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Segundas partes

 

 

 

 

Hugo estaba ojeroso. Me dijo que estaba llevando bastante mal el jet lag, pero había algo más. No quise averiguarlo. No era el momento y hoy en día dudo que quisiera de verdad ponerle título a su estado y hacerlo real. De modo que solo le di un beso y le deseé que se mejorara.

—Pasadlo muy bien —dijo cruzando los brazos sobre el pecho, frente a los mostradores de la aerolínea donde una semana antes nos había despedido Nico—. Pero id con cuidado, por favor.

—Todo controlado —contestó Nico, que buscaba en todos los bolsillos de su mochila la reserva del vuelo.

—La tengo yo, cariño —le informé agarrándole la mano.

—Céntrate, por favor —exigió Hugo bastante serio—. Aquello no es Madrid.

—Bah, deja de preocuparte.

Hugo musitó un «vale» entre dientes y se inclinó para besarme en los labios. Fue un beso muy breve. Sonrió después.

—Te voy a echar de menos.

—Y yo. Te llamaré.

—No vamos a tener demasiado acceso a Internet —apuntó Nico.

—Bueno, te llamaré de todas maneras.

Hugo me besó los dedos de la mano derecha y nos mantuvimos la mirada. El anillo. Su declaración. Nosotros. Mi cuento de hadas. Nuestro secreto. Muchas palabras metidas en el sencillo gesto de posar sus labios en mis nudillos. Nos despedimos y le vi marchar cabizbajo, con las manos en los bolsillos. En la puerta se volvió a girar y me dijo «te quiero». Asentí y me agarré a Nico, en busca de algo tangible que le diera sentido a aquello. Él se giró con los billetes en la mano y los ojos brillando de ilusión.

—¡Bangkok…, allá vamos!

 

 

Nico encontró la manera de distraerme lo suficiente durante el vuelo como para dejar de preocuparme por si íbamos a caer en picado. Lo repito, los aviones no me dan miedo; me da miedo estrellarme con uno. Dicho esto… Partíamos de una situación delicada. Me iba a recorrer medio mundo en un vuelo de doce horas con uno de mis novios después de haber vivido una de las experiencias más emotivas de mi vida con el otro hombre que ocupaba mi vida. No estaba yo muy metida en aquel viaje. Pero Nico era muchas cosas, entre ellas, muy hábil. Sacó una guía manoseada y llena de marcas y me pidió que le ayudara a organizar del todo los días que íbamos a estar allí.

—He seleccionado lo más importante, pero tienes que ayudarme a elegir.

Pues yo no era muy buena eligiendo…, solía no hacerlo. A las pruebas me remito. Íbamos sin hoteles, sin vuelos internos…, sin nada. Solo seis días para ver todo lo que nos diera tiempo y estar en el aeropuerto a las doce de la noche del domingo para coger el vuelo de vuelta. Nada más. Todas las opciones, todas las posibilidades, pocos límites. Él tenía experiencia en ese tipo de viajes, lo que me tranquilizaba. Había recorrido Vietnam con su mochila un par de años atrás, acompañado de su hermana. Me pregunté qué habría hecho Hugo mientras tanto, pero no lo dije en voz alta. Tenía que alejarlo un poco, vivir mi experiencia con Nico. Me convencí de que habría tenido el mismo problema a la inversa. Si hubiera viajado primero con él, Hugo habría tenido problemas para hacerme aterrizar en los nuevos planes. No sé cómo no nos dimos cuenta al planear aquello. Ah, sí, es que yo no había planeado nada. Nota mental: no dejarme llevar tanto por aquellos dos maromos.

Echando un vistazo a las capturas de pantalla que Nico había impreso, estuvimos escogiendo hostal. Esperábamos tener habitación, pero por si acaso llevábamos varias opciones más. Decidimos que disfrutaríamos del primer día en Bangkok, compraríamos billetes para ir en tren a Surat Thani, desde donde cogeríamos un autobús hasta Ao Nang. Volveríamos a Bangkok el día antes del vuelo de vuelta, para poder terminar de conocer la ciudad.

—Es una pena que no tengamos más tiempo; me habría gustado subir a Chiang Mai, desde donde se puede hacer senderismo.

Di gracias por no tener tiempo. ¿Yo de senderismo? Muerte segura.

Esta vez sucumbí y terminé tomándome una pastilla para dormir que Hugo me había metido con una sonrisa en el bolsillo. «Para emergencias», me dijo. Nico, el pobre, tuvo que pasarse medio vuelo sujetándome la cabeza para que no me desnucara.

—Cariño… —susurraba—, ponte esto.

Me envolvió la almohada del avión en su jersey, pero yo gruñía. Y lo sé porque me lo contó después, no porque me acordara. Buena mierda me había dado Hugo.

—¡Que no quiero!

—Te vas a matar…, hazme caso.

—Que no, que contigo.

Y él no sabía si reírse o pedir que alguien le cambiara el asiento. Al final consiguió acomodarme sobre su pecho con la almohada y controlar los latigazos de mi cuello. Cené y no me acuerdo de nada. Al parecer escogí pollo. Eso explicaría por qué me desperté llena de salsa de curry y con una herida junto a la boca. Nico sostiene que al intentar meterme la comida entre los labios, me apuñalé un par de veces con el tenedor de plástico. Como es de imaginar, cuando llegamos yo tenía una resaca de mil demonios. Estaba despeinada, un poco de mala uva y dolorida de dormir en una posición de contorsionista avanzado. Nico iba ojeroso, pero divertido. Parece que fui un entretenimiento para él y parte del pasaje. Qué bien. Nos recibió una cortina de lluvia torrencial y un calor inhumano. A decir verdad, era la sensación térmica debido a la humedad. Nada más salir del aeropuerto en busca de un taxi, el pelo se me bufó como si fuera un chow chow.

—Joder… —lloriqueé mientras me peinaba con los dedos, porque estaba cansada y resacosa, no porque me importase tanto el aspecto de mi pelo.

—Estás muy guapa —me aseguró Nico, cargado con su mochila y ayudándome a arrastrar mi maleta por el suelo mojado—. Pero si me permites un consejo…, no vuelvas a tomar ninguna mierda que te recete el «doctor Muñoz».

Toda la razón, «doctor Castro».

Llegamos a la zona de Khao San cuando había escampado un poco. Es lo que tiene viajar a Tailandia en plena época de monzón. El taxista nos dijo que las lluvias eran intermitentes e irregulares, así que era posible que pudiéramos incluso disfrutar de un par de días de sol.

El ambiente de aquella parte de la ciudad me gustó. Estaba lleno de turistas muy jóvenes y de vida en cada rincón. El hostal que habíamos elegido quedaba muy cerca de allí y tuvimos suerte de que hubiera una habitación libre con aire acondicionado, cama de matrimonio y baño completo, además de wifi gratis desde la recepción. Todo por veinte euros la noche aproximadamente. Aluciné. Pero aluciné aún más cuando entramos en la habitación. Dejé la maleta en un rincón, pasé al baño, volví a salir y señalando a Nico le dije:

—Te odio.

Lo de baño completo en Tailandia no es más que un eufemismo, eso lo aprendí enseguida. Lo que quería decir era que había un váter, una pila para lavarse las manos y los dientes y un chorro sospechoso de agua que salía de la pared…, algo a lo que se referían como ducha, pero que yo prefiero llamar infierno. Jamás había visto a Nico reírse tanto. Yo no me reía.

—Nico…, ¡que pretenden que nos duchemos ahí! —le dije horrorizada.

Y él se tumbó en la cama a reírse a gusto.

—Te odio, capítulo dos —insistí.

Dejamos las cosas y nos preparamos para recorrer la ciudad. Daba gloria vernos. Zapatillas de deporte, pantalón vaquero corto y camiseta. Dos domingueros en Bangkok. Eso parecíamos. Y yo llevaba riñonera, para terminar de mejorarlo. Nico paró en la puerta del hostal donde había una casa de cambio; yo le di un billete de cincuenta para que me lo cambiase y aproveché para mandarle un mensaje a Hugo. Me hice una foto como pude para que se viera toda mi indumentaria y añadí el texto: «Tailandia es todo glamour». Estaba segura de que aquello mejoraría su circunspecto humor.

El día nos cundió mucho. Nico era uno de esos turistas hitlerianos que querían verlo todo, que no entienden de lloriqueos y que te arrastran si lo ven necesario. Pero fue divertido, sobre todo la tromba de agua que nos pilló en los aledaños del Palacio Real. Y menos mal, porque el calor era asfixiante; al menos la lluvia lo hizo más llevadero.

Hicimos unas fotos increíbles. Los dos. Se le había metido en la cabeza que iba a enseñarme todo lo que pudiera de fotografía en aquel viaje y al parecer lo cogí bastante rápido. Recordaba algunas cosas de una asignatura que tuve en la carrera. Era una buena oportunidad para retomar algo que me gustaba pero para lo que nunca había tenido tiempo. Quizá de ahí saldría una nueva oportunidad laboral. No todo tenía que ser sexo descontrolado, sudor y gemidos en lo concerniente a ellos dos.

Visitamos muchos templos aquel día; recuerdo haberme quedado maravillada ante el Buda reclinado que había en el Wat Pho, totalmente recubierto de pan de oro y que ocupaba casi la totalidad del interior del templo. Solo dejaba espacio para un pasillo que permitiera darle la vuelta.

Decidimos no jugárnosla y acercarnos a la estación de tren para comprar los billetes que nos llevarían a Surat Thani después de un trayecto de casi doce horas. Lo mejor era cogerlo a las seis y media de la tarde para llegar allí a las seis y veinte pasadas de la mañana, lo que nos dejaba margen. Compramos billetes en cabina de segunda de un tren cama. Fue entonces cuando todo empezó a volverse interesante, emocionante. Así era con Nico, ¿no? Como si fuéramos dos fotoreporteros en busca de la mejor imagen del país, saltando de un lado a otro, durmiendo en trenes, bajando en marcha… En mi cabeza nosotros ya éramos algo así como Indiana Jones. Y él, tan decidido, tan entendido…, mi héroe. Y yo hice las paces con esa Alba aventurera a la que le habría gustado dedicar su vida al periodismo de guerra, escribiendo en una trinchera, jugándose la vida.

Nos desviamos después hacia Chinatown, donde encontramos un pequeño restaurante en el que comimos una sopa que no sabría muy bien definir. Nico me miró, inclinado en la pequeña mesa, y, sonriendo de lado, me retó a probarla cuando demostré no estar demasiado convencida.

—Venga. Te tenía por alguien valiente.

—Soy valiente, pero no quiero morir de una cagalera.

—Nadie va a morir de nada. Pruébala. Si no… ¿cómo vas a saber si te gusta?

Le di un trago, llevándome el cuenco a los labios. Le miré por encima de la porcelana. Estaba muy especiada, pero sabrosa. Lo dejé en la mesa. Picaba. Me empezó a llorar un ojo. Maldije en mi interior. El ojo empezó a pestañear como loco. Sorbí los mocos.

—¿Qué tal?

—Riquísima. Dale un buen trago.

—Esa es mi chica.

La verdad es que cuando la lengua dejó de palpitarme por el picante, disfruté. Era sencillamente una sopa de verduras y noodles. Nada arriesgado. Este Nico era muy hábil, sí señor. Aquello no hacía más que animarme a coger carrerilla.

Compramos especias en el mercado del barrio, que era un crisol de olores no todos precisamente agradables. Nico aguantó como un hombre, pero yo tuve que salir de entre los puestos un par de veces para no vomitar. Sí, soy especialmente sensible. Y él, tan guapo, tan imperturbable.

—Ay, mi niña… —se burlaba con una sonrisa.

Después nos acercamos al muelle del Chao Phraya, el río que parte Bangkok en dos. El agua estaba sucia y daba miedo, pero aun así nos metimos en una lancha para cruzar al otro lado y poder visitar el Wat Arun, uno de los templos más famosos de la capital, desde el cual se podía disfrutar de una vista impresionante de la ciudad. Lo que nadie me dijo fue que los escalones para acceder a la parte alta de la edificación fueran tan jodidamente pequeños; me entró complejo de Big Foot. La subida no tuvo mucho problema, porque al final vas ayudándote de manos y pies para ir coronando pisos y lo cierto es que fue impresionante poder ver Bangkok desde allí arriba, salpicado de templos y cornisas, con la evidente contraposición entre los grandes rascacielos que se alzaban en la zona nueva y las casas bajas y algo maltrechas del resto de barrios. Sacamos unas fotografías impresionantes y hasta que pudimos hacernos un selfie decente pasaron unos buenos diez minutos. Entonces tocó bajar. Y por un momento pensé que moriría; la imagen exacta era yo rodando como una croqueta y desnucándome. Fue la primera vez en muchísimos años que estuve a punto de llorar de miedo. Nico me miraba de esa manera en la que mira Nico…, nunca sabes muy bien si está bendiciéndote por ser tan natural o si se encuentra sumamente avergonzado. Afortunadamente, de vez en cuando le da por verbalizar lo que piensa.

—No tengas miedo. Poco a poco. Da igual lo que tardemos en bajar.

—Me voy a matar… —dije entre dientes.

—No te vas a matar. Estoy aquí contigo.

—Como si eso fuera un seguro de vida.

—Mira, vamos a bajar con el culo.

—A lo que tengo miedo es a bajar con la cabeza y los dientes.

Nico se apoyó en uno de los escalones para ir descendiendo con cuidado. Me animó a hacer lo mismo.

—Mira dónde pisas, pero no abajo del todo. Solo es un poco de vértigo.

Supongo que tenía razón, pero fue terrible. Eso sí, la sensación de triunfo sobre mí misma que alcancé al pisar el suelo fue tremenda, tanto que terminé lanzándome en sus brazos. Estaba orgullosa de mí y él me levantó entre sus brazos demostrando que él también lo estaba. El amor nos vuelve a todos un poco imbéciles.

—Recuerda que siempre, siempre, puedes superarte a ti misma y sorprenderte. Tienes muchas cosas que demostrarte aún.

Y nos besamos ante la atenta mirada de tres monjes budistas que estaban apostados a la sombra. Y si yo me hubiera visto desde fuera habría tenido ganas de tirarme un cubo de pintura rosa encima y revolcarme en purpurina, a ver si me ahogaba entre tanta moñez.

Nos fuimos justo cuando el templo cerraba. Nico sacó su mapa maltrecho del bolsillo trasero del vaquero recortado y me preguntó si quería ir andando o volver a cruzar el río. Yo estaba tan cansada…, ¿podíamos volar al hostal? Lo vio poco probable cuando se lo dije, pero le hice sonreír. Y valió la pena ser un poquito gilipollas.

—Mira, si cogemos el barco podemos volver a la explanada del Gran Palacio, vamos hacia el Saranron Park y después tenemos… como unos veinte minutos andando.

Le agarré del brazo, me colgué de él y lloriqueé lo más alto que pude. Tuvo que ceder. Cogimos la barca en sentido contrario para volver a la otra orilla y allí paramos a un tuk tuk; a Nico no le hizo mucha gracia, pero menos gracia iba a hacerle que me pusiera a llorar como una niña de tres años. Me dolían las piernas, tenía calor y aún no se me habían secado los calcetines que me mojé cuando diluvió en el Gran Palacio. Además, la experiencia de ir en uno de esos trastos infernales fue interesante. Hasta le gustó. Al bajar habíamos sorteado la muerte en un par de ocasiones, olíamos a gasolina y tubo de escape y nos moríamos de la risa. Una ducha y a cenar. Ya… Una ducha… Me presenté en el cuarto de baño como si fuera a irme a la playa, biquini incluido. Porque no llevaba traje de buzo, que si no habría cargado hasta con un arpón. Nico me siguió curioso hasta allí dentro.

—Lo de las chanclas lo entiendo. Lo del biquini no.

—No quiero estar desnuda ahí —le dije señalando las paredes del rincón que hacían las veces de «ducha».

—La pared no va a sacar brazos para tocarte, Alba —me aclaró—. No pasa nada por estar desnuda.

Arrugué el labio.

—¿Te has dado cuenta de que no hay papel de váter? —le dije en voz baja, como si alguien pudiera escucharnos y ofenderse.

—Me ha llamado más la atención que no haya puerta.

Me volví hacia el vano asustada para darme cuenta de que, efectivamente, no había puerta. Nico se mordió los dos labios por dentro para aguantarse la risa. Gracia a mí…, la justita. Finalmente claudiqué y me quité el biquini, pero le pedí encarecidamente que lo hiciéramos por turnos. Imaginar tropezar con él y terminar tocando los azulejos con la piel desnuda me ponía enferma. Buena reportera de guerra habría sido yo…

 

 

Salimos de nuevo a la calle mucho más «elegantes». Al menos pude ponerme un pantalón baggy con una camiseta de tirantes y unas sandalias. Nico llevaba unos vaqueros tan rotos que apenas podían llamarse vaqueros y una camiseta blanca de manga corta. Y así nos fuimos a Khao San Road a cenar, cogidos por la cintura, ilusionados, cansados y… enamorados. Compramos un pad thai en un puesto callejero y unas cervezas Chang en un Seven Eleven y nos sentamos en un escalón, en plena calle, a cenar. Detrás de nosotros, apostados junto a una farola, unos policías tailandeses comían del mismo puesto que nosotros.

—Pues no se está tan mal —suspiré antes de dar un trago a la cerveza helada.

—Claro que no. No hay manteles de hilo ni jazz, pero ¿quién dijo que esto no era un lujo?

Le sonreí y me concentré en el movimiento sin fin de gente que paseaba arriba y abajo de aquella concurrida calle. Comiendo como si no lo hubiera hecho en dos o tres días, me quedé pensativa. Nico y su silencio. Estaba tan decidida a vivir que hasta la vida misma se me olvidaba estando con él. Sí, era un lujo. Algo pasó trotando frente a nosotros y exclamé:

—¡Mira! ¡Un gatito!

El supuesto gatito paró a tres pasos de distancia y se plantó sobre sus dos patas traseras, haciendo gala de su larga cola y de sus dos prominentes dientes delanteros. No, no era un gatito. Era la rata más grande que había visto en mi vida. Di un grito ensordecedor que hizo que la policía se pusiera en tensión detrás de nosotros. Antes de que Nico se diera cuenta yo ya estaba subida a su espalda, con el plato de pad thai haciendo equilibrios sobre su cabeza.

—¡¡Una rata!! ¡¡Una rata, por el amor de Dios!! —grité como una loca.

Nico cogió el plato de tallarines al vuelo, lo apoyó sobre el suyo y trató de tranquilizarme. Y yo aullaba como si me estuvieran matando, para alegría de los policías, que se morían de la risa. La rata se fue corriendo entre la gente sin que nadie reparara en su presencia.

—Pero ¡¡qué asco!! —seguí gritando.

—Cariño… —Se reía Nico—. Es solo una rata.

—¡¡Qué coño!! ¡Si podríamos galopar encima de ella de vuelta a casa! ¡¡¡¡¡Arg!!!!!

No. No cené más. Y no, no volví a probar el pad thai en toda mi estancia en Tailandia. Para mí siempre sería sinónimo de roedores gigantes. Cuando llegamos a la habitación me dio la neura de abrir la cama y mirar minuciosamente las sábanas. No quería más sorpresas. Cuando me quedé tranquila, porque lo único que encontré fue un pelo mío, me desnudé y me metí dentro. Sí, sin hacer pis. No quería mear con la puerta abierta y con Nico en la habitación. Él se apoyó en el vano de entrada al baño y sonriendo me preguntó si ya me iba a dormir.

—Sí. Tengo un asco que me quiero morir.

—Ahora te lo quito —contestó de soslayo.

Cogió la botella de agua que habíamos comprado y se metió de nuevo a lavarse los dientes. Gruñí, con eso no había contado. Me volví a levantar y me coloqué a su lado con el cepillo en la mano. Él mismo puso la pasta antes de que empezara a frotarlo con vehemencia contra mis dientes.

—¿Te imaginas a Hugo aquí? —farfullé con la boca llena de espuma.

—A él también le saldría espuma por la boca —bromeó. Dio un trago al vaso de plástico que había llenado de agua y se enjuagó—. No lo imagino meando delante de ti.

—Yo tampoco te imagino haciendo eso a ti.

—Pues vas a tener que salir. —Se rio—. Porque me he bebido dos cervezas.

Terminé de lavarme los dientes y corrí de nuevo a la cama, donde me tapé por encima de la cabeza.

—Eres una pija —se descojonó él.

—Hazlo rápido.

Y él seguía riéndose. Era horroroso, pero…, ays, mi Indiana Jones… Sin sexo ni amor, aquella noche dormimos de un tirón. Y sin haberlo planeado, me ha salido un pareado. Yo soñé que tenía que mear delante de un montón de gente del trabajo, que me aplaudía dándome ánimos. Cuando me desperté tenía tantas ganas de hacer pis que me importó tres pares de narices que Nico estuviera en la habitación. Eso sí, le dije que si entraba le mataría.

 

 

Aquel día desayunamos tostadas y tortitas en una especie de puesto de la calle, sentados en unas sillas de plástico y apoyados en una mesa cubierta por un mantel de hule que habría hecho gritar a Hugo. Pero la comida estaba buenísima y el zumo de manzana que nos sirvieron también. Nico se mostraba tan contento que no parecía él.

—Te sientes tan en tu salsa aquí… —le dije—. Me va a costar volver a verte en traje.

—Y meando detrás de una puerta cerrada —se burló.

—Ves, eso sí lo echo de menos. Puertas. —Suspiré soñadora—. A la vuelta creo que te voy a pedir que te des una vuelta por la recepción del hostal antes de subir.

—Trato hecho. —Me guiñó un ojo mientras masticaba.

—No entiendo cómo puedes verte tan cómodo en estas condiciones estando acostumbrado a los lujos de tu casa.

—Ni que viviera en la Zarzuela.

—Tú ya me entiendes.

—Me adapto muy rápido y lo cierto es que todos esos «lujos» —dibujó las comillas en el aire con sus dedos— me dan bastante igual.

—Dime, Nico, ¿qué haces en una oficina como la nuestra?

—Ganarme la vida. —Se encogió de hombros.

—¿Y por qué no con la fotografía?

—Porque la fotografía no da dinero.

—Eh…, no has probado a ganarte la vida con ello.

—Supongo.

—¿Puedo darte mi opinión?

—Me la imagino, pero claro. —Se limpió la boca con una servilleta y me miró atento.

Sus dos ojos azules me parecieron más claros que nunca. Le daba la luz de la mañana en la cara y sus pupilas, mucho más pequeñas de lo normal, cedían espacio a ese color tan claro y glaciar. La comisura de su boca se arqueó hacia arriba y, sin saber por qué, yo también sonreí.

—Creo que de la oficina lo único que te interesa es Hugo.

—No estoy enamorado de él, sino de ti.

Oh, Dios. El vuelco del estómago fue el equivalente a ponerme del revés.

—No intentes distraerme.

—No lo hago. Cuento con que ya sabes lo mucho que te quiero.

Sonreí, pero volví a la carga.

—Estáis muy ligados el uno al otro.

—Y tanto. Los dos queremos a la misma mujer.

—No me refiero a eso. Me refiero a todo lo demás.

—Ya casi no hay nada más. Todo se reduce a ti. Hasta el espacio. ¿O es que no te has dado cuenta de que apenas vamos a El Club? Hemos empezado a delegar por no perder un segundo contigo.

Y no ceder un segundo al otro, eso no hacía falta que lo dijera; lo sabíamos los tres.

—¿Por qué…? —empecé a decir.

—Porque me hace feliz —me atajó.

—Eso ha sonado muy homosexual.

—Bah, no seas tan cerrada. Un hombre puede querer a otro sin tener que desearle sexualmente. Creo que ya ha quedado bastante claro que no nos ponemos nada.

—Eso ya lo sé. Solo estaba bromeando. Quiero entender qué hace una persona que habla de la fotografía como tú lo haces disfrazado de traje y haciendo números y documentos excel.

No contestó de inmediato. Rumió la pregunta, como si la estuviera masticando para poder digerirla. Cogió aire y, simplemente, fue sincero:

—Supongo que me he agarrado a lo que conozco.

—¿Y qué papel juega El Club en tu vida?

—Ninguno. —Negó con la cabeza.

—Pero dijiste que serías el primero en dejar la oficina si la cosa empezaba a marchar bien.

—Porque tampoco juega ningún papel en mi vida.

—¿Y qué lo hace?

—Las personas. Tú, él, mi familia. La paz. No lo sé, Alba. No sé por qué hago las cosas que hago, solo sé que soy feliz.

—¿Y no lo serías más con una cámara en la mano?

—¿Y no lo serías tú escribiendo? No sé, la vida te pone ciertas cosas delante y tú vas haciéndolas funcionar.

Su respuesta no me satisfizo. En aquel momento Nico me pareció mucho más desvalido de lo que nunca imaginé. Estaba a la deriva de sí mismo, como si solo se hubiera permitido tener las cosas claras en cuanto al sexo y a las personas, como si no se hubiera dado margen para desear más allá de aquello. Pero sabía que no lo entendería porque Nico era una de esas personas cuyas explicaciones sobre sí mismo están demasiadas capas por debajo de la piel. Nico era un iceberg, como imaginé cuando le conocí. Ahora conocía un cuarenta por ciento, pero es que ni siquiera él sabía qué había en la zona más profunda. ¿Necesidad? Creo que Nico buscaba un sitio en el mundo, sin importar cuál fuera. Y él pensaba que su sitio estaba junto a Hugo. Y ahora junto a mí. Habíamos aunado las dos cosas que más quería: su hermano sin sangre, casi el único hombre que consideraba familia, y el amor. Quizá yo debía hacer lo mismo: dejar de preocuparme por todo y solo buscar mi sitio. Y ser feliz. Pero, no sé si por mi formación o por mi naturaleza, yo no podía dejar de hacerme preguntas. ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Por qué? Y, sobre todo en aquel momento…, ¿hacia dónde?

Nico dejó unos billetes encima de la mesa y se levantó, dando por terminada nuestra conversación. No porque le incomodara; seguramente porque consideraba que no había más que decir. Desde ese punto de vista, Nico era fácil. No había demasiadas dobleces en su comportamiento, por mucho que escondiera partes de sí mismo. A veces decía más con las cosas que hacía que con las que decía. Era fácil traducirlo.

 

 

Aquella mañana hicimos algo que me pareció precioso: caminamos durante algo más de media hora hasta un lugar que la gente conocía como el templo de mármol. Aún era pronto y no había demasiada gente. Cuando entramos me impresionó mucho. Era una edificación de mármol blanco, con techumbres rojizas y decoración de pan de oro. Estaba situado en una gran explanada de piedra gris y césped. Pagamos la entrada y compramos dos ofrendas a Buda y, una vez en su interior, Nico me cogió de la mano y se acercó a una mujer que caminaba hacia una de las estatuas junto a sus dos hijos. Le preguntó si hablaba inglés y cuando ella le dijo que un poco, le pidió que nos explicara cómo podíamos hacer una ofrenda, tal y como ellos la realizaban. La mujer miró a sus hijos y nos dijo que tenía prisa, pero que nos ayudaría de otra manera. Se acercó a una anciana y, en tailandés, le trasladó nuestra petición. La mujer, con la cara surcada de arrugas, nos miraba con desconfianza, pero terminó cediendo y nuestra improvisada intérprete nos dijo que solo teníamos que hacer lo mismo que ella. Después se marchó.

La anciana iba hablando entre dientes en su lengua y se acercó hasta una de las estatuas de Buda, delante de la que se arrodilló. Flipé con la flexibilidad de la abuelita. Primero encendió la vela con unas cerillas, que nos tendió amablemente. Nosotros hicimos lo mismo y la colocamos en una especie de candelabro pequeño que estaba dispuesto frente a nosotros. Ella se puso a rezar y nosotros, simplemente, miramos a la imagen de Buda. Cuando terminó, cogió el capullo de nenúfar y lo ofreció también, dejándolo en un pequeño jarrón. Nosotros hicimos lo mismo y ella volvió a rezar. Después encendió el incienso y colocó las varitas en paralelo a la vez en un cuenco. Nico y yo volvimos a imitarla. Ella siguió rezando rápido y entre dientes. Cogió la lámina de pan de oro pequeña y la pegó a los pies de la figura de Buda. Nos animó a hacer lo mismo con gestos y nosotros así procedimos, mirándola para asegurarnos de estar haciéndolo bien. Ella asintió y volvió a recitar una oración, con esa media voz que se le da a las cosas que se dicen con devoción. No sabemos lo que dijo ni lo que pidió, pero después juntó las manos y se reclinó hacia delante. Nosotros lo hicimos también. Me tiraron las lumbares; vaya, tenía que hacer más gimnasia. Se incorporó y repitió el movimiento. Nosotros con ella. Hasta tres veces, tras las cuales nos hizo una seña, como un «ya está» universal, y señaló a dos monjes budistas que estaban apostados en el interior, sentados en una especie de atril a tres dedos del suelo. Nosotros nos levantamos, hicimos una reverencia (con las manos unidas) para agradecérselo, y nos sentamos delante del monje con la cabeza agachada, como tres jóvenes más. Entonces el monje empezó a hablar. No entendimos nada de una charla que duró cinco largos minutos. Habría dado cualquier cosa por un traductor simultáneo, porque la verdad es que parecía estar diciendo cosas sabias. Cuando terminó, mojó en un cuenco una especie de plumero pequeño y nos bendijo, salpicándonos de agua. Su ayudante se acercó y fue atando unos hilos de colores en nuestras muñecas, tras lo cual se volvió a retirar junto a su maestro o lo que quiera que fuera para él el monje más viejo. Miré a Nico.

—Dime que sabes tailandés y que nos han deseado una suerte de la hostia.

Sonrió.

—No sé ni palabra, pero leí acerca de esto y casi siempre hablan de resistir al pecado, de ser fieles a los preceptos de Buda y esas cosas. —Asentí desilusionada. Esperaba el secreto de la existencia humana o el sentido de la vida—. Pero si quieres me invento que nos ha deseado suerte en esta vida y que nos ha dicho que nos reencarnaremos en seres superiores.

—En extraterrestres —dije muy seria—. Sería lo lógico.

—Claro que sí. —Me envolvió con su brazo por encima del hombro y los dos salimos del recinto, sintiéndonos de pronto mucho más limpios y algo más sabios.

 

 

A las seis de la tarde, en punto, sonaba el himno nacional en la estación de tren y todos los tailandeses paraban lo que quisiera que estuvieran haciendo en un gesto de respeto, con la mano sobre el pecho. Nico se puso a fotografiarlo todo como un loco, corriendo sigilosamente de aquí para allá, arrodillándose en los rincones para captar el momento desde todos los ángulos posibles. Me hizo sonreír su rictus, serio y concentrado. Dios. Ese chico debía darse cuenta de que tenía que perseguir el sueño de hacer de aquel su trabajo. Pero tenía que darse cuenta él.

Con bastante puntualidad el tren salió de la estación y nosotros nos acomodamos en nuestra litera. Al viajar con un billete de segunda clase compartíamos espacio con otra pareja, cuya litera estaba justo frente a la nuestra. El aire acondicionado estaba puesto en modo «frío glacial» y tanto la pareja de franceses, que serían nuestros compañeros de viaje, como nosotros empezamos a ponernos toda la ropa que teníamos a mano. Corrimos las cortinas buscando un poco de intimidad y cortar el avance del chorro de aire congelado. Escuchábamos las risitas de la otra pareja, que pelaba la pava sin demasiado reparo. Nosotros nos acomodamos en la litera de abajo, un poco demasiado estrecha para dos, la verdad, y nos pusimos a repasar el plan para el día siguiente y nuestra estancia en la playa. Elegimos uno de los hoteles, confiando en que tuvieran habitaciones disponibles, en la playa de Ao Nang y después simplemente nos tumbamos a darnos calor el uno al otro y a hablar sobre nuestras vidas.

—Mi madre odia que salgamos de viaje —confesó—. Se pone nerviosísima. Probablemente ahora tiene todo el salón lleno de estampitas y velas. Si no fuera porque mi padre le ha comprado unas velas de coña a pilas, un día de estos tendríamos un disgusto.

—¿Es sufridora?

—La que más. Siempre dice que tendría que haber tenido solo un hijo para no pasarlo tan mal, pero… se lio a parir, la mujer.

—No hables así de tu madre —le regañé riéndome.

—Ah, no. No lo digo para mal. Es la supermadre. Dominó una casa con cuatro hijas adolescentes tirándose de los pelos.

—¿Y qué hacías tú?

—¿Yo? Tratar de pasar desapercibido. —Se rio—. En esa casa por menos de nada te caía una colleja que casi nunca te correspondía. Pero como seguro que habías hecho algo por lo que se la habían dado a otro, pues nada, la aceptabas y ya está.

—Suena divertido.

—Sí. Lo es. Un día tienes que venir a casa. Le gustará conocerte.

—¿Sí? —pregunté ilusionada.

—Sí. Dirá que eres muy guapa y probablemente alabe tus… atributos femeninos.

—¿Rollo… «buenas caderas para parirme nietos»?

—Sí. Es probable. Después te sentará en la mesa de la cocina y te obligará a comer hasta que quieras morir.

—Sigue sonando bien.

Se echó a reír.

—No te creas que es todo bonito. Después llamará a Marian para preguntarle de dónde cojones has salido, si cree que eres de fiar y mascullará entre dientes que le has parecido demasiado de ciudad.

—Oh, vaya. ¿Lo dice de todas a las que llevas?

—Sí. Del centenar y medio que he llevado. —Le di un codazo y él se descojonó—. ¿Y tus padres? ¿Cómo son? —preguntó.

—Pues mi madre es como si nos mezclaras a Eva y a mí y añadieras treinta años más. Refunfuña mucho, pero es muy cariñosa. Mi padre es un señor tranquilo que se rasca el bigote y al que le gusta que todo esté ordenado y organizado. Es una casa… apacible.

—Cualquiera lo diría conociéndoos a vosotras dos.

—No creas que Eva va hablando de caca por ahí siempre.

—Ya, ya me imagino.

Me giré hacia él. En la penumbra que provocaba la cortina azul eléctrico que nos resguardaba de miradas, sus ojos volvían a parecer casi negros.

—Tus padres deben de ser muy guapos —le dije.

—No. Yo soy una mutación genética.

Solté una risotada y él se acercó y metió las manos por debajo de mi sudadera.

—Ah…, las tienes frías.

—Caliéntamelas.

Metió las manos bajo mi sujetador y las mantuvo sobre mis dos pechos, que se movían un poco con el vaivén del tren. Se rio como un crío. Los hombres y las tetas…, un idilio sin fin.

—Ni siquiera sueñes que voy a tener sexo contigo aquí.

—¿Por qué?

—La pregunta en sí es absurda. Estamos en un vagón dormitorio compartido, que no tiene puerta, porque parece que en este país las puertas están infravaloradas, y además hay una pareja de franceses pelando la pava en la litera de enfrente. Así, por decir algo.

—Vale. Entonces dices que estamos en un tren nocturno, de camino a una playa paradisiaca, solos en una litera y mis manos están calentándose con tus pechos…

Manipulación masculina. Que nadie la subestime.

—Ni lo sueñes.

—Tarde.

Se subió encima de mí y le rodeé con las piernas. Indiana Jones y la llamada de la selva, se llamaba aquel capítulo del viaje. Tiró de mis pantalones hacia abajo y yo me resistí. Me hizo cosquillas y terminé dándole una patada sin querer que lo lanzó hasta la otra parte del camastro. Se quejó entre risas y volvió a intentarlo, tirando rápido desde los tobillos. Mi pantalón terminó en sus manos y se lo envolvió en el cuello, como un trofeo de guerra. Las carcajadas alcanzaron hasta a la gente que pasaba por el pasillo hacia el vagón cafetería (una manera bastante optimista de llamarlo, la verdad. El equivalente eufemístico de la palabra «baño», para que me entendáis). Escuchamos a unos españoles decir que «ahí dentro se lo están pasando bien». Nico se quitó la sudadera con capucha y después la camiseta. Jo. No valía…, me encantaba su pecho marcadito, el vello que le cubría parte de la piel (muy poca) y su desordenada línea alba, que se aventuraba dentro del pantalón. Se miró a sí mismo y, mordiéndose el labio inferior, cogió su erección y la marcó para que yo también la viera. Vale, no le hacía falta ningún proceso lento y tortuoso de seducción; ya me tenía. Me quité la sudadera y la camiseta en silencio. Él se desabrochó el pantalón, se deshizo de él haciendo contorsionismo y lo dejó junto al resto de prendas en un rincón alejado. Después se tendió sobre mí, entre mis piernas, y nos besamos. Su lengua entró en mi boca con fuerza. La pareja de al lado creo que hasta contenía la respiración, esperando averiguar si nos estábamos dando el lote o íbamos a ponernos a follar. Ni una cosa ni otra.

—Voy a hacerte el amor despacio. ¿Vale? —susurró en mi oído.

Asentí. Me quitó las braguitas, pero no el sujetador. Se quitó la ropa interior y me acarició para comprobar si estaba húmeda. Empezaba a estarlo; sonrió.

—¿Sabes qué?

—¿Qué? —Y los dos susurrábamos muy bajito.

—Eres lo más bonito que me ha pasado en la vida.

Me arqueó y me penetró. Abrí la boca para gemir pero me la tapó con la suya. Se movió dentro y fuera de mí. Oh, Dios. ¿Cómo podía yo ni siquiera imaginar fingir que no quería? Yo sabía bien que sí.

—¿Esto es parte de la aventura? ¿Sexo en un vagón de tren? —le pregunté.

—Es parte de quererte tanto.

Nos fundimos en un beso y en un abrazo y mecimos nuestras caderas hasta encontrarnos. La colisión fue silenciosa pero nos hizo vibrar.

—Desde que os conozco…, Dios, me he vuelto loca.

Negó con la cabeza y me penetró de nuevo.

—Esta es Alba. Los que nos hemos vuelto locos somos nosotros. Por ti.

Llevé la cabeza hacia atrás, dejando el cuello accesible para su boca. Lo recorrió entero con besos hasta llegar de nuevo a mis labios. Su erección me abría con placer, haciéndole hueco, dejando un espacio en mi interior para él. Fue empapándolo hasta que se deslizaba suavemente en un recorrido que terminaba con sus caderas clavadas entre mis piernas. Gemí bajito. Se escuchó una risita fuera y Nico sonrió.

—Que se rían cuanto quieran, nena. Nadie se quiere como nosotros dos.

Cerré los ojos porque no pude evitar acordarme de Hugo. Hugo y yo también nos queríamos, ¿no? Quizá no como nosotros dos, pero sí de una manera diferente, intensa… Nico no se dio cuenta de mi turbación o la achacó al placer. Solo aceleró las arremetidas. Solía pasar. Pensábamos en hacerlo lento, amoroso y al final terminábamos con estallidos de fuegos artificiales y más pasión de la esperada. Aquello era lo que necesitaba yo: sexo loco en un tren. Como dos amigos en el viaje de sus vidas, olvidando toda norma social, divirtiéndose. Jadeé cuando se movió dibujando un círculo con sus caderas y dio en ese punto especial… Volvió a hacerlo. Un cosquilleo creció por dentro.

—Sí…, más, más.

—Mi niña… —gimió—. He estado toda la vida preparándome para conocerte.

Nico sonrió, me besó y me llenó la boca con su lengua. Nuestros vecinos de vagón pudieron escuchar entonces el chasquido de nuestra piel al encontrarse y los jadeos de los dos. Nada exagerado, solo lo que se nos escapaba de entre los labios. Nico frunció el ceño y me dijo que estaba cerca. Lo notaba. Estaba llenándome por completo, tirando de mi piel, palpitando en mi interior. Yo también me contraía a su alrededor, presionándolo. No me hizo falta tocarme…, solo me corrí con alivio, en silencio, pegada a su cuello, y él se dejó ir dentro de mí en dos movimientos más, alargando la última penetración clavado en mi interior.

—Oh, Dios…, nena.

La pareja de franceses no se lo pensó y lanzó un «olé» al aire. Yo me quise morir un poquito entonces, pero me dio la risa y a Nico también. Era parte de nuestro viaje, de conocernos, de llevarnos al límite y de jugar a tantear los límites. En aquel tren nocturno nos deshicimos en un orgasmo, pero también de alguna carga invisible que había pesado hasta entonces entre los dos. Nos vestimos rápido y después nos acomodamos satisfechos para dormir, aunque era pronto. Al día siguiente seguiríamos jugando. Y viviendo. Aunque a veces es lo mismo.

—Nena…, prométeme algo.

—Lo que quieras.

—Hagamos nuestro cada minuto que vivamos juntos —susurró con un mechón de mi pelo entre sus dedos—. Así podremos querernos siempre.