A la mañana siguiente, Julián quiso visitar la iglesia de Santa Cecilia. El sarcófago de la santa era una joya de la Edad Media, estaba en la cripta y conservaba algunos tesoros de la época de los merovingios.
Don Guillermo, el párroco, había muerto hacía mucho, pero su sustituto, un joven sacerdote con aspecto de haber aterrizado en el pueblo desde la Amazonia, estuvo encantado de abrir la cripta para una visita privada.
—Algunos frescos están deteriorándose muy deprisa por culpa de la humedad —dijo el cura señalando unas grietas en el techo—. Es una pena que el obispado no pueda sufragar la conservación, y en cuanto a las administraciones públicas, bueno, para qué hablar. Todo esto les interesa más bien poco. Se llenan la boca con buenas intenciones en las fiestas patronales, eso sí, y se pelean por ser los primeros en sacar a la santa en la procesión y aparecer en la foto, pero luego, nada.
A Julián se le ocurrió que aquel joven sacerdote —podría haber sido Jeremy Irons en La misión— se llevaría bien con Virginia. Espíritus indómitos. Deambularon un poco más entre las capillas laterales. El sacerdote quiso interesarse por el motivo de su visita. No recibía a muchos forasteros interesados en las obras valiosas de la iglesia.
—No soy, exactamente, un forastero. En realidad, fui monaguillo de esta parroquia, con don Guillermo. Todo el mundo daba por supuesto que acabaría yendo al seminario de los Claretianos en Santiago.
—¿Y qué pasó?
Julián sonrió.
—Pasó que dejé de creer en cuentos de hadas.
El sacerdote puso cara de sorpresa.
—¿Dios le parece un cuento de hadas?
Julián ladeó la cabeza. No tenía humor para enfrascarse en discusiones teológicas.
—Cada cual elige sus placebos; dejémoslo así.
Salieron por la puerta de la sacristía hacia otro de los tesoros ocultos de la iglesia: el camposanto. Era una pequeña parcela rectangular junto a la casa parroquial, bordeada por una verja oxidada que había cedido en algunas partes, inclinándose hacia dentro. La cancela estaba abierta y el terreno entre el que se diseminaban dos docenas de lápidas estaba colonizado por altas hierbas y matojos de espinos. Algunas tumbas eran muy antiguas; en su mayoría, los enterrados allí habían sido antiguos párrocos o hijos del pueblo que habían tenido cierta notoriedad.
—Hay datados entierros desde el siglo XV. Toda una historia silenciosa.
Julián asintió.
—A mi padre le habría gustado descansar aquí. Habría sido su orgullo.
—¿Ya no se hacían entierros aquí cuando murió?
—Algunos, los más privilegiados. Pero el pueblo entero se opuso.
El sacerdote asintió.
—He oído esas viejas historias, lo del incendio. Fue muy injusto todo lo que ocurrió con su familia.
Julián se encogió de hombros.
—Por aquí la memoria nunca se hace vieja, padre. Y, desde luego, yo no buscaría la justicia por estos parajes.
—¿Qué hay de su madre?, ¿vive?
Julián negó con un gesto, como si no quisiera seguir ahondando en el tema.
—Murió dos años después. Y esta vez fue ella la que no quiso ser enterrada en el pueblo; eligió la tumba ahí arriba, junto a su esposo.
El sacerdote buscó algo que decir.
—Fue una época de mucho rencor, por lo que he oído.
Julián se despidió.
—¿Y cuándo no lo son? Mueren unos, nacen otros, pero esa herencia viene en la sangre... Gracias por su tiempo y por la visita, padre.
Un hombre espigado, de tez avejentada prematuramente y calvo fumaba en un peldaño de la entrada a la iglesia.
—¿Qué tal ahí dentro? ¿Qué se cuenta Dios?
Julián se volvió hacia aquella voz.
—No se cuenta mucho... ¿Nos conocemos?
El hombre arrojó lejos la colilla y se acercó.
—¿Tan cambiado estoy para que no me reconozcas?
Al fijarse mejor, Julián sintió que se removía en sus tripas una serpiente adormilada.
—¿Fouliña?
Fouliña asintió con alegría. Una alegría tamizada por el dolor que le provocó la expresión azorada de Julián.
—¿No me vas a dar un abrazo? —preguntó adelantándose a la desilusión.
Julián estrechó aquel cuerpo que olía a pana mojada con una lejana nostalgia. Una vez, hacía muchísimo tiempo, se habían querido como hermanos.
—Ni siquiera una llamada en todos estos años —le amonestó con una mezcla de suavidad y tristeza Fouliña separándose de él, pero sosteniéndole por los antebrazos.
—No había mucho que decir. Me fui, la vida cambió. Eso es todo.
Fouliña movió la cabeza.
—Y aquí estás otra vez... ¿Qué has venido a hacer a esta mierda de sitio? Creía que ya nos habías borrado del mapa para siempre.
—Comprobar que nada ha cambiado.
Fouliña arrugó el entrecejo.
—Ya sabes cómo es esta gente... No se olvidan de las viejas historias. Solo las entierran.
Julián se sintió incómodo. Fouliña se dio cuenta y cambió de tercio:
—¿Por qué no me acompañas y nos ponemos al día? Vamos a tomar una cerveza.
—¿Al Cerso? No creo que sea buena idea.
Fouliña abrió las manos con una mirada pícara.
—¿Para qué coño sirven las buenas ideas si uno no puede estropearlas? Además, tú sigues siendo de los nuestros.
A Julián le hizo gracia eso de los nuestros, como si alguna vez hubiera existido ese plural entre ellos. Solo eran unos chiquillos inconscientes que andaban por el mundo sin conocerlo, «Nosotros contra todos», creyendo que las deudas no se pagan y que las leyes de la infancia son más poderosas que las de los adultos.
No era buena idea buscar el pasado en el presente. Eso solo podía llevarle a la decepción. Aun así, se dejó arrastrar.
No tenían mucho que decirse, como no fuera una sucesión de anécdotas que no explicaban una vida, pero que al menos les permitía caminar juntos.
—¿Ya no sales al mar? —preguntó Julián para salvar el vacío incómodo.
—Casi nunca; cuando murió mi padre vendí la barca, pero todavía conservamos la casa. Susana y yo vivimos ahí. Tienes que venir a verla. Mi hermana se alegrará de verte.
Julián tensó un poco los músculos. Fouliña se dio cuenta. Y reaccionó con un punto de resquemor.
—¿Tan malos recuerdos tienes de nosotros? Coño, Julián, éramos uña y carne, igual que nuestros padres. ¿Ya no te acuerdas? Cuando mi padre quería hacerme cabrear siempre me soltaba la misma cantinela: «Fíjate en Julián, a ver si se te pega algo».
Julián se esforzó en sonreír.
—Mejor que no se te pegase nada, créeme... ¿Cómo está Susana?
—Nos apañamos. Hace unos años tuvo un accidente con el ciclomotor. Para ella no ha sido fácil quedarse atrapada en una silla de ruedas, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Ahora conduce su propio coche y sigue dando clases de primaria en un pueblo a veinte kilómetros. Ha tenido algunos novios, pero al final se acaba cansando de ellos; no sé si te acordarás, pero ya tenía un genio de mil demonios cuando éramos chicos, y en eso no ha cambiado.
Julián se acordaba. Susana fue el primer enamoramiento del sexo sin nacer todavía, asomando, sin embargo, en juegos que iban perdiendo la inocencia. Recordaba la hierba mojada, tumbados uno al lado del otro, sin decirse nada, sin hacer nada, y la humedad de calcetines mojados y chicles de menta para disimular el aliento de los cigarrillos antes de regresar a casa.
—¿Y qué hay de los otros, Carmen y Gregorio?
—Gregorio sigue siendo un niño grande, anda arriba y abajo malviviendo de lo que la gente le da, haciendo sus figurillas con conchas. En cuanto a Carmen —Fouliña torció un poco la boca—, sigue siendo más Baronesa que nunca. Regenta el bar de su padre con la mano dura de costumbre, no hay nada que se mueva en el pueblo sin su permiso, igual que en los tiempos del Barón. Los años la han castigado, como a todos.
Cuando entraron en el bar, se hizo un silencio absoluto. Julián miró alrededor, estudiando rostros mudos e infranqueables. A algunos los reconoció, a otros muchos no. Pero, sin duda, todos sabían quién era él. El hijo de Martín Leal; menudo apellido para un traidor. Fouliña lo llevó hasta una de las mesas más apartadas. Todavía no se habían sentado cuando se les acercó aquel gigante con aire de niño.
—Hola, Julián, ¿te acuerdas de mí? —Trabucaba las palabras sin acabarlas, como si tuviese prisa por decir lo que pensaba antes de que ese pensamiento se diluyese. Julián observó atentamente a Fouliña haciéndole una pregunta muda.
—¿Tú eres Gregorio?
Gregorio fijó los ojos en el suelo. Enseñaba la punta de la lengua como si fuese a mordérsela. La comisura de la boca estaba llena de saliva. Asintió con una certeza insegura, como si no estuviese muy seguro de ser quien era.
—¿Quieres una figurilla? Las hago yo. —Sacó del abrigo un cervatillo de conchas marrones y amarillas—. ¿Dos euritos y un bocadillo?
—No molestes a los turistas, atontado —le recriminó una voz a su espalda.
Julián contempló a aquella mujer embrutecida con desilusión. Los años la habían convertido en un borrón grotesco.
—Hola, Carmen.
Carmen lo miró como se mira a un enemigo.
—¿Para qué has venido? ¿Para quitarles las malas hierbas a tus muertos?
Un corrillo de gente los observaba a prudente distancia. Julián empezaba a arrepentirse de no haberle hecho caso a su instinto.
—De eso ya se ocupa el viento ahí arriba —dijo mirándola con frialdad—. No me quedaré mucho, tranquila.
—Pero primero beberemos. —Fouliña trataba de aligerar la tensión—. ¿Por qué no nos traes un par de cervezas, Carmen?
La Baronesa dudó un instante. Sabía lo que iban a pensar todos, lo que dirían en cuanto se supiera que no había echado a patadas de El Cerso a Julián Leal; su padre se revolvería en la tumba... Pero no podía parar el latido de su corazón ni dejar de mirar esos ojos verdes.
—Una y te largas... Y vosotros —dijo volviéndose hacia los parroquianos que observaban la escena—, ¡¿qué coño estáis mirando?! A lo vuestro, joder.
Julián observó el viejo bar. Las mismas paredes ennegrecidas y sucias, las mismas mesas de mosaico rojo, el suelo de linóleo, las sillas de madera cojas. Incluso entre las botellas de anís y de sidra permanecía, lleno de polvo, el viejo barco de palillos que le había regalado a Carmen al cumplir los diez años. Era como si aquel barco se hubiese quedado anclado en el tiempo, prisionero de aquel lugar. En un rincón, dos gruesos troncos ardían en una chimenea. Las llamas lamían la madera demasiado húmeda. Apenas asomaban sus lenguas azuladas, sin decidirse a crecer. De vez en cuando, un trozo de corteza saltaba por los aires con un chisporroteo.
—Recuerdo esa chimenea como si todavía ardiese el mismo tronco.
Fouliña asintió.
—Es verdad... Ahí se sentaban a jugar la partida nuestros padres.
Julián todavía los veía ahí, su padre apoyado contra la pared con el palillo en la boca, Toño acariciándose el bigote tratando de adivinar la mano de cartas del oponente. Se dejó hipnotizar por aquel recuerdo con la mirada perdida en la lumbre. Sus pupilas brillaban como si fuesen sus ojos los que ardían.
Y nadie se daba cuenta de lo que encerraban esos ojos.
—Tengo que salir de aquí. Ha sido una estupidez venir —dijo de repente, como si despertara. Se dirigió a la puerta sin detenerse, ignorando aquellos rostros cuarteados, fósiles que le juzgaban en silencio.
Fouliña lo alcanzó en la calle y lo retuvo por el brazo.
—Oye, tranquilo... ¿Qué ha pasado ahí dentro? ¿Es por la reacción de Carmen? No se lo tengas en cuenta. —Guardó silencio un instante, escogiendo cuidadosamente las siguientes palabras—. Ha pasado mucho tiempo, pero todavía hay muchos que recuerdan el daño que tu padre le hizo a la aldea.
Julián se revolvió dolido.
—¿Y qué hay del daño que esta aldea me ha hecho a mí, Fouliña?