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Barcelona, abril de 2005

 

Julián no tardó en dar con la vieja. Todo el mundo conocía a Charo. Solía rondar por el descampado, cerca de la vía. Cuidaba un pequeño huerto y tenía algunas gallinas y conejos.

—¿Es usted la abuela de Chinchilla?

Charo se apoyó en el mango del rastrillo y alzó la cabeza. Era muy mayor, pero derrochaba vitalidad. Tenía en los ojos mil lunas vistas. No parecía sorprendida por la visita, tampoco aliviada.

—Te has tomado su tiempo, inspector.

Julián observó el vallado del huerto, alzado con rejillas, telas y maderas. En un rincón había una vieja bañera de plástico. La anciana había plantado judías. Un poco más lejos, dos surcos bien delineados mostraban el indicio de lechugas.

—¿Sabe quién soy y a lo que vengo?

—¿Lo sabes tú? —La anciana se frotó las manos con el delantal. Sacó del bolsillo una cajetilla de cigarrillos y buscó el taburete cercano para sentarse y fumar. Julián se acercó y le tendió la nota anónima que tres meses atrás alguien había dejado en su casa.

—La escribió usted, ¿verdad? Y me envió la grabación. El niño que aparece en ella es su nieto. He tenido que mover mucho para dar con usted.

—Pues aquí he estado todo el tiempo, sin moverme.

La anciana leyó moviendo los labios: «USTEZ TIENE QUE ALLUDARLE POR FABOR. NADIE MAS PUEDE SAVERLO».

—Una de las cosas que más pena me da es no haber tenido un poco de instrucción. Aprender a escribir bien, leer un poco mejor. Pero en mi tiempo las cosas eran así. A los seis años ya te echaban al campo a trabajar, y a los doce ya te estaban buscando un marido. Parir hijos como una coneja es lo único que he hecho toda mi vida. Pero tengo el único regalo que lo compensa todo. Mi nieto. —La anciana arrugó los labios para darle una calada al pitillo. Se notaba que era un vicio nuevo que todavía no dominaba. Una rebeldía de última hora.

A Julián le recordaba un poco a la hermana mayor soltera de su madre, su tía Milagros. Cuando su madre lo repudió y lo envió a Barcelona tras la muerte de su padre, Milagros se convirtió en su única familia. No fue fácil acostumbrarse a aquella mujer desconocida que le estaba esperando en la estación de Francia, que le llamó sobrino y le abrazó como si quisiera exprimirlo. Milagros también empezó a fumar tardíamente, pasados los cincuenta, y a beber más de lo que el hígado estaba dispuesto a soportar. Y como la anciana, también tenía la mirada de quien no se engaña y conoce las reglas del juego: lo que te quita la vida no es nada comparado con lo que te da, pero más vale que no te aferres a ello.

—¿Cómo dio conmigo? ¿Cómo supo que la ayudaría?

La anciana lo miró de soslayo. Era desagradable ver el hilo de saliva que quedaba cuando chupaba, más que aspirar, la boquilla del cigarrillo. Había algo irónico en su expresión.

—¿Quieres decir una vieja como yo, que no sabe ni escribir, que vive en la cloaca de la ciudad? Te sorprendería lo que una abuela puede hacer con la motivación necesaria. Todo lo que es humano se puede corromper. Y no hay nada más hediondamente humano que la Administración Pública. Multas, registro de empadronamiento, número de la Seguridad Social. Puedes pagarle a alguien para que encuentre a quien buscas. Esta ciudad no es tan grande.

—Podría haber acudido a la policía y presentar una denuncia.

Charo dejó caer una risita mordaz.

—¿Y tú qué eres, estibador? ¿Por qué no lo hiciste tú? ¿Por qué no acudiste a tus compañeros o abriste una investigación oficial en vez de ir por tu cuenta?

Porque lo que había visto era algo cuya lógica costaba comprender. Porque la intuición le decía que la advertencia del anónimo era cierta. Nadie más podía saber lo que contenía aquella grabación; no hasta que lo resolviera.

La anciana lanzó al suelo el cigarrillo y se frotó la boca con el dorso de la mano. Sus ojos, hasta entonces mortecinos, se avivaron con un resplandor efímero.

—No te acuerdas, ¿verdad? Supongo que es normal, ha pasado bastante tiempo. Pero uno debería acordarse de las buenas acciones que hace en la vida; a menos que sea un santo, serán la excepción a la regla. Y santo, tú no lo eres.

—¿De qué debería acordarme?

—Yo ya no era joven, pero no era tan vieja. Entonces trabajabas en la comisaría de San Andrés.

Julián abrió un poco más los ojos.

—Hace más de ocho años de eso.

La anciana asintió.

—Mi marido de entonces, que bien muerto está, maldita sea su estampa, tenía el vicio de dejarme preñada y romperme las costillas. Alguien debió de avisar cuando una noche se le fue la mano más que de costumbre. Me dejó bien molida, el muy cerdo. Y entonces apareciste tú, con esos ojos verdes y ese mechón de pelo blanco, todo un figurín. Eras joven y distante, frío, pero me sacaste fuera de la casa y aguantaste mi llorera hasta que pude tranquilizarme y contarte lo que me pasaba. Luego entraste en la casa y te quedaste a solas con mi marido. No sé lo que le dijiste, no sé lo que le hiciste. Pero se marchó para no regresar, me dejó en paz.

—Era mi trabajo.

—No lo era. Lo vi en tu mano, cuando te pedí que me dejaras leértela. Al principio no quisiste, pero al final no supiste negarte. Y lo vi: era algo más, algo personal. Tu pasado de ojos marinos y fuego. Te hicieron daño. Hiciste daño.

Antes de que Julián reaccionara, la anciana agarró su mano por la muñeca, con la palma para arriba. La estudió detenidamente.

—Has cambiado. La oscuridad de entonces es más oscura ahora.

Julián retiró la mano y la cerró.

—Como cualquiera que viva lo suficiente.

—Te expulsaron. Tu madre te desterró de su corazón. Y ese niño abandonado reclama una justicia que se parece a la venganza. Lo vi entonces. Lo veo ahora.

Él fingió desinterés.

—¿Y cómo acaba el cuento?

La anciana lo miró con tristeza.

—Como acaban todos los sueños: despertando. Y será pronto. Tú lo sabes y yo lo sé. Está escrito en tu cara y en tu mano, asoma en tus ojos. A un hombre decente se le ve detrás de las heridas.

—¿Y yo soy un hombre decente?

—No lo eres, claro que no. Pero, al menos, lo intentas. No eres malo, pero no eres bueno. Sabes y callas, no sabes y buscas. Estás arriba y abajo, entre el sueño y el abismo. No estás muerto, pero no estás vivo. Algo te come por dentro. Y cada uno debe cumplir con su propósito.

Julián guardó silencio. Todo esto le sonaba a disparate.

—¿Por qué yo, Charo?

Charo se puso en pie con un suspiro. Una bandada de estorninos formaba una nube sobre sus cabezas. Iban y venían en una sincronía perfecta.

—Yo no conozco a nadie porque los conozco a todos. Y así tiene que seguir.

—Lo entiendo.

La anciana negó despacio.

—No lo entiendes porque no puedes entenderlo. Hay gente muy poderosa, seres capaces de hacerle a mi nieto cualquier cosa para obligarle a callar. Pueden destruir a mi hija, todo lo que me importa.

El inspector empezaba a comprender:

—Acudió a mí porque yo, bueno, no importo. Soy prescindible.

—Tengo mis recursos, inspector. Te he estado observando durante mucho tiempo, más del que puedes imaginar, antes de decidirme a enviarte esa grabación y esa nota. No estaba segura de lo que harías, pero decidí arriesgarme.

—¿Por qué?

La anciana negó con la cabeza.

—Te pasó algo terrible, y ahora quieres salvar a mi nieto para salvar al niño que eras tú. Sabes que enfrentarte a las consecuencias es obligar a la tierra a girar en sentido contrario. Pero no te importa, harás lo correcto. No tienes nada que perder. Por eso acudí a ti. Porque sé que no te pararás cuando te pidan que lo hagas. Lo supe cuando diste con Restrepo y leí en la prensa lo que le habías hecho... Tú ya no perteneces a este mundo ni a sus reglas. A alguien que no quiere nada, no hay nada que pueda ofrecérsele.

 

 

Heredia estaba sentado en una terraza del puerto viejo. Parecía ensimismado con las golondrinas, esas embarcaciones que paseaban a los turistas hasta la bocana.

—¿Comisario?

Heredia ni siquiera se volvió.

—Llegas tarde.

El Blusas se disculpó.

—He dado unas cuantas vueltas para asegurarme de que nadie me seguía, como me ordenó.

Heredia se puso en pie.

—Demos un paseo.

El Blusas caminaba a su lado. Buscaba con avidez una intención en los ojos de aquel hombre, pero solo veía sombras.

—Oiga, me ha llamado y aquí estoy. Diga lo que tenga que decir y acabemos ya.

Heredia lo miró, imperturbable. Sin hostilidad, lo tomó por el brazo acercándose mucho. El Blusas notó la presión de su mano caliente y la sequedad en su propia carne, como si al tocarla se hubiese podrido.

—¿Qué tal te llevas con tu suegra Charo?

La angustia del Blusas se acentuó.

—¿Mi suegra? —Parecía desconcertado—. Pues ni bien ni mal. La aguanto y ya está. ¿Por qué lo pregunta?

A Heredia le gustaba ser comprensivo, guardar las formas en la medida de lo posible, ser civilizado cuando podía permitírselo, pero eso no podía confundirse con debilidad. Con él no había ilusiones posibles. Miró a lado y lado para asegurarse de que no había nadie a la vista. Sin cambiar la expresión, sin un movimiento previo que advirtiera al Blusas, le propinó un terrible puñetazo en el estómago que lo dobló por la mitad. Sin dejarlo caer del todo, lo sujetó con fuerza del cabello tirando de la cabeza hacia atrás y le aferró con violencia la mandíbula. Sus manos eran como una tenaza. Hubiera podido romperle todos los dientes sin esfuerzo.

—Se supone que tú lo tienes todo controlado, ¿verdad? Eres el que manda en el barrio, el delegado de los Cantero. Y se supone que nada se te escapa. Eso es lo que me juraste. Entonces también tengo que suponer que sabes que tu suegra, esa vieja arpía, ha estado hablando con el inspector Leal y que me lo ocultas. O que eres un imbécil que no se entera de lo que pasa en sus narices. Si es el caso, entonces, ¿para qué te necesito?

—¡Le juro que no sé de qué me habla!

Heredia cerró los ojos inspirando. Todos los implicados en el asunto de Restrepo se estaban jugando mucho, pero unos más que otros. Y desde luego, él no iba a permitir que esa mierda lo engullera. Antes dejaría un reguero de cabezas cortadas si era necesario. Niños y viejos incluidos.

—Más te vale ponerle remedio, ahora que todavía estás a tiempo. Si tenemos que volver a vernos, no será para tener una charla tan amigable.

De vuelta en el coche, el Blusas se miró la cara en el retrovisor. Tenía el rostro pálido. Se levantó con cuidado la camisa y se palpó el estómago. Dolía, ese hijo de puta sabía cómo hacer daño. Pero lo que le aterraba no era Heredia, sino los que estaban detrás de él, en la sombra. Había sido un necio al pensar que podría manejar a esa clase de gente. Él solito se había metido en la trampa al aceptar la propuesta de Restrepo. Venderle el niño al hombre lobo.

A menos que hiciera algo, y rápido, su vida, tal y como la había conocido, se había terminado.

 

 

El cuerpo de Charo apareció en un descampado, por debajo del depósito de aguas del Ter. Alrededor solo había cactus y pinos raquíticos. La anciana tenía las manos atadas a la espalda y la cara deformada por los golpes. Un poco más abajo se encontró el arma homicida. Un martillo de punta roma en el que se habían quedado pegados restos de pelo blanco y de hueso.

Aquella misma noche, el Blusas y su hijastro, Chinchilla, desaparecieron del poblado de chabolas. Nadie sabía nada. Nadie había visto nada.

Como de costumbre.