12

La doctora Andrea sabía por experiencia que las supuestas urgencias que debía atender por teléfono a horas intempestivas solían ser, en realidad, asuntos manejables que podían resolverse de manera convencional. Bastaba con calmar un poco la ansiedad del paciente, hacerle recuperar la perspectiva y citarlo en horario de consulta.

Sin embargo, aquella tarde de domingo, la voz de Francisco sonaba rarísima. La doctora dejó a su marido y a los dos perros en el sofá viendo la película y fue a la cocina a fumar mientras atendía al teléfono.

—Por favor, Andrea. Habla con ella, a ti te escuchará, confía en ti.

La doctora encendió el cigarrillo y utilizó un plato con los restos de la paella como cenicero. En alguna parte quedaba algo de vino del almuerzo.

—Esto es muy inusual, Francisco. No me puedes pedir algo así.

—Es mi hija.

—Y es mi paciente, y mayor de edad. Y no quiere verte, ya lo sabes. Estamos progresando mucho, y una visita tuya, ahora, sería contraproducente. No sé cómo reaccionaría ella.

—Es una situación excepcional, Andrea. No te lo pediría si no fuera así.

Andrea trató de contemporizar. Apuró un resto de vino y observó con resignación el estado lamentable de la cocina. Vasos, platos y sartenes por todas partes.

—Mira, llámame dentro de unos días; la tantearé, pero no te prometo nada. No puedo presionarla.

—Tiene que ser mañana, Andrea. No tengo días, tengo horas.

Lo primero que pensó la doctora fue que todo aquello le sonaba a melodrama. Pero entonces, algo hizo clic en su cabeza. Hacía tres años que trataba a la hija de Francisco, él era quien pagaba las facturas —a veces se preguntaba cómo—, y durante todo ese tiempo se había ceñido a las reglas. Nada de llamadas personales, nada de visitas. Andrea era la interlocutora entre padre e hija por expreso deseo de esta, así que cada cierto tiempo lo llamaba y lo ponía al día sobre los avances de ella. Nunca le había parecido que Francisco respondiera al tipo de padre impulsivo, histérico o impaciente. Jamás había dado señal alguna de mala educación, exigencia, o de ser alguien con tendencia a la exageración emocional. La urgencia era real.

—Hablaré con ella a primera hora. Pero repito que no te prometo nada.

La doctora volvió junto al televisor. Su esposo le hizo hueco.

—Has fumado.

Ella se acurrucó entre sus brazos, abriéndose espacio entre los perros.

—Y tú has dejado la cocina como Sarajevo... ¿Cómo va la peli?

—Magneto va a joder a Xavier.

 

 

Clara se negó en redondo.

—No quiero saber nada de él, y no hay nada que tengamos que decirnos.

Esa negación no era impulsada por el rencor, las cuentas pendientes del pasado o la necesidad de pasar página en la historia con su padre, con su madre, con la infancia y la adolescencia. No tenía que ver con los fantasmas contra los que todavía seguía manoteando. Era temor, miedo, a emprender de nuevo un viaje en vano, a volver a confiar en él y quedarse, otra vez, sola. No podría soportarlo de nuevo.

La doctora sabía que no debía presionarla. La mente de Clara era frágil y todavía estaba muy lejos del final del laberinto. Pero adivinaba en ella, en su interior, una fuerza y una voluntad incomparable respecto a todo lo que había visto en otros pacientes. Clara no tenía vocación de víctima, no deseaba quedarse enjaulada en la autocompasión; quería salir, curarse, empezar de nuevo. Para ayudarla en ese cometido tan difícil debía empujarla más allá de sus límites, aunque doliera. Pero debía hacerlo con mucho cuidado.

—La decisión es tuya, desde luego. Pero yo creo que sí hay cosas que necesitas decirle a tu padre.

Clara miró por la ventana. La lluvia, cada vez más intensa, maleaba y hacía daño a las buganvillas del jardín. Desfiguraba los límites del muro de piedra y las edificaciones de alrededor. La vida cambiaba en un abrir y cerrar de ojos. Era una niña de ocho años en la cabalgata de Reyes y de repente era una toxicómana de poco más de treinta años intentando salir a flote.

—Él me traicionó cuando más lo necesitaba. Era mi padre, tenía que protegerme.

La doctora asintió. Los hijos y los padres dan por supuesto que los pactos de sangre deben llegar hasta las últimas consecuencias, al sacrificio supremo si es necesario. Otra cosa se considera una traición. Pero más allá de ese cliché están los miedos, las debilidades, las personas reales con sus flaquezas y sus errores.

—No lo hizo entonces, pero lo intenta ahora. Dale una oportunidad, Clara. Hasta que no lo mires, cara a cara, y le digas lo que necesitas decirle, seguirás intentando encajar en la realidad sin conseguirlo.

—No puedo perdonarle.

—Nadie ha hablado de perdón ni de justificaciones. No se trata de lo que necesita él, sino de lo que necesitas tú.

 

 

En un frontal del claustro había una pintura mural de un misionero impartiendo la bendición sobre un joven guerrero mexica con una rodilla en tierra. En el suelo estaban sus armas y su penacho de guerra con plumas coloridas. Francisco se fijó en los ojos del guerrero —oscuros y selváticos desde hacía mil años—. Esos ojos parecían hartos de batallas. Pero, en su gesto de derrota, aquel guerrero era trágico y magnífico al mismo tiempo: se había pasado la vida buscando certezas entre la niebla, enfrentado a las razones de hombres enanos, luchando sin hallar descanso, cuando, en realidad, todo resultaba más simple; trágico, pero simple. No importaba lo que sintiera, la fatiga, la náusea, el miedo. Simplemente debía aceptar los hechos, su derrota.

Quizá también Francisco se veía a sí mismo como alguien aplastado por fuerzas superiores, como ese guerrero que rendía la lanza y el escudo. O tal vez Remedios tenía razón y no era más que un cobarde, un manso que se había dejado arrastrar toda la vida sin oponer resistencia. En cualquier caso, quería convencerse de que no era tarde para un último acto de rebeldía, uno que le redimiera ante sí mismo. Ver lo que iba a pasar como un mal necesario, un acto inevitable que sirviera para reajustar los desequilibrios que sus actos habían causado desde aquella noche del 6 de noviembre de 1975. Como si ahora comprendiera claramente que todas las decisiones que tomó después no fueron más que el fruto podrido de aquella primera decisión, un encadenamiento de temores, negación y fingimiento que había arruinado su vida y la de su familia.

Se dio la vuelta. Entre los arcos de piedra apareció la doctora Andrea. Detrás de ella, parapetada como una niña asustada, estaba su hija, mirándole con una expresión que no lograba descifrar.

—Os dejaré solos. —La doctora se volvió hacia Clara y le acarició el brazo—. Estaré cerca. Si me necesitas, solo tienes que hacerme una señal.

La joven asintió. Padre e hija se observaron a cierta distancia, incapaces de aproximarse al otro con el primer paso.

—Tienes buen aspecto —dijo Francisco—. Andrea me ha dicho que estás progresando muy rápido.

Querían ser palabras amables, pero solo resultaban ser eso, amables. Clara no dijo nada. Se sentó en uno de los bancos de piedra. Su pie derecho tamborileaba nervioso en el suelo. Francisco miró una vez más el mural. El guerrero parecía mirarle a él también: «Tu derrota es tan vieja como la mía, si eso te consuela».

—Es difícil empezar. Hay tantas cosas que querría decirte.

Clara ladeó hacia él la cabeza. Lo miró como si quisiera recordar hasta el mínimo detalle de su aspecto, buscar al padre que quería, en el que confiaba ciegamente muchos años atrás. Pero ya casi no quedaba nada de aquel hombre.

—¿Qué quieres, papá? —Incluso le costaba llamarle así. Solo era un desconocido que pagaba sus facturas, una sombra colgada en el armario de recuerdos difusos. Una ausencia.

Francisco le ofreció dócilmente una mano, pero ella la rechazó. Francisco recogió los dedos en el vacío.

—Siento no haber estado cuando me necesitabas.

—Estabas, pero cerraste los ojos —dijo Clara. No había reproche ni emoción alguna. Solo un eco que se perdía bajo el rumor de la lluvia que azotaba el jardín.

—No puedo cambiar el pasado, Clara.

Los ojos de Clara se humedecieron. ¿Qué significa el perdón cuando ya no puede cambiar nada? ¿A quién le servía ahora, a quién sanaba? ¿A su padre o a ella? Francisco se derrumbaba a ojos vistas, todo el andamiaje de su vida estaba colapsando en ese momento.

—Sé por qué te marchaste a México a hacer ese reportaje. Decías que querías salvar a otros, pero lo hiciste para huir de mí. Y eso te destrozó todavía más.

Clara movió la cabeza incrédula. Tanto tiempo después, y él seguía sin querer entenderlo. No había huido, nunca fue su intención. Solo pretendía llamar su atención, lanzarle un grito de auxilio, castigarle antes de poder perdonarle. Pero él hizo lo mismo que hacía siempre. Esconder la cabeza en un agujero. Si no era capaz de aceptar la verdad, de mirarla a los ojos y admitirla, entonces, ¿por qué estaba allí? ¿A qué había ido?

—Sigues tan ciego como entonces, papá. Perdiste a mamá, me perdiste a mí y continúas sin querer abrir los ojos.

—Puedo arreglarlo, Clara. Todavía puedo hacer algo bien. Y voy a hacerlo, hija.

Durante unos segundos, la mirada de Clara fue conmovedora. A pesar de todo, sentía pena por él. Estaba solo, viejo, perdido, atrapado en sus mentiras, en sus negaciones. Se puso en pie, contempló unos instantes el agua que desbordaba la fuente en el centro del jardín.

—Adiós, papá.

Francisco quería retenerla. Pero no sabía cómo hacerlo. Sacó un sobre bastante grueso del bolsillo interior del abrigo y se lo tendió.

—Cógelo, por favor.

Clara miró el sobre con desdén.

—¿Qué es eso?

Francisco dio un paso al frente, le puso el sobre en las manos y le estrechó las muñecas contra el pecho. Su mirada se estaba despidiendo.

—Lo único que puedo hacer ya por ti.

 

 

Noche tras noche desde que leyó la noticia en el periódico, Francisco contemplaba las cosas de siempre sospechando que quizá las veía por última vez. Caras somnolientas y aburridas, alguien leyendo un libro bajo una marquesina, ojos oscuros, verdes, azules, personas altas y bajas, gordas y flacas, cielos ávidos, pasos de peatones descoloridos, amantes con algo azul en ellos, mendigos aliviando el vientre entre los matorrales de un parque, Barcelona observada como Atenas, hoplitas que se disponían a la masacre. Una ciudad que esperaba un buen espectáculo y héroes que llorar al final del día. Al mezclarse con los demás seres humanos, al fundirse con ellos en el anonimato, sabiendo que pronto dejaría de ser uno de ellos, Francisco percibía la tristeza que caminaba a su lado. Aunque quería ver alegría, no veía sino una vida despojada de ilusiones. Animales apretujados en un vagón de carga, esperanzas mentirosas, prisiones invisibles. Comer, dormir, amar y morir. Aferrados a un sentimiento de bondad o maldad demasiado vago, a la ilusión de una felicidad de recurso fácil, apocada, disminuida, confundidos por una retórica hueca que enmascaraba la verdad que él conocía. Habría querido gritarles que despertaran del sueño. Pero nadie le habría escuchado.

No sabía cuándo ocurriría ni quién sería. Pasaban los días, pero no se dejaba engañar. Alguien iría. Y cuando apareciese, estaría esperando.

Y por fin ocurrió.

Todavía estaba oscuro, los camiones de la limpieza recogían la inmundicia de la noche y algunos borrachos dormían entre los parterres. En un charco flotaba un preservativo. Por alguna razón, olía el aire a azahar en la plaza del Reloj. Como de costumbre, Francisco no podía dormir y había salido a pasear el insomnio. Se detuvo en medio de la plaza. Y entonces vio aparecer a un hombre por una de las bocacalles. Caminaba hacia él con tranquilidad. Vestía un traje elegante, con corbata y zapatos relucientes, y sonreía con amabilidad. No solo su boca, sino su cara entera parecía querer apaciguarle. Balanceaba un poco la cabeza como si estuviese disculpándose de antemano. Solo los guantes negros de sus manos desmentían aquella imagen bienhechora.

A Francisco le hizo gracia. Nunca habría imaginado que fuera alguien así, tan correcto, tan pautado. El hombre se detuvo a dos pasos de él. Se miraron a los ojos sin titubeos.

—Viene usted con las manos vacías —dijo Francisco como si matar requiriese alguna forma de herramienta.

El hombre sonrió con un poco de compasión. Tenía los ojos muy oscuros.

—Dígame dónde está lo que busco y terminaremos rápido.

Terminaremos rápido. Era aquella una amenaza elegante. Francisco se encogió de hombros. Debería estar temblando. Sin embargo, el miedo se había esfumado. Era una sensación nueva, liberadora. Casi eufórica.

—Yo no tengo prisa. Ya no voy a ir a ninguna parte.

 

 

Para los epicúreos la muerte no es más que el peaje por la vida. Para los que no tienen su bondad de pensamiento, en cambio, morir es un horror inevitable. Sobre todo cuando es una muerte lenta y muy muy dolorosa. Cuando sufres de esa manera tan horrible comprendes que lo que importa no es la muerte en sí misma, sino la agonía que la precede.

Gritar es humano, llorar, cagarse encima; no hay de qué avergonzarse. En este caso, la ignominia nunca debe recaer sobre la víctima. Él es inocente, haya hecho lo que haya hecho. ¿Y qué había hecho, a fin de cuentas, aquel cojo para merecer el tormento? Proteger a su hija. Hay algo romántico en los actos de altruismo. Romántico, pero inútil. Me di cuenta enseguida de que Francisco no suplicaría por su vida, sabía que sería algo inútil, pero en cambio deseaba que su muerte sirviera para salvar otra vida. No es algo en lo que yo deba entrometerme. No tengo hijos, jamás pensé que fuera capaz de asumir esa responsabilidad. La felicidad de otro. Cargar con sus errores, sacrificarme para que ellos vivan. Francisco no cedería como cedió Carmen. Antes se desharía entre mis dedos sin decir ni una palabra. O eso quería creer de sí mismo.

Mi trabajo fue demostrarle que se equivocaba. Y, aun así, mientras lo desmenuzaba por dentro con la conciencia de un verdugo chino, admiré su entereza. A pesar del martirio, se negó a negociar conmigo.

Al menos pude prometerle que no le haría daño a su hija; eso pude concedérselo. Luego, su cuello, como el de un pajarito, se quebró con un sonido insignificante. No dejé caer el cuerpo. Lo acompañé hasta el suelo y lo contemplé sobre las losas frías.

A lo lejos se escuchaban pasos y risas. Alguien regresaba de una noche de fiesta. Alguien seguía creyendo que la vida es hermosa.