Me desperté sobresaltado, incorporándome automáticamente. Jadeaba. Estaba empapado en sudor y me dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. Me faltaba el aire. Esa presión del pecho. Joder. Esa presión del pecho no me dejaba ni respirar. Alba se levantó y me miró preocupada.
—¿Qué pasa, Hugo? ¿Qué te pasa?
No podía responder. La aparté un momento como pude y me senté en el borde de su cama, dándole la espalda. Miré al suelo e intenté controlar mi respiración. «Las vetas de la madera, solo concéntrate en eso».
Años atrás estuve sentado en aquella cama con otra chica. Ella no lo sabía, aunque supongo que lo imaginaba, como casi todo lo que yo guardaba dentro. Follé con una chica en ese mismo colchón. Me la tiré porque estaba aburrido y ella siempre parecía muy dispuesta a que me acercara más. Después volvió con su novio y yo volví a mi vida. Vida vacía. Complaciente. Hedonista. Yo creía que Alba ya lo sabía todo, hasta cosas que no existían aún, hasta cosas que pasaron antes de que naciéramos. Alba era de pronto el origen de todo y el destino de cualquier pisada. Por el amor de Dios, era de locos. Joder, era como si alguien de cien kilos estuviera sentado en mi pecho, presionándome la garganta con los dedos. Creí que estaba sufriendo un puto infarto. ¿Qué coño había soñado?
—Hugo…
—Estoy bien —conseguí decir interponiendo la palma de la mano entre los dos para que no se acercara más.
Alba correteó hacia la cocina en braguitas y una camiseta de tirantes que no llevaba cuando nos acostamos. Había soñado con mis padres. Eso lo sabía. Tantos años sin prestar atención a su ausencia y ahora me golpeaba de aquella manera, ¿por qué? Yo tenía aceptada la pérdida; no superada, porque nunca se supera despertar un día siendo huérfano. Pero habían pasado muchos años, la vida había seguido. Fue duro, pero esas cosas pasan. Ya no estaba enfadado. Ya no sentía rabia. Ahora tenía aceptado que fue una triste coincidencia. Una rueda que revienta y un coche que se sale de la carretera. Una tragedia, sí, pero… Se arrodilló delante de mí y me tendió un vaso con agua y hielo. Cogí aire. Sus manitas me tocaron la frente, el cuello y las manos, supongo que buscando averiguar si tenía fiebre. Temblaba. Bueno, los dos temblábamos, pero yo lo disimulaba mejor.
—Estoy bien —le repetí.
—¿Qué te ha pasado?
—No lo sé. He soñado… cosas raras.
Fruncía el ceño. Estaba preocupada. Y yo tenía un nudo en la garganta y ganas de llorar. Unas horribles, monstruosas e irrefrenables ganas de llorar, pero sabía que no era por mis padres. Era algo…, otra cosa. Una viva, palpitante. Algo nuevo. Algo que llevaba pensando sin reflexionar mucho tiempo, que había despertado y que yo apartaba porque me resultaba incómodo. La amenaza de… ¿perder más?
Yo no podía perder más cosas; ya había perdido hasta la cabeza. Tres meses antes lo único en lo que habría pensado en aquella situación era que a Alba se le marcaban los pezones bajo la licra de la camiseta y que estábamos de puta madre para una mamada. Pero en ese momento yo tenía ganas de llorar. Y querer llorar me provocaba más ganas de llorar. Me las quité de encima como pude; Alba se agarró a mi brazo, como si estuviéramos despidiéndonos en una estación en mitad de la noche para no volver a vernos más. Creo que ella también estaba a punto de llorar y sin ni siquiera saber por qué. La aparté otra vez, suavemente, y le pedí que me diera un momento. Ella se echó en mis brazos.
—Hugo, Hugo…, ¿qué te pasa?
Estaba aún medio dormida. Reaccionaba como no lo hubiera hecho estando despierta; en otra situación ella habría creído disimular su preocupación bajo una pátina fina, muy fina, de fingido desdén, pero en sus ojos brillaría la misma pregunta. Ahora, en ese estado, olvidaba cuánto le importaba hacerse pasar por invencible. Pero yo no podía atenderla en aquel momento y, resoplando, me metí en el cuarto de baño. Estaba muy agobiado. La presión había cedido, pero sin remitir del todo se había desplazado un poco más abajo. ¿Qué me dolía? ¿Era el recuerdo de haber pasado días sin ella? ¿Era la soledad de mi piso? ¿Aquella cena con amigos de la universidad tan aburrida? ¿Darme cuenta de que la vida sin ella no era vida ni era nada?
Nico.
Apoyé la frente en la puerta tras la cual Alba me preguntaba si necesitaba algo, si llamaba a un médico, si… Yo no la escuché. Nico. Certeza. Seguridad. La otra pérdida.
Me separé de la puerta y miré al techo. Joder. ¿Por qué? ¿Por qué, Alba? ¿Qué hacer cuando te debates entre el amor y la lealtad hacia la única persona que llena tu vida? Cuando una de las dos balanzas se desequilibra no cabe la posibilidad de no elegir… Abrí la puerta y ella se abrazó a mi cuerpo desesperada.
—Por Dios, dime algo. ¿Estás bien? Me estás preocupando.
Le acaricié el pelo.
—No es nada, piernas. —Tragué con dificultad. Nada. Nada, piernas. No es nada. Repítetelo, créelo, convéncete. NADA. La abracé y me aclaré la garganta—. He reaccionado raro. No te preocupes, mi vida. Es solo una pesadilla. Aún estoy medio dormido.
—No. No es eso. Lo sé.
Lo sabía. Ella lo sabía.
—No seas tonta.
Estudió mi expresión mirando hacia arriba, estirando el cuello. Dos meses, Hugo, dos meses. Y los meses se convierten en años, y los años en décadas. Las cosas se estropean. Se deterioran. Se alejan. Se olvidan. ¿Qué quieres? Es la vida. Ahora es dulce y aun así a veces deja un regusto amargo. ¿Cómo será dentro de un año? Tú la querrás más. Él la querrá más. Si tiráis con fuerza la romperéis. Fingí una sonrisa y la besé.
—No me hagas esto. Me estás mintiendo —gimoteó.
—¿Puedes no hacerme caso, por favor? Ha sido una regresión a los siete años. No he pensado.
—Estabas tan…
—Ya está. Venga, piernas…, a la cama.
—No voy a poder dormirme otra vez, no intentes convencerme —se quejó.
Pero los párpados le pesaban ya. En ese momento la sonrisa fue sincera. Maldita niña, joder.
—Vale, pero acompáñame a la cama. Allí me sentiré mejor.
Cayó dormida en menos de cinco minutos con mis dedos dentro de su espesa melena. Mi cabeza derrapaba a toda velocidad. Mierda, Hugo…
Yo sabía que Nico me quería. Yo sabía que era recíproco, que él sentía por mí lo mismo que yo por él, pero también tenía la certeza de que éramos personas completamente diferentes y que ante un mismo problema, estímulo o motivación reaccionaríamos de modos distintos. ¿Y si empezábamos a quererla sin freno? ¿Qué pasaría con nosotros dos? ¿Qué pasaría con lo que me unía a él? Era la única persona en el mundo que me quedaba.
Abracé fuerte a Alba antes de salir de la cama. Le dejé una nota en la cocina diciendo que había salido a correr, pero lo que hice, para mi total vergüenza, fue bajar al sótano, al pasillo nunca concurrido de los trasteros, y llorar como un crío. La primera vez en catorce años. La pérdida. La amenaza de la pérdida fue la que me había asfixiado.