11

La escena, por atípica, resultaba sorprendente. Una paloma se había colado en la cafetería, malherida en una de las alas. Casi le colgaba. Fuera, bajo la marquesina, una gaviota esperaba, como un portero de discoteca. «Ya saldrás», parecía decirle.

En la plaza de la Virreina caía un aguacero impresionante. Los turistas habían huido en estampida de las terrazas, dejando en las mesas consumiciones a medias, ceniceros y restos de comida. Un reguero de agua oscura fluía hacia las alcantarillas arrastrando todo tipo de desperdicios.

Francisco leía el periódico. La paloma que huía de su potencial asesina se refugió bajo la mesa, entre sus pies. Él ni siquiera se dio cuenta. Sus ojos se hundían en la noticia que leía en la sección de sucesos: la muerte de Carmen Laín. Apenas daban detalles, era una crónica de agencia. Una mujer muerta de manera violenta a mil kilómetros de distancia. Una más. La gente tenía otras cosas de las que preocuparse.

Pero él sabía lo que ese asesinato significaba. Dobló el periódico y fue a buscar el paraguas.

—Está usted invitado —le sonrió el camarero al ir a pagar su café.

Francisco había trabajado más de veinte años en una gestoría muy conocida del barrio. Era una figura reconocible entre sus vecinos. Por la calle las señoras le saludaban sin familiaridades, pero con aprecio; los niños le observaban con curiosidad, debido a la cojera, pero nunca le gastaban trastadas; en la cafetería no le daban mucha conversación, pero más de una vez, al ir a pagar la consumición, se encontraba con que alguien lo había invitado, como ese día. Sin embargo, poco se conocía de su vida privada. Sin un pasado, sin nietos a los que consentir caprichos: el viudo de la señora Remedios, el gallego. Una desgracia lo que pasó, pobre mujer. Morir de esa manera tan horrible. ¿Quién podía imaginar algo semejante? Que Francisco lo sobrellevara con tanta dignidad merecía el respeto de todos. Siempre tuvo fama de ser un hombre discreto, con aire de estar pensando en algo grave. No debía de ser fácil ocuparse de todo, la mujer con sus depresiones, la niña pequeña y las responsabilidades. Hacía años que no dormía bien por las noches, y a menudo salía a pasear por las calles desiertas a altas horas de la madrugada. Caminar le ayudaba a aclarar las ideas. Nunca le había asustado el trabajo duro, afrontaba con cierto estoicismo las dificultades, y nunca decepcionó a sus clientes ni a su jefe. En una planta baja de la plaza del Sol estaba la gestoría, y la gente se había acostumbrado a verle subir la persiana todas las mañanas a las 7.45 horas; era como si Francisco encendiera la luz del barrio para despertarlo. Hasta que le dio un ictus y tuvo que prejubilarse. Se comentó que fue culpa del estrés acumulado: el ritmo de trabajo, los problemas con su hija, ya adolescente, y, el remate final, el suicidio de su mujer. Remedios se lanzó por el patio de luces desde un sexto piso. Algo horrible, cómo quedó la pobre, con una pierna enredada entre los tenderos, arrastrando en la caída pinzas, sábanas y bragas colgadas. Estrelló la cabeza contra un macetero del bajo. Los bomberos contaron que estaba irreconocible.

Al poco de aquella desgracia empezaron las habladurías sobre la hija. La muchacha, que ya desde niña era un poco especial, rebelde y bulliciosa, se descarriló completamente al faltar su madre. El pobre Francisco, enfrascado en el trabajo y en sus lecturas —cada uno se refugia del dolor como sabe o como puede—, no podía hacer carrera de ella. El ictus, del que quedaría la secuela de la cojera, algunas lagunas en el lenguaje y la prejubilación, solo vino a complicar las cosas entre padre e hija, que nunca fueron fáciles, por otra parte. Corrían rumores de que ya con dieciséis años tenía una vida desordenada, que andaba con hombres mucho más mayores y varios viernes, de madrugada, la habían encontrado completamente borracha en los bancos de la plaza Mercè Rodoreda. En más de una ocasión, la Guardia Urbana la había acompañado hasta casa, completamente ida, gritando e insultando a los agentes, para vergüenza y mortificación de su padre. Al principio, el barrio aceptó con cierta comprensión su actitud. Superar la muerte de una madre no es sencillo para nadie, y la adolescencia era la peor edad para recibir un golpe tan duro. Pero esa vaguedad fue transformándose en irritación, en queja, y, finalmente, en hostilidad cuando se supo que la policía la había detenido con una mochila en la que llevaba benzodiacepinas y que las estaba vendiendo a otros chicos en la calle. Eso, vender drogas a sus hijos, era del todo inaceptable.

Cuando desapareció de Gracia —se contaba que Francisco la había mandado a Madrid a estudiar la carrera de periodismo o para apartarla de las malas compañías, según la versión—, muchos respiraron aliviados.

Desde luego que un padre no comparte la hostilidad de los vecinos hacia su propia hija. Al menos, no de manera pública. De puertas afuera, no dudaba en defenderla con firmeza, negando los chismorreos sin importar las evidencias que los confirmaban: su hija era muy inteligente, sensible, devoraba los libros de su biblioteca, escribía cosas increíbles, era educada, reservada tal vez, con una imaginación desbordante. Su hija, aseguraba, haría grandes cosas en la vida.

Y hasta que cumplió los diez años, más o menos, lo creyó de verdad. Amaba a aquella criatura, la paternidad era un descubrimiento agotador y fascinante. Vino a darle sentido a un matrimonio que, para entonces, empezaba a cuestionar sus decisiones en la vida. Vida nueva, ciudad nueva, una hija. Podían dejar atrás el pasado. Remedios floreció con su llegada, fue como si renaciera más luminosa que antes. La niña no tardó en convertirse en el centro de su existencia, y eso le pareció bien a Francisco. Volvía a tener motivos para trabajar más, para progresar, dejar atrás los temores y las heridas. No tardó en ascender en la gestoría, compró a buen precio el piso de la calle Verdi, más grande, luminoso y alegre que donde habían estado viviendo todos esos años de alquiler en Nou Barris. Remedios era feliz. Todo iba bien. O él decidió creerlo.

Pero el universo tenía una cuenta pendiente con él, y el universo nunca olvida nada. Debería haber detectado que algo no iba bien, darse cuenta de la fragilidad de su mujer, ver las pequeñas grietas, como capilares que se quebraban y que anunciaban silenciosamente el desmoronamiento por la presión constante, durante años, del agua aprisionada. Francisco se negaba a ver que la dulzura de su mujer solo era una careta de caos e infelicidad, un lugar oscuro en el que las estrellas chocaban entre sí, destruyéndose sin afán creador. El cosmos nació del dolor. Eso solía decir.

Decidió concentrarse en el trabajo, escapar de aquel ambiente ensombrecido por llantos repentinos, gritos o episodios de laxitud en los que Remedios se negaba a salir de la cama, siempre con las ventanas bajadas, quejándose de dolencias reales o imaginarias. No soportaba ver que su hija la seguía como un perrito buscando un amor y un cariño que a veces llegaba y otras no. Las reacciones de Remedios eran imprevisibles, desarrolló un lenguaje extraño, impropio en una madre con su hija: le hablaba de ángeles que la llamaban, de demonios que la torturaban. En ocasiones le lanzaba frases mordaces, en las que nunca quedaba claro si hablaba en serio o en broma, si lanzaba elogios o la denigraba con sus burlas irónicas. Otras veces le gritaba. No explicaba sus actos y Francisco no se lo exigía. Si hacía algún comentario sobre el daño que le estaban infligiendo a su hija, Remedios se ponía roja de furia y empezaba a insultarlo.

Prefería evitarlo. Empezó a apuntarse a todos los congresos, viajes, reuniones posibles. Siempre tenía trabajo, siempre salía tarde de la gestoría y se marchaba de casa temprano. El resto del tiempo se enfrascaba en sus lecturas. Su hija empezó a cambiar, y siguió haciéndolo hasta que Francisco renunció a entender en qué se había convertido ni cuál era exactamente la relación que tenía con ella. Eran dos extraños que compartían un espacio que no podía llamarse hogar, centrifugados por el agujero negro de la energía que proyectaba Remedios, sobreviviendo a ese efecto por su cuenta, cada cual con sus propias estrategias.

Hubo un detalle que, tantos años después, seguía doliéndole. Cuando su hija cumplió los doce años Francisco le hizo un regalo especial. Una versión ilustrada y carísima de La historia interminable que Waldo, su librero de confianza, le vendió a precio de amigo. Entusiasmada, su hija corrió a mostrarle el libro a su madre. Aquel día, Remedios parecía tener un buen día, se había aseado y vestido con ropa de calle. Cogió el libro abierto que su hija le enseñaba y, de repente, con una frialdad absoluta, empezó a arrancar las páginas, una tras otra. Su hija empezó a gritar tratando de arrebatárselo, pero Remedios lo aferraba con fuerza.

—¡Eres una puta loca! —dijo de repente su hija mirándola desafiante.

Fue demasiado. Francisco le abofeteó la cara con furia.

—No te atrevas a hablarle así a tu madre.

En el revés, le partió el labio con el anillo. No lo hizo a propósito, y se arrepintió al instante. Pero el daño ya estaba hecho.

Nada volvió a ser lo mismo a partir de ese día. En adelante viviría bajo un yugo de silencio tenso, escrutado continuamente por la mirada acusatoria de su hija y la de Remedios, cada vez más alejada de él.

—Cobarde. Eres un cobarde.

Esas fueron sus últimas palabras, las últimas que escuchó en boca de su mujer antes de que se tirase por la ventana del patio interior cuatro años después.

—Menudo día tenemos, Francisco —le dijo un vecino, protegido bajo un balcón de la lluvia torrencial—. Como siga lloviendo así, salimos de aquí en barca.

Francisco le devolvió la sonrisa, educadamente. Se quiera o no, uno se ve arrastrado inevitablemente a ser lo que otros esperan de nosotros: él era Francisco, el gallego, el de la gestoría Antonio Corominas, un hombre educado. Lo peor es saber que se es otra cosa, cargar con ese peso, ocultarlo. Callar.

«Cobarde, eres un cobarde», le dijo Remedios.

«Cobarde, eres un cobarde», le dijo durante años la mirada de su hija.

Siempre se le dio bien eludir las tragedias, ponerse de perfil o dejarse llevar sin oponer resistencia. Pero esta vez, con la noticia de la muerte de Carmen Laín en el bolsillo, sabía que eso ya no era posible.

 

 

Waldo vio a su viejo amigo entrar en la librería con su paso parsimonioso, resoplando y respirando con dificultad. El rostro tenso. Se conocían desde que Waldo abrió la librería, un traspaso de una antigua trapería que, entre otras muchas cosas, vendía libros de segunda mano. El antiguo propietario compraba de saldo bibliotecas enteras a particulares, sin discriminar. En el barrio se había quedado esa memoria y seguían refiriéndose a la pequeña librería de la calle San Luis como la del Trapero. A Waldo le molestaba, por parecerle peyorativo. Pero, en todos aquellos años, ni siquiera se había molestado en cambiar el escaparate o poner un rótulo diferente. Y, en realidad, seguía vendiendo libros de segunda mano que compraba en los puestos del mercado de San Antonio, desalojando pisos sin herederos o de gente con dificultades económicas. La diferencia era que, antes de venderlos, los leía absolutamente todos, cualquiera que fuese el tema sobre el que versaran, por lo que había acumulado una cultura autodidacta, enciclopedista y bastante inútil, pero que le proporcionaba una facilidad increíble de palabra. En el barrio caía bastante mal, los vecinos no entendían su mordacidad y les disgustaba su aspecto, un tanto descuidado. Tampoco ayudaba que Waldo se pasara la mitad del día ebrio; las tres primeras copas le servían para afilar la lengua, las tres siguientes para contar una sarta de mentiras, y las tres últimas para liar la bronca con cualquiera por el motivo más insignificante. Le traía sin cuidado lo que pensaran de él o que ya casi nadie entrase en su librería; vivía según la máxima de su admirado Valle-Inclán:

—Despreciar a los demás y no amarse demasiado a uno mismo; he aquí la clave de la felicidad.

Por razones que escapaban a los demás, Francisco y Waldo eran amigos. Esa amistad se basaba, principalmente, en su afinidad lectora. Cuando ambos estaban de buen ánimo, les gustaba sentarse detrás del mostrador y retarse dialécticamente.

—Tienes una cara que da pena —dijo el librero a modo de saludo.

—Estuve leyendo hasta tarde.

—Acuérdate de la advertencia de Cervantes: el mucho leer y el poco dormir acaba sorbiendo el seso.

Francisco miró a Waldo, tratando de averiguar el grado de borrachera que arrastraba. Las pupilas le brillaban, ligeramente dilatadas, y su voz era algo pastosa, pero aún estaba en condiciones de mantener una conversación mínimamente estimulante.

—«Cuando no se tiene nada que perder, pueden correrse todos los riesgos.» ¿Adivinas de quién es la cita? —lo retó.

Waldo paseó la lengua por los labios agrietados. Sus ojos se pusieron tan blancos como Jorge de Burgos memorizando en qué estante de la biblioteca infinita que guardaba en su cabeza había oído eso.

—¡Ray Bradbury! —exclamó con expresión de triunfo—. Fahrenheit 451.

Francisco sonrió ladeando la cabeza.

—Casi, pero es El hombre ilustrado.

Waldo ensombreció el rostro y sus ojos, un poco alocados, se exaltaron:

—¡Te digo que esa cita es de Fahrenheit 451!

Francisco temió un arranque de mal genio de su amigo. Mejor darle la razón.

—Puede que tu memoria sea mejor que la mía.

Waldo se enroscó con gesto nervioso la pringosa bufanda en torno al cuello y le señaló con sus dedos huesudos.

—Me das la razón como a los locos.

Francisco meneó la cabeza, realmente sorprendido por haber llegado a ser amigo de alguien semejante. Alrededor de Waldo podía condensarse la tensión de una tempestad sin motivo alguno, era imprevisible, ciclónico, irascible. Sin embargo, al observar con atención uno podía ver más allá. En muchos aspectos, Waldo le parecía más honesto y de fiar que cualquiera de sus vecinos. Se regía por códigos de honor en desuso, como aquel Alonso Quijano que aprendió la caballería en los libros. Un ser decimonónico, para el que la palabra dada era un pacto sagrado. Alguien a quien estaba dispuesto a confiarle el secreto mejor guardado de su vida.

—¿Cuánto vale la palabra de un hombre decente, Waldo?

Waldo lo miró con ojos vidriosos y amarillentos.

—¿Ahora vas a recitar a Beckett?

Francisco suspiró impacientándose.

—Hablo en serio.

Waldo asintió pensativo.

—Para empezar, antes de cuestionar cuánto vale la palabra de un hombre decente, debería darse con uno. «Dame diez justos y perdonaré a la ciudad.» Palabra de Yahvé. Y la ciudad se condenó.

—¿Dirías que nosotros somos esa clase de hombres?

Waldo se mesó la larga y descuidada barba, mirándose las puntas de los pelos como si en ellas estuviera escrita la verdad suprema.

—Eso depende de cómo se mire. Un perro sarnoso puede ser más de fiar que un caniche gigante. Pero si le dejas la puerta de casa abierta, se largará.

—Y en esa metáfora, quién eres tú.

—El perro sarnoso, evidentemente... Hoy estás muy raro, amigo mío. ¿Qué te inquieta?

Francisco deseaba que alguien fuera capaz de entrar en su ser y aceptarlo tal y como era, sin necesidad de fingir, sin que lo juzgaran.

—¿Recuerdas lo que te conté de Galicia?

Waldo se fijó en las órbitas hinchadas de su amigo, en la carne hundida de los pómulos. Se dio cuenta de que algo iba muy mal.

—Estaba bastante borracho, pero no lo suficiente como para haberlo borrado. Y recuerdo haberte dicho que lo dejaras, que era peligroso.

Francisco sacó el recorte de periódico del bolsillo y lo extendió sobre el mostrador.

—Demasiado tarde. Ya ha empezado.

Waldo cogió el papel y leyó deprisa la muerte de esa mujer en Galicia. El letargo en que lo sumía la nube del alcohol se esfumó deprisa.

—¿Estás seguro? Puede que sea una casualidad.

Francisco negó lentamente.

—La gente como tú y yo no acepta esa incógnita en la ecuación. Las casualidades no existen.

Waldo frunció el entrecejo.

—¿Vas a ir a la policía?

Francisco volvió a negar.

—No serviría de nada, y no pienso pasarme el resto de mis días en la cárcel... En realidad, siempre he sabido que esto acabaría pasando, y tengo un plan.

Las personas viven aturdidas por lo que no entienden, asombradas, incrédulas cuando algo que son incapaces de controlar les estalla en la cara, y entonces buscan desesperadamente un plan, una ruta de huida, algo que los saque del atolladero, que los libre del caos.

—No hay plan, Francisco. Si esto significa lo que crees, solo puedes entregarte, contarlo todo.

Francisco cerró un instante los ojos. ¿Podía ser aquella una venganza absurda del destino por lo que hizo treinta años atrás? ¿Existían los ajustes de cuentas divinos? Si hubiera creído en ello, tal vez. Pero él sabía de números, cálculos de riesgos, estrategias para pagar menos impuestos, seguros de vida, de hogar, de coche, inversiones, sociedades. El mundo era un Excel, un balance donde se buscaba el equilibrio entre gasto e ingreso, entre riesgo y beneficio. Ganancias y pérdidas. No había más.

—Dentro de tres días, quiero que entres en mi casa, te dejaré una copia de la llave. Puedes disponer como quieras de mi biblioteca, es generosa y encontrarás algunas primeras ediciones que valen la pena. Si eres listo, podrás hacerte con un buen dinero vendiéndolas.

Waldo se alarmó.

—Hablas completamente en serio. Has llegado a la conclusión de los genios, ¿verdad? Todo lo escrito se reducirá a silencio cuando llegue el polvo del olvido. Por eso has citado a Bradbury. No pienso ayudarte a cometer una locura, si es lo que vas a pedirme.

La voz de Francisco sonó profunda y ronca, ajena a él mismo.

—Los locos, amigo, son los que tienen las razones más cuerdas para tomar ciertas decisiones. No te voy a pedir algo que no puedas hacer, pero sí algo que te pondrá en peligro.

Waldo estudió la expresión de su amigo. Estaba pálido, pero decidido. Nada le haría cambiar de parecer.

—Y supongo que te parece de buen amigo pedirme que me ponga en riesgo. ¿Sabes en qué se basan las amistades duraderas, Francisco? En que jamás se abusa de ellas.

De pronto, Francisco se sentía tremendamente cansado, como si de golpe se hubiera quedado vacío de energía. Y tenía miedo.

—Tienes razón, Waldo. Ha sido una estupidez. Perdóname. —Se dio la vuelta con dificultad, ayudándose del bastón. Renqueante, pero esforzándose por mantener la compostura, se dirigió hacia la puerta.

La voz de Waldo lo detuvo.

—La palabra de un borracho no vale mucho; pero tienes la mía. Haré lo que sea para ayudar.

Francisco se volvió hacia su amigo. Un gesto deformado, mitad dolor, mitad ternura, le adornó el rostro. Waldo se escupió en la palma de la mano y la tendió.

—¿Lo sellamos a la antigua usanza?

Francisco miró aquel escupitajo con desagrado.

—Déjate de tonterías, Waldo.