros especiales, plegados en forma de biombo y escritos en escritura jeroglífica, que se llamaban tonalámatl, y de los cuales se han conservado algunos hasta nuestros días.
Los sacerdotes de Tlazoltéotl, que también lo eran de la tierra y de la fecundidad, tenían, pues, una gran importancia en el culto azteca y los vemos constantemente representados en los manuscritos indígenas que han llegado hasta nosotros.