Costa Ártabra, El Ferrol, marzo de 2005
—Cuentan las leyendas que, hace miles de años, enormes mamuts medraban en estas tierras, tigres sables, leones gigantes, que hasta donde alcanzaba la mirada tierra adentro se extendían bosques impenetrables y que al volverse hacia el horizonte se veían cientos de ballenas azules lanzando al aire sus columnas de agua. Eran tantas que en el mar parecía cristalizar otro bosque efímero.
Gregorio agachó la cabeza. Costaba creerlo. Él solo veía estas paredes sin ventanas, sin aire. Ni siquiera podía acercarse a la puerta a mirar fuera. Fouliña se lo había advertido.
—No puedes dejarte ver.
—¿Cuánto tiempo?
—No mucho, hasta que todo se aclare. Pensaré en algo.
Gregorio solo quería irse a casa.
—Aquí no encuentro conchas ni guijarros. No puedo hacer figurillas.
Fouliña le acarició la mejilla, rasposa después de días sin afeitar. Un hombre tan grande y débil. Si alguna vez llegaba a ser consciente de su fuerza, que Dios los cogiera confesados.
—No te preocupes ahora por eso. Anda, come un poco. El bocadillo es de mortadela, y te he traído una Coca-Cola.
Gregorio desenvolvió el bocadillo y se retiró a un rincón a comer con la fruición de un animal que teme que le arrebaten el bocado; era difícil penetrar en sus pensamientos, incluso para él, que lo conocía desde que eran niños. Quizá por eso Gregorio lo había buscado después de la muerte de Carmen para contarle lo que había visto. Y ahora Fouliña no sabía qué hacer con él.
—¿Estás seguro de que viste lo que viste? —Gregorio utilizaba los sentidos de forma caótica, vivía en un mundo en el que él era el único habitante. Quizá había deformado las cosas, construido un relato a base de detalles interpretados erróneamente.
—Vi lo que vi. —Y el gigante repitió los mismos detalles exactamente igual que hizo la primera vez, sin dejar resquicio a una posible conjetura.
La muerte de Carmen había dinamitado desde dentro los cimientos de una pequeña sociedad que vivía en la endogamia, donde se conocía todo de todos, y aquello que se desconocía se sospechaba o se inventaba. En pocos días se puso en marcha la rueda insensible de las mentiras, las exageraciones, los «ya te lo dije», «ya imaginaba algo así», «tenía que acabar mal»... En pueblos como este se lloraba a los muertos y se los vilipendiaba antes de que los cuerpos se hubieran enfriado bajo tierra. Las bajezas más grandes las cometen personas que se consideran a sí mismas honorables, porque no hay perro que se resista cuando se le lanza un hueso que roer hasta el tuétano.
No tardó en aparecer el nombre de Gregorio. Alguien afirmaba que los policías llegados de El Ferrol para investigar el caso habían encontrado cerca del lugar en el que Carmen desapareció una de sus figurillas, un zarapito trinador. Por el momento, buscaban al hijo de Horacio, el pastor, para interrogarle como testigo, pero en esta tierra de vientos cambiantes nunca se sabía. Cuando la turba se mueve buscando una cabeza de turco, encuentra la más apropiada. Aquí eran expertos en la caza de brujas, y quien era inocente bien podía ser culpable si algunos dedos empezaban a señalarlo.
Gregorio empezó a sentirse acorralado, se escondió en las antiguas cuevas de los contrabandistas, pasó la noche al raso, despierto y aterrado. Al amanecer, huyendo por sendas y campo a través, se presentó, destrozado, tembloroso y sediento, en la casa de Fouliña. Si aquello llegaba a saberse, el pueblo entero estallaría en una oleada de rabia y venganza, como ya ocurrió treinta años atrás con Martín Leal. Ninguno de ellos, y Gregorio menos que nadie, estaría a salvo de ese fuego si saltaba la chispa.
—Hay que esconderle mientras pensamos cómo sacarle de aquí.
La idea fue de Susana. Nada de acudir a la policía. Fouliña ni siquiera cuestionó la decisión. Todo fue tan rápido —meterlo en el Land Rover, cubrirlo con una manta y llevarlo lejos del pueblo, a la vieja casona abandonada de los contrabandistas— que no tuvo tiempo de preguntarse si estaba haciendo lo correcto.
—Nos vamos a meter en un buen lío —le dijo aquella noche a su hermana.
Susana se acababa de duchar. Estaba hermosa con el pelo mojado y los ojos tan oscuros, que raramente perdían la serenidad. Fouliña la ayudó a sentarse en la silla de ruedas. Sobre la mesa había un montón de trabajos escolares por corregir, y sobre el montón sus gafas y un bolígrafo. Pensar en Rosalía de Castro y en estudiantes que apenas sabían formular un discurso por sí mismos —se les daba mejor copiar— era lo que menos le apetecía.
—Ya estamos metidos hasta las cejas, hermano.
Susana necesitaba pensar. Estar sola. Empujó las ruedas de la silla hasta el porche, buscó en el bolsillo el canuto de marihuana y exhaló una bocanada dulzona. La noche era fría, sin nubes. Miles de estrellas esperaban algo de ella. Apenas hacía unas semanas había compartido ese mismo firmamento con Julián. Un regalo inesperado. Intentaba no darle mayor importancia, no pensar más allá de lo que había sido, un arrebato, un paréntesis bonito, agradable, antes de volver a separar sus caminos y seguir con sus vidas. Su cabeza siempre encontraba las razones adecuadas, los pensamientos necesarios para enterrar lo que verdaderamente sentía.
Fuera lo que fuese, tendrían que resolverlo ella y su hermano. Como siempre.
—Maldita seas, Carmen, tú y tu maldita estirpe, siempre jodiendo todo lo bueno que me pasa —murmuró apurando el canuto de marihuana.