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El comisario colgó el teléfono y se quedó pensativo.

—¿Va todo bien, señor comisario?

Heredia ladeó la cabeza. Soria le preguntaba con su tono complaciente acostumbrado. Aquel viejo subinspector, con su rudeza mental, era incapaz de comprender la complejidad de las cosas. El comisario se pasó la mano por la frente. Era difícil estar ahí arriba, en la cima, gestionando el caos.

—Me convocan en Madrid.

—Eso es algo bueno, ¿verdad? Supongo que van a anunciar su nombramiento como subsecretario. Podrá dejar atrás todo esto.

Heredia frunció el ceño, sorprendido, pero no contrariado. Soria no podía sospechar la razón que tenía.

—¿Hay avances en el caso de Francisco Robles? Se nos acaba el tiempo, subinspector. No quiero dejar mi cargo con esa mancha en mi historial. Quiero resolverlo.

Soria dijo que la muerte de Francisco presentaba enormes incógnitas y una evidencia.

—Sospechamos que se trata de un asunto de drogas, y que esa es la relación entre su asesinato y el de Carmen Laín.

—¿Esas sospechas tienen fundamento?

—Es una hipótesis, una línea de investigación. Estamos en ello.

—Creo que esa no es la línea que yo le apunté cuando le asigné el caso, subinspector. ¿Qué hay de las pruebas contra Julián Leal?

Soria se removió inquieto en la silla.

—Son solo circunstanciales, no hay nada sólido que lo implique. Seguimos esperando noticias de El Ferrol. Si dan con ese testigo fugado, Gregorio, podremos saber más.

Al comisario le disgustaba lo que no podía controlar. Una vez forjada una opinión era difícil hacerle cambiar, por más detalles que aparecieran, contradiciendo su elección. Llegado a este punto, ya no le interesaba la verdad compleja, sino una más sencilla que apuntalara su verdad escogida. No quería dedicarle tiempo a un análisis en profundidad. Quería una confirmación.

Sin embargo, Soria no parecía operar con la lógica esperada:

—Todo esto es un poco extraño, ¿sabe? Tengo la sensación de que tras estas muertes hay más, mucho más. Y creo que ese testigo es la clave. No podemos precipitarnos con una imputación sin base contra el inspector Leal.

El comisario Heredia estudió atentamente a Soria. ¿De repente se le había despertado el instinto policial, a estas alturas?

—¿La inspectora Ortiz le ha contagiado su veneración por el inspector?

Soria disimuló su sobresalto. Sabía que la cacería emprendida por Heredia contra Julián era algo personal, y comprendía exactamente cuál era el papel que se le había asignado, pero incluso a él, que ya no se sorprendía por nada, le parecía excesiva esa obsesión.

—Si lo que quiere es la cabeza de Julián Leal, la agresión a Restrepo es más que suficiente. ¿Por qué buscar incriminarlo en esas muertes?

Heredia apretó las mandíbulas.

—No lo entiende, ¿verdad? No tengo tiempo para esperar. Me marcho en unas semanas, y no pienso dejar a ese individuo en las calles. ¡Lo quiero en la cárcel!

Soria no entendía por qué el comisario se empeñaba tanto. Empezaba a darse cuenta de que no solo odiaba a Julián. Había algo más. Heredia temía al inspector.

—¿Aunque tenga que forzar la mano? Si lo que me pide es que falsifique pruebas...

Heredia enarcó una ceja atónito. Se preguntó, por segunda vez aquella mañana, si Soria era una tortuga que apenas sacaba la cabeza del caparazón, esperando su jubilación, o si se había equivocado al juzgar su grado de laxitud.

—Lo noto cambiado, subinspector, más suspicaz.

—Solo intento hacer mi trabajo.

—Creo que tenemos un acuerdo, ¿verdad? Antes de irme a Madrid, dejaré firmado su ascenso y en la próxima convocatoria podrá marcharse a casa con un expediente inmaculado. Podrá dedicarse a esos jueguecitos de guerra, a sus nietos o a lo que le dé la gana. A cambio, usted me da a Julián Leal. Si no quedó claro la primera vez que entró en este despacho y prefiere que le retire del caso, dígamelo ahora.

«Vete a la mierda, tú y tus obsesiones, tus cacerías de brujas y tus pajas mentales.» Soria pensó, durante una milésima de segundo, soltarlo. Y luego pensó en demasiadas cosas más y ladeó la cabeza como un perro acobardado al que le han enseñado la correa.

—No hay problema, comisario. Solo digo que necesitamos saber qué vio ese testigo desaparecido. Si denuncia a Julián, tendrá su cabeza. Se lo aseguro.

 

 

Camino del coche se metió un caramelo en la boca y llamó a Virginia. No contestaba. Cabreado, le dejó un mensaje en el contestador.

—Si quieres dejar de darle hostias al saco y prefieres dárselas a los malos, me llamas. Hay novedades... Joder, coge el puto teléfono, jefa. Es importante.

Colgó y se detuvo ante un estanco. Miró hacia el interior y se pasó la lengua por el paladar. Estaba hasta los cojones de los caramelos de menta.

—A tomar por culo —gruñó, escupiendo el caramelo. Entró en el estanco—. Deme tres paquetes de Ducados.