LOS PARAÍSOS Y LOS INFIERNOS

Para los aztecas lo que determina el lugar al que va el alma después de la muerte no es la conducta en esta vida sino principalmente el género de muerte y la ocupación que en vida tuvo el difunto.

Hemos hablado ya de los paraísos oriental y occidental del Sol. Al primero, que se llama Tonatiuhichan, “casa del Sol”, van los guerreros que murieron en el combate o en la piedra de los sacrificios; acompañan al Sol en jardines llenos de flores, en los que repiten el simulacro de sus luchas, y cuando aparece el astro por el oriente, lo saludan con grandes gritos golpeando sus escudos. Cuando bajan a la tierra después de cuatro años, se transforman en colibríes y otras aves de plumajes abigarrados y se alimentan con el néctar de las flores. Son los privilegiados, los que el Sol ha elegido para su séquito, y viven una vida de delicias.

Dijeron los viejos que el Sol los llama para sí, y para que vivan con él allá en el cielo, para que le regocijen y canten en su presencia y le hagan placer; éstos están en continuos placeres con el Sol, viven en continuos deleites, gustan y chupan el olor y zumo de todas las flores sabrosas y olorosas, jamás sienten tristeza ni dolor, ni disgusto, porque viven en la Casa del Sol, donde hay riquezas de deleites; y éstos de esta manera que mueren en las guerras, son muy honrados acá en el mundo, y esta manera de muerte es deseada de muchos, y muchos tienen envidia a los que así mueren, y por esto todos desean esta muerte, porque los que así mueren son muy alabados. (Sahagún, II, 140.)

Aun los guerreros enemigos que han muerto en la batalla o que, capturados como prisioneros, fueron sacrificados en el téchcatl, la piedra de los sacrificios, son honrados en este paraíso del Sol, y tienen un dios especial, el llamado Teoyaomiqui, cuyo nombre significa precisamente “el dios de los enemigos muertos”.

Son los que han sido sacrificados al Sol, los hombres-estrellas que al morir alimentaron con sus vidas al poderoso guerrero que combate en el cielo, y por eso se les equipara a los aztecas que murieron en la lucha.

Dícese que un mancebo generoso de Huexotzinco, el cual se llamaba Mixcóatl, murió en la guerra de los mexicanos —y ellos le mataron en la guerra—; dícese un cantar en su loor: “¡Oh bienaventurado Mixcóatl, bien mereces ser loado en cantares, y bien mereces que tu fama viva en el mundo, y que los que bailan en los areitos te traigan en la boca, enrededor de los atabales y tamboriles de Huexotzinco, para que regocijes y aparezcas a tus amigos los nobles y generosos, tus parientes! Oh, glorioso mancebo, digno de todo loor, que ofreciste tu corazón al Sol, limpio como un sartal de zafiros, otra vez tornarás a brotar, otra vez tornarás a florecer en el mundo, vendrás a los areitos, y entre los tambores y tamboriles de Huexotzinco, aparecerás a los nobles y varones valerosos, y te verán tus amigos”. (Sahagún, II, 140.)

Las mujeres muertas en parto que viven en el paraíso occidental, llamado Cincalco, “la casa del maíz”, también ocupan un lugar preeminente. Cuando bajan a la tierra lo hacen de noche y son entonces fantasmas espantables y de mal agüero principalmente para las mujeres y los niños. Son las cihuateteo, las “mujeres diosas”, que se representan en forma espantable, llevando por cabeza una calavera y con manos y pies provistos de garras. Sin embargo, antes de transformarse en diosa, la mujer que ha muerto en parto tiene un gran poder mágico, puesto que ha sido la fuerte que ha derrotado al enemigo; por eso los jóvenes guerreros tratan de apoderarse de su brazo derecho porque éste los hará invencibles en el combate, y por eso también al enterrar a la mujer que ha muerto en parto el cortejo fúnebre va rodeado de los hombres del clan, armados de punta en blanco, que han velado toda la noche al lado de la muerta, para impedir que los jóvenes ambiciosos mutilen el cadáver.

Los que mueren ahogados o por rayo o por lepra, o de alguna otra enfermedad que se consideraba relacionada con los dioses del agua, van al Tlalocan, el paraíso de Tláloc, que queda al sur, el lugar de la fertilidad, donde crecen toda clase de árboles frutales y abunda el maíz, el frijol, la chía y todos los otros mantenimientos.

Recientemente se descubrieron unas magníficas pinturas en un templo de Teotihuacán, y esto nos demuestra que ya desde la época teotihuacana, es decir aproximadamente desde el siglo VI d. C., existía la idea de este lugar de delicias, el Tlalocan, al que llegaban los muertos. Se ve en esas pinturas una ilustración de lo que Sahagún nos cuenta en su historia. Colocaban una rama seca al enterrar al que había sido elegido por el dios de la lluvia y había muerto de una de las enfermedades mencionadas o por un accidente en el agua o por rayo, y al llegar el bienaventurado al campo de delicias, que es el Tlalocan, la rama seca reverdecía, indicando esto que en el lugar de la abundancia se adquiría una nueva vida. Después de entonar un largo canto, probablemente de gracias al Señor que hace brotar todas las cosas, se reunía con sus compañeros para disfrutar de una vida de perenne alegría, que transcurría sentado bajo los árboles cargados de frutos que bordean las orillas de los ríos del paraíso, o se sumergía en las aguas de las lagunas, que quedan más allá de la muerte, y se dedicaba a cantar con sus compañeros, y a participar en sus juegos y regocijos. Vida de abundancia y serenidad, bienaventurada, es así como concebían los aztecas, y antes de ellos los teotihuacanos, el tránsito de los que habían sido llamados por Tláloc.

 

Los nueve Infiernos y los trece Cielos (Vaticano A)

Pero los que no han sido elegidos por el Sol o por Tláloc van simplemente al Mictlan, que queda al norte, y ahí las almas padecen una serie de pruebas mágicas al pasar por los infiernos.

Son nueve los lugares en donde las almas sufren antes de alcanzar, a los cuatro años, el descanso definitivo.

En primer lugar, para llegar al Mictlan tienen que pasar por un caudaloso río, el Chignahuapan, que es la primera prueba a la que las someten los dioses infernales. Por eso se entierra con el muerto el cadáver de un perro de color leonado, para que ayude a su amo a cruzar el río. El alma tiene que pasar después entre dos montañas que se juntan; en tercer lugar por una montaña de obsidiana; en cuarto lugar por donde sopla un viento helado, que corta como si llevara navajas de obsidiana; después por donde flotan las banderas; el sexto es un lugar en que se flecha; en el séptimo infierno están las fieras que comen los corazones; en el octavo se pasa por estrechos lugares entre piedras; y en el noveno y último, el Chignahumictlan, descansan o desaparecen las almas.

Para ayudarlo en sus pruebas en la otra vida, se ponía con el cadáver un conjunto de amuletos que le permitían soportar las pruebas mágicas. Para el camino se le daba un jarrillo con agua, se amortajaba al difunto en cuclillas, liándolo fuertemente con mantas y papeles. Otros papeles le servían para atravesar por las sierras que se juntan, o para pasar por donde estaba una gran culebra, o donde estaba la lagartija verde llamada Xochitónal, los nueve páramos, Chicunaixtlahuaca y los nueve collados, y quemaban los atavíos que había usado el difunto durante su vida, para que no tuviera frío al cruzar por donde el viento sopla tan cortante como navaja, y le ponían en la boca una cuenta de jade, para que le sirviera de corazón y quizá para dejarla en prenda en el séptimo infierno, donde las fieras devoran los corazones de los hombres. Por último le daban ciertos objetos valiosos, para que los entregara a Mictlantecuhtli o a Mictecacíhuatl cuando llegara al fin de su jornada. Quemaban el bulto del muerto, y guardaban las cenizas y la piedra de jade en una urna, que enterraban en uno de los aposentos de la casa, y les hacían ofrendas a los ochenta días, y cada año, hasta los cuatro que duraba el viaje a ultratumba, y después ya no lo hacían más.

Muchos son los dioses y diosas que poblaban las varias regiones del infierno azteca. Los más importantes son Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, “el Señor y la Señora del infierno”, que parece que habitaban el noveno o más profundo de los lugares subterráneos, el Chicnauhmictlan; pero hay otros dioses de los muertos que se nos presentan siempre por parejas, de dios y diosa, y que parece tenían imperio en los otros infiernos, menos profundos que aquel en el que señoreaban los primeros.

Se conservan los nombres por ejemplo de Ixpuzteque, “el que tiene el pie roto”, y de su esposa Nezoxochi, “la que arroja flores”. Otro dios es Nextepeua, “el que riega ceniza”, y su esposa es Micapetlacalli, “caja de muerto”. El tercero se llama Tzontémoc, “el que cayó de cabeza”, y su esposa se llama Chalmecacíhuatl, “la sacrificadora”. Por último, sabemos que otro dios de los muertos se llamaba Acolnahuácatl, “el de la región torcida”, pero no conocemos el nombre de la esposa. Estas parejas de dioses infernales nos recuerdan aquellos de los que nos habla el Popol Vuh, el libro sagrado de los quichés, cuando los dos héroes Hunahpu y Xbalanque, descendientes, por parte de su madre, de uno de los dioses del infierno, emprenden el camino hacia la región subterránea y, al llegar a la encrucijada, dejan los caminos blanco, rojo y verde que conducen a otras regiones, para internarse por el camino negro que lleva a Xibalbá y allí encuentran a los catorce dioses infernales que también están distribuidos por parejas.

Mictecacíhuatl (Fejérváry-Mayer 28)

Queda también noticia de que existían trece cielos, pero no se dice que fueran a ellos las almas de los hombres.

En el cielo más alto, que era el cielo doble, vivían Ometecuhtli y Omecíhuatl, los dioses creadores, y allí era donde estaban las almas de los niños que mueren antes de tener uso de razón, y donde se engendran las almas de los hombres, que son alimentadas con un árbol que destila leche. Esperan a que se destruya la presente humanidad en el cataclismo final, para reencarnar en la humanidad nueva.

Abajo de este cielo doble, que llamaríamos décimosegundo y décimotercero, está el undécimo cielo, que es rojo. Abajo de éste está el décimo que es amarillo, abajo el noveno que es blanco. En el octavo se dice que crujen los cuchillos de obsidiana. El séptimo, que es azul, es donde vive Huitzilopochtli, y su templo en la gran pirámide de México se llamaba precisamente Ilhuícatl Xoxouqui, que quiere decir “cielo azul”. El sexto cielo es verde. En el quinto es donde están las estrellas errantes, los cometas y el fuego. En el cuarto vive la Huixtocíhuatl, “la diosa de la sal”, a la que ya nos hemos referido. El tercero es el cielo por donde camina el sol. En el segundo están las estrellas y allí viven Citlalatónac, la Vía Láctea, y Citlalicue, que son los dioses del cielo nocturno, y la diosa tiene el nombre de “falda de estrellas”. Por último, en el cielo primero, es decir, en el que está más cerca de la tierra, es por donde camina la luna y donde se forman las nubes.

Los trece dioses celestiales que habitan en los trece cielos y los nueve señores del infierno tienen una gran importancia en el calendario, y dan su carácter fasto o nefasto a los días con los que están asociados.