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Costa de Galicia, febrero de 2005

 

Era de noche cuando el taxista dejó al inspector Julián Leal en la que llamó de manera grandilocuente «Plaza Mayor». En realidad, no era más que un pequeño cuadrilátero de cemento con unas pocas farolas encendidas. La calle principal estaba desierta y sumida en un silencio sepulcral, como si a la aldea se la hubieran tragado las páginas de Pedro Páramo. Había llovido y las viejas casas señoriales goteaban. La bandera del ayuntamiento —un modesto edificio de tres plantas sin nada destacable— caía mortecina. Solo se veía luz en un local más allá del arco del Coso Viejo. Era el único bar de la aldea y apenas había cambiado en los últimos treinta años; el inspector lo recordaba bien: los mismos anuncios de helados la Menorquina, Mirindas y Coca-Cola, la misma pizarra donde se escribía el menú del día y el mismo voladizo del balcón con el toldo verde y el nombre con las letras deslucidas: EL CERSO.

Tuvo la tentación de acercarse, pero lo pensó mejor y pasó de largo.

La única pensión quedaba cerca. El rótulo estaba apagado y la puerta cerrada. Después de llamar insistentemente, apareció una mujer cubriéndose con una bata con quemaduras de cigarrillos y cara de perplejidad.

—¿Qué quiere usted?

—Hablamos ayer por teléfono, reservé una habitación. Soy Julián Leal.

La mujer le observó con desconfianza. Era evidente que no recibía muchos huéspedes.

—Debió de hablar con mi marido, pero no me ha dicho nada. Seguro que se le olvidó. Últimamente tiene la cabeza como las maracas de Machín... ¿Ha dicho Leal? —La mujer lo estudió con mayor atención y crispó los labios—. Aquí había una familia con ese apellido, hace mucho. ¿Es usted pariente?

—Mi padre era Martín Leal. Vivíamos en la casa del cruceiro.

La mujer lo miró de arriba abajo como si viera a un fantasma. Pareció dudar, pero finalmente se hizo a un lado.

—Pise en el felpudo, el suelo está recién fregado.

Julián observó el papel antiguo de las paredes, el timbre sobre el mueble de la recepción y el teléfono de color verde con botonera blanca. Todo parecía atrapado en el pasado, la mesa de madera deslucida con revistas atrasadas, la silla con un cojín y el olor a cera vieja. La tulipa de la única lámpara, de tela rojiza, les daba a las sombras un aire canalla, de prostíbulo barato.

La mujer buscó en una caja con media docena de gruesas llaves.

—¿Piensa quedarse mucho?

Julián no lo sabía. ¿Cuánto puede ocultarse el lobo entre las ovejas antes de ser descubierto? La mujer se fijó en la bolsa de viaje. No traía equipaje para una estancia prolongada.

—No puede traer mujeres ni comida. Tampoco se puede fumar en las habitaciones.

Julián cogió la pesada llave y sonrió entre dientes; no pensaba llevar comida ni mujeres. Subió a la habitación y dejó la bolsa sobre la cama sin prestar atención a la colcha floreada ni al crucifijo sobre el cabezal. Las puertas del armario no encajaban, pero al menos había perchas y el olor de naftalina era soportable. El baño era un cuarto rectangular y estrecho, con azulejos antiguos de color marrón. Se reclinó sobre la bañera descascarillada y abrió el grifo. La tubería hizo un ruido de tragadora; el sumidero estaba atascado.

—Bienvenido al Ritz —murmuró, moviendo la cabeza con resignación. Se lavó la cara y al alzar el rostro se encontró con su reflejo en el espejo.

Se preguntaba cuándo empezaría a caérsele el pelo. El oncólogo le había dicho que no ocurría siempre, las terapias habían avanzado mucho. Buscó en la bolsa las pastillas, llenó un vaso y las tomó disciplinadamente en el orden prescrito. Últimamente fantaseaba con su propio entierro, quién estaría presente, qué cosas dirían sobre él. Si somos la huella que dejamos en los demás, la suya se borraría con facilidad. No se había casado, no tenía hijos y, excepto Virginia y su marido, Luis, no tenía amigos. Una vida de trabajo y soledad. Una vida tirada a la basura.

Después de ducharse ordenó las camisas, los pantalones y la ropa interior. Abrió el ordenador portátil y consultó el correo. Tenía mensajes que habían eludido el filtro del spam: uno de un supuesto hombre de negocios nigeriano que aseguraba estar buscándole porque era el beneficiario de una herencia millonaria, otro de una chica rumana que se ofrecía en matrimonio a través de un enlace porno y un tercero que le recordaba que debía pasar la ITV del vehículo.

También tenía un mensaje de @Clara1976.

Hola, desaparecido. Hace tiempo que no sé de ti. ¿Ya no te interesa Kubrick?

Pensó en responderle, pero estaba demasiado cansado.

Ningún mensaje del hospital. Seguía en lista de espera.

A lo lejos se oyeron las campanas de Santa Cecilia dando los cuartos. Desde la ventana se veían la carretera desierta y las farolas, que emitían una luminosidad amarillenta y vacía. Pensó en un cuadro de Hopper, y luego en Streets of Philadelphia. «Nada ha cambiado», pensó.

Se tomó un somnífero y se metió en la cama. Con suerte, lograría dormir tres o cuatro horas sin pesadillas.

Tendría que madrugar. El ascenso hasta el cruceiro iba a ser difícil.

 

 

Se puso en marcha con el guía antes de que el sol apuntase alto.

Lo único que se oía era el andar del inspector moviendo las hojas muertas a su paso y, saliendo de algún lugar en la profundidad del bosque, un pájaro carpintero que hacía crepitar la madera. Algunos carvallos mostraban sus troncos podridos, colonizados por hongos y musgo amarillento. La niebla lo envolvía todo. A ratos perdía de vista la espalda del viejo que se había ofrecido a acompañarle.

—¿Está seguro de que es por aquí? No recuerdo esta parte del bosque.

El viejo ni siquiera se molestó en detenerse.

—Tan seguro como que dentro de media hora va a caer el diluvio. Así que, si quieres llegar arriba, más vale que aprietes el paso.

Continuaron andando durante un buen trecho. Poco a poco, la espesura fue perdiendo densidad. Al cabo de un rato empezó a oírse el rumor del mar, y el bosque se fue apartando sin esfuerzo. En el último tramo, el viejo remontó la pendiente con brío. Cuando el inspector le alcanzó, estaba sin resuello. El viejo le echó una mirada con aire burlón.

—En Barcelona se te han reblandecido los músculos.

Julián podría haberse justificado con el cáncer, hablarle de los estragos del pazopanib o darle una charla sobre la angiogénesis y las tirosinas cinasas, pero bastante tenía con recuperar el aliento y no vomitar el desayuno.

El viejo señaló hacia la derecha.

—Allí lo tienes. Del tiempo de Prisciliano dicen que es, y eso debe de ser mucho, aunque por aquí todo parece poco.

Una ráfaga de viento retiró momentáneamente la gasa de niebla y apareció la silueta del cruceiro. Apenas tenía un metro y medio de alto. Más allá, el horizonte caía abruptamente, sobrevolado por gaviotas que planeaban en las corrientes con una belleza sin prisa.

—Lo recordaba más grande —dijo Julián.

El viejo alzó la cabeza hacia el cielo y husmeó el aire.

—La memoria ensancha o acorta a su gusto lo que quiere recordar y lo que prefiere olvidar... ¿Sabrás encontrar el camino de vuelta o prefieres que te espere?

Julián estudió el terreno.

—Creo que me las apañaré.

El anciano observó con recelo el chubasquero recién estrenado y las botas nuevas que lucía el inspector.

—No es buena idea acercarse al acantilado con esta niebla. El terreno es traicionero y viene la tormenta fuerte.

Julián alzó la mano en señal de que lo había escuchado.

—Conozco bien las traiciones del lugar. Me crie aquí.

Se acercó hasta la base del cruceiro. La piedra desgastada tenía una inscripción en el estípite: «Beati qui non viderunt et crediderunt». Debajo, grabados con una navaja, estaban los nombres de la cuadrilla: Fouliña, Susana, Carmen, Gregorio y el suyo, con una fecha y un lema: «03/06/1973. Nosotros contra todos».

Se le dibujó una sonrisa pequeña. A veces, buscando las raíces uno acaba encontrando la tierra. Eso decía su padre.

Las ruinas de su casa estaban a pocos metros. Apenas quedaba en pie una parte de la estructura, y dentro había crecido una pradera de helechos que el paso de algún animal había aplastado. Maderas podridas, trozos de piedra y cemento viejo. Habían pasado más de treinta años desde el incendio, pero todavía recordaba las llamas haciendo estallar los cristales y los trozos de tela de las cortinas revoloteando como pajarillos incendiados y enloquecidos.

Rodeó las ruinas y se acercó a las tumbas de sus padres. Sometidas a la intemperie, las lápidas se reclinaban la una sobre la otra, como si se consolaran mutuamente, ahí arriba, solos y olvidados por el mundo.

 

Martín Leal Prieto 1914-1975

María Luisa Pérez López 1923-1977

 

Julián tenía once años cuando enterraron a su padre. Se acordaba de la casulla morada del padre Guillermo sacudida por el viento, de la lluvia que caía de lado y del frío. También de que no acudió nadie de la aldea, excepto Toño, el antiguo compañero de armas. Su padre y él habían combatido en la 150.ª División del Ejército del Norte durante la Guerra Civil. Tío Toño, así le llamaba Julián, aunque en realidad era el padre de Fouliña y Susana, solía recordar las veces que su padre y él se salvaron mutuamente la vida en tantas batallas, reales o ficticias. Era como de la familia, y tenía un bigote espeso que amarilleaba por culpa de la nicotina. Julián no había olvidado el anillo en su meñique, el paraguas que sujetaba el día del entierro y el olor de su chaqueta de cuero mojada. Tampoco había olvidado lo que Toño le susurró al oído mientras los sepultureros echaban paladas de tierra sobre el ataúd de su padre:

—En esta vida se recoge lo que se siembra.

Un trueno sacó a Julián de su ensimismamiento. Alzó la mirada al cielo; el viejo que le había llevado hasta ahí estaba en lo cierto, iba a ser una tormenta de las buenas. Gruesos nubarrones se acercaban girando sobre sí mismos y empezaban a caer las primeras gotas.

Se aproximó al borde del acantilado. Abajo, las olas rompían con fuerza. Cerró los ojos un instante y respiró hondo.

 

 

Imagino lo que pensaste, inspector; he pasado por eso: la incertidumbre, el miedo a sufrir... Solo necesitabas dar un paso más y dejarte llevar por el vuelo breve de un instante. Ya nada importaría, todo acabaría sin darte cuenta. Dar un paso más, sentir la fuerza del viento que rodeaba tu cuerpo, la puntera de las botas rozando el vacío. Solo ceder, era lo único que debías hacer. Permitir que la gravedad te reclamara. Pero no lo hiciste, no cediste.

Tú no eras como tu padre. Y tampoco como tu madre. No eras de los que abandona sin pelear.