Abrí un ojo, somnolienta. Entraba un poco de luz grisácea a través de las ranuras de la persiana a medio bajar. Nicolás dormía en otra postura imposible, boca abajo y con la cara ladeada hacia la pared. A mi otro lado no había nadie pero se adivinaba el espacio en el que había estado Hugo. Eran las ocho de la mañana. Me moví sigilosamente y me levanté. Estudié si Nico se movía, pero cuando me aseguré de que seguía durmiendo, salí de la habitación a hurtadillas. Recogí mi ropa y me vestí a toda prisa. Después solo me escabullí hacia el rellano cerrando la puerta con suavidad.
Mientras andaba por la calle en busca de un taxi (que a esas horas de un domingo no se prodigan mucho) me puse a pensar en lo que había hecho la noche anterior. Sentía la necesidad de contárselo a alguien para que, desde fuera y con más criterio, apuntara algo que me costaba discernir cuando estaba con ellos: que aquello estaba mal. Me había acostado con dos tíos a la vez, como si mi vida se hubiera convertido de pronto en una película X, intensa y desmedida, donde los orgasmos duraban minutos y te dejaban con ganas de seguir indagando cuánto era posible que tu cuerpo sintiera. Aquella casa era algo así como el País de Nunca Jamás, donde las cosas pesaban menos y las decisiones se podían tomar más a la ligera. Era vicio-ville, con una tentación en cada esquina, y yo, como Alicia tras caer a través de la madriguera del conejo, debatiéndome entre tomar o no los botes de cristal con un «bébeme» en la etiqueta.
Por fin conseguí dar el alto a un taxi y atravesamos Madrid en poco tiempo, deslizándonos por las calles desiertas a aquellas horas. Cuando llegué, mi piso me pareció más pequeño y feo que nunca, a pesar de lo mucho que me había esforzado por hacerlo habitable. Me quité la ropa, me puse el pijama y me preparé una taza de café solo, a la que me agarré dándole vueltas al asunto. Rechazo era la siguiente fase, ¿no?
Cerré los ojos, apoyé la cabeza en el sofá y recordé lo de la noche anterior. Hugo jadeando, Nicolás gimiendo con los dientes apretados, yo corriéndome como en mi vida, dejándome hacer, curiosa por sentir la experiencia de dos hombres llenándome por completo. Dos hombres como ellos…
Me estaba volviendo loca. Abrí los ojos. ¿Qué tipo de episodio adolescente era aquel? ¿Qué estaba haciendo con mi vida? ¿Qué era aquello? Seguramente una fase después del batacazo que había supuesto mi despido del que consideraba el trabajo de mi vida. Buscar la emoción a través de experiencias sexuales locas y desmedidas; una emoción y una pasión que antes sentía por mi trabajo. Pero ¿en quién me había convertido?
Lo mejor era olvidarlo; confiar en que ellos serían discretos. Esperaba que, como adultos, pudiéramos relacionarnos en el trabajo sin tener que sacar el tema. Me avergonzaba tanto… Aquello me lo habría esperado de alguien como mi hermana, tan hippy que rechaza sistemáticamente todo lo que le suena a tradicional. Pero… ¿de mí? Me había acostado con Hugo tres veces desde la fiesta… No, cuatro. Y la tercera y la cuarta fueron con Nicolás también. Haber sucumbido ya al sexo anal con ellos me aturdía. ¿Qué me había pasado? ¿Qué pensarían de mí?
«¿Qué pensarían de mí?». Allí estaba, el pensamiento moralista. La vuelta de tuerca del remordimiento. Porque no me planteaba lo que yo pensaba de ellos porque les gustara acostarse con la misma chica a la vez. No lo ponía en duda. Eran sus preferencias y punto, pero sí juzgaba el hecho de haber probado dónde estaban mis límites en la cama. El cuento de nunca acabar; nosotras teníamos que ser virginales, moralmente irreprochables y bla, bla, bla, pero ellos podían explotar su sexualidad tanto como quisieran. Estaba harta de darme cuenta de que éramos las mismas mujeres las que tirábamos piedras a nuestro propio tejado. ¿Liberación sexual? A medias.
«Da igual», me dije. No se iba a repetir porque no me hacía sentir cómoda. Me arrepentía de haberme dejado dominar por las situaciones. Por el amor de Dios, Hugo y yo habíamos practicado sexo anal la segunda noche que estuvimos juntos. ¿Qué sería lo próximo?, ¿participar en las olimpiadas del morbo?
Cogí el teléfono y pensé en llamar a Diana. Ella era muy abierta con estos temas; seguro que diría algo que me reconfortaría. Pero… ¿quería yo que lo supiera? Porque Diana no era buena confidente ni de sí misma. Al final todas terminábamos al día de todas las cosas que hacía y que deshacía y a veces incluso nos sentíamos violentas. ¿Quería yo que un día se le escapara delante de mi hermana aquella información? Aunque Eva era el menor de los problemas, porque en el fondo creía en el amor libre. Tuvo una temporada en la que no hizo más que defender la idea de una sociedad abierta en la que no existiera la monogamia y en la que los hijos fueran criados por todos, como futuro de la comunidad. Hablaba de matriarcados, de sociedades indígenas que vivían bajo esas normas, donde el sexo era algo natural sin connotaciones sociales, morales ni religiosas, y a mi madre estuvo a punto de darle un ictus un millón de veces.
No, ella no me preocupaba. A lo sumo me haría doscientas mil preguntas y después se reiría con esas carcajaditas agudas, me señalaría con el dedo y diría algo como: «¡Te han dejado el culo como la bandera de Japón, cochinácea!». Pero… ¿y si Isa se enterara? Isa, por Dios, para la que un polvo de una noche era algo de lo que una mujer no podía presumir y cuyos problemas sexuales se limitaban a luz encendida o apagada. ¿Y Gabi? Dios. Gabi, sí, la que me había conseguido el trabajo donde yo ahora iba eligiendo a mis compañeros de cama…
El teléfono empezó a sonarme en la mano, dándome un susto de muerte. La primera llamada fue de Hugo; no contesté. Dejé que se cansara de los tonos mirando hacia el televisor apagado. Después recibí un wasap: «Iba a prepararte tostadas francesas para desayunar, piernas. Qué decepción más grande. Llámame cuando te despiertes, porque seguro que has ido a tu casa a poder dormir sin dos tíos ocupando el 75% de la superficie de la cama».
Suspiré. Dios. Era simpático, inteligente, morboso y honesto hasta límites preocupantes. Era guapo, estiloso, gracioso. Me hacía reír. Y me sentía cómoda con él. Me gustaba. EN MAYÚSCULAS. No recordaba la última vez que me sentí de aquel modo con un hombre. En la cama me hacía volar y accionaba un interruptor interno que me convertía en una Alba diferente, desinhibida, que disfrutaba sin más. Me hacía sentir guapa y sexual. El problema es que fuera él quien me lo hiciera sentir y no lo sintiera yo porque sí. Una no puede depender tanto de los demás, es algo que me quedaba aún por aprender.
Aparté el teléfono y, tras dejarlo abandonado sobre la mesa baja, me fui al dormitorio, donde encendí el aire acondicionado y bajé la persiana. Me tumbé en la cama y cerré los ojos. Recordé la sensación de Nicolás corriéndose en mis manos y mi vientre. Le vi esa expresión…, tratando de contenerse sin conseguirlo. Sentí el orgasmo brutal provocado por las penetraciones secas de Hugo y el morbo de estar haciendo algo «prohibido». El sexo empezó a palpitarme. Me coloqué boca arriba y pensé que podría tocarme pensando en ello y después olvidarlo para siempre. Una experiencia loca que callar siempre y de la que reírme internamente mientras me decía a mí misma que había sido una chica mala. Metí la mano dentro de mi pantaloncito corto y, sorpresa, estaba empapada. Empapada solo de recordar cómo me había gustado follarme a Nicolás. Imaginé, tocándome, que aquello hubiera salido mejor y que los tres nos hubiéramos corrido a la vez, con los dos empujando en mi interior. Imaginé que se derramaran dentro de mí y eso valió para que me asaltara el orgasmo otra vez. ¿Qué me estaba pasando?
Me quedé mirando al techo un rato, sorprendida por la velocidad con la que mi cuerpo había reaccionado a la fantasía de tenerlos de nuevo a los dos. Me levanté y me encerré un rato en el baño, enfadada conmigo misma. Se me iba a tener que pasar. El agua helada logró sofocarme un poco. El resto lo conseguiría mi cabeza.
Me tiré de nuevo encima de la cama y me puse el iPod con los auriculares. Empezó a sonar Jubel, de Klingande, y cerré los ojos. Dormir. Dormir y olvidarme de todo. Centrarme en el tacto de las sábanas frías bajo mi piel. Suave. Agradable. Sueño… El saxofón fue desdibujándose dentro de mi cabeza, convirtiéndose en notas trazadas en el fondo en negro de mi cabeza.
A las cuatro de la tarde me desperté tapada hasta el cuello con la sábana y The Steve Miller’s Band sonando en mis oídos, cantando alegremente Abracadabra. Tenía la boca pastosa y estaba hambrienta. Sin darme tiempo ni de lavarme la cara fui a la «cocina» y metí en el microondas una de esas lasañas precocinadas que están listas en cuatro minutos. Me sentía bien, aunque adormilada y atolondrada. Mientras se preparaba la comida pensé en darle un toque a Eva para ver qué tal lo habían pasado la noche anterior. Una cosa llevó a la otra y me acordé…, me acordé de qué me había mantenido tan ocupada como para no cenar con ellas.
En el móvil había dos llamadas más de Hugo y dos de un número que no tenía guardado en mi teléfono. Más wasaps de Hugo y una pista sobre a quién pertenecían las otras llamadas.
Hugo: «Vale, pues empieza a ser más que evidente que no coges el teléfono porque no quieres. Eso o te han raptado. Qué pena, piernas… ¿Nos dejas tirados ya? ¿O es que te has ido de gira a enseñar esas piernas perfectas por el mundo? Harás felices a muchos hombres, menos a dos, que consiguieron tenerlas muy cerca. Deja de pensar ya. Hazte ese favor. Háznoslo a los tres».
Nicolás: «Sé que no tienes mi número, pero imagino que no es por eso por lo que no me lo coges. Es porque no quieres. Fase tres y no nos has llamado. Pero recuerda: a la negación le sigue la aceptación. Si algún día quieres dejar de fingir que no ha pasado nada, llama. No es fácil encontrar alguien con quien… conectar».
Y lo que hice fue… desconectar el teléfono.