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El viejo no tardó en hacer correr la noticia de que el hijo de Martín Leal había regresado a la aldea.

—Yo mismo lo he subido hasta el cruceiro. Está cambiado, pero es él. Los mismos ojos verdes que su padre y ese mechón blanco en la nuca, como una pluma.

Los parroquianos del bar Cerso recibieron la nueva con hostilidad.

—¿Y a qué ha venido ese? Aquí no se le ha perdido nada.

El viejo se encogió de hombros, partiendo un pistacho.

—Supongo que querría ver la casa, o lo que queda de ella.

—O viene buscando remover la mierda.

El viejo chasqueó los labios.

—No lo creo... Ha pasado mucho tiempo desde aquello, y él solo era un crío. Le habrá dado una punzada de nostalgia, como a tantos que se van y luego quieren volver.

—Pues muchos no lo hemos olvidado. Allí arriba solo se sube para mear en la memoria de los Leal —replicó alguien, y los más viejos asintieron.

Fouliña escuchaba la conversación en la otra punta de la barra.

—¿Tú lo sabías? —le preguntó a la Baronesa.

Carmen, la Baronesa, secaba vasos tras la barra manteniéndose al margen de la conversación.

—Algo he oído —dijo fingiendo desinterés.

Fouliña la miró molesto.

—¿Y no me has dicho nada? Joder, Carmen, se supone que somos amigos.

La Baronesa le dedicó una sonrisa hiriente.

—¿Eso se supone?

Fouliña la escudriñó ofendido.

—A veces puedes ser muy hija de puta, ¿sabes?

La puerta del bar se abrió de par en par. Gregorio traía puestas las botas de agua cubiertas de barro y un paraguas con las varillas rotas. Era un niño metido en el cuerpo de un gigante. Tenía cincuenta años cumplidos, pero su mente se había detenido a los doce. Iba vestido con un pantalón que le venía grande atado a la cintura con una cuerda y tenía las hombreras del abrigo desgarradas. Sus ojos escondían algo, tal vez un anhelo triste e insatisfecho.

—¡Cierra la puerta, que te traes toda la lluvia! —le gritó Carmen.

Gregorio respondió con una sonrisa imbécil.

—¿Os habéis enterado? Dicen que Julián ha vuelto.

—Nos hemos enterado.

Gregorio estaba excitado.

—¿Podemos ir a verlo? Seguro que está en la pensión de Ramona.

Carmen soltó la bayeta sobre la barra, de malhumor.

—Nadie va a ir a ninguna parte. Si quiere algo, ya sabe dónde estamos.

Gregorio buscó la complicidad de Fouliña, pero este se limitó a encogerse de hombros. Gregorio parpadeó un par de veces sin comprender.

—Pero... es nuestro amigo.

—Eso fue hace treinta años. A ver si espabilas.

Gregorio puso los ojos en blanco, como si le costara entender la dimensión del tiempo. Enseguida, pareció olvidarse del asunto y se acordó de otra cosa.

—¿Quieres un búho? ¿Un par de euros y un bocadillo? —le preguntó a la Baronesa, sacando del bolsillo una figurilla bastante lograda. Hacía pequeñas esculturas con conchas y guijarros que recogía en la playa y vendía por la voluntad. En la aldea, quien más quien menos tenía una.

Carmen señaló la estantería tras la barra. Había media docena de ellas.

—¿Quieres convertir El Cerso en tu museo?

Fouliña movió la cabeza buscándose en el bolsillo del pantalón unas monedas.

—Así no vas a hacerte rico nunca, Gregorio. Tienes que poner a tu obra un precio que la revalorice. —Gregorio no entendía. Fouliña movió la cabeza, se volvió hacia Carmen y le hizo un gesto—. Ponle un bocadillo. Yo lo pago.

—El búho es un animal sagrado —dijo Gregorio tendiéndole la figurilla, que Fouliña examinó sin interés—. No solo sabe, sino que calla lo que sabe. Porque no todo puede ser conocido y, mucho menos, desvelado.

Fouliña y Carmen lo observaron con curiosidad. A veces Gregorio parecía el más listo de toda la aldea.

—Deja el paraguas en el cubo, que para eso está, retrasado. Me estás dejando el suelo pringado de agua —le ordenó Carmen. Gregorio agachó la cabeza, dejó el paraguas en el cubo y fue a sentarse frente al televisor, donde los parroquianos veían el partido de fútbol.

—No sé por qué tienes tan mala leche con él —le reprochó Fouliña a Carmen—. ¿Ya no te acuerdas de cuando éramos niños y andábamos en cuadrilla? —Dibujó una sonrisa maliciosa—. Era al único al que le dejabas que te tocara las tetas.

Carmen ni siquiera se molestó en responder a eso.

—Si no vas a tomar nada más, mejor te largas. Esto no es una casa de la caridad.

Fouliña se dio cuenta de que levantaba con disimulo la mirada hacia la puerta. Luego volvió a limpiar vasos con una sombra de desilusión.

—¿Esperabas que viniera a saludar?

—¡Qué sabrás tú!

Fouliña jugueteaba con unas migas de pan.

—¿No te parece mucha casualidad que, después de treinta años, aparezca precisamente ahora?

Carmen hizo un gesto exasperado.

—A mí no me parece nada.

—¿Y si sabe algo? ¿Y si ha venido como policía y no como amigo?

—Mientras tengas la boca cerrada, todo irá como siempre.

Fouliña se palmeó el muslo y se puso en pie.

—Yo soy como este búho. Sé lo que sé y callo lo que no debe ser dicho.

—¡Déjate de gilipolleces y lárgate de mi bar!

Fouliña hizo un saludo burlón y se encaminó hacia la puerta.

Fuera llovía a raudales. Alzó la cabeza en dirección a la carretera que salía de la aldea. Tal vez a Carmen le diera igual, pero él no creía en las casualidades. Veía señales en todas partes, avisos que para la mayoría pasaban desapercibidos; y, hasta ahora, le había ido bien fiándose de su intuición. Y su intuición le decía que había una razón para que Julián estuviera allí.

Se preguntó qué pensaría Susana de todo eso.

 

 

A la hora de cerrar, Carmen volvió a mirar hacia la puerta mientras barría el suelo y apilaba taburetes y sillas.

«Él no va a venir —se repetía una y otra vez—: eres idiota, cómo va a acordarse de ti, erais unos críos.» Había pasado la mañana en el desván revolviendo los viejos arcones, había recuperado su mejor vestido, cuidadosamente protegido por una doble capa de plásticos, y unos zapatos de tacón negros cubiertos por una fina película de polvo en los que asomó una araña. Pese a sus esfuerzos, no había habido manera de embutirse el vestido. Desalentada, acabó frente al espejo del tocador, palpándose los pechos caídos, la barriga fláccida, la piel segada por las estrías, las rodillas deformadas, las piernas infladas y varicosas. Se puso a llorar y el llanto la enfureció. No entendía de dónde venían esas lágrimas. Evocar el pasado solo le hacía daño. Esa clase de esterilidad que la hacía sentir vieja, ridícula y humillada.

 

 

Y ahí estabas, convertida en lo que eras, sirviendo copas, igual que hacía tu padre, ante los mismos rostros u otros parecidos, escuchando las mismas conversaciones, asfixiándote, detestándolos a todos por igual. Los odiabas, a todos ellos. Pude verlo en tus ojos mientras te observaba a través del cristal desde la calle: atrapada en un mundo de hombres, y después de estos, sus hijos, y sus nietos; borrachos, soeces, siempre escupiendo lo peor de sí mismos. Seguro que, de vez en cuando, fantaseabas con otra vida, ¿verdad? Te lamentabas de tus decisiones, te preguntabas qué color tendrían unos ojos sin la tela vidriosa del alcohol, cómo sonaría una palabra amable en el lecho, qué tacto tendría la caricia de una mano fina, sin las callosidades del trabajo.

Pudiste marcharte, Carmen. Hace mucho tiempo. Pero elegiste quedarte. ¿A qué lamentarse, entonces?