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Centro penitenciario de Quatre Camins, Barcelona, mayo de 2005

 

El preso anciano tosió al lanzar la primera bocanada. Miró la punta del cigarrillo y se encogió de hombros.

—Hay muchos tipos de cárceles —dijo—. Algunas tienen barrotes. Otras no. Y de estas no se puede escapar, no hay fuga posible. Están aquí —el anciano se señaló el corazón—, y la condena es a perpetuidad. Cuando nos juzgamos a nosotros mismos, no hay juez más implacable.

Era un preso de confianza. Llevaba tanto tiempo encerrado que ya no sabía vivir fuera de aquellos muros y de aquellos suelos que fregaba a conciencia, como si no tuviera ya más propósito en la vida que lustrar las baldosas. Asesinó a su esposa y a su hijo de tres años con un martillo.

Julián le entregó la fregona y el anciano echó el pitillo en el cubo de agua sucia.

—He oído cosas sobre ti. Diría que estás jodido; se dice por ahí que van a ir a por ti cualquier día de estos. Yo me andaría con cuidado. Alguien de fuera está muy interesado en que no salgas de aquí.

Julián lo estudió con detenimiento.

—¿Y por qué me lo cuentas? Alguien podría cabrearse si te ven hablar conmigo.

El anciano hizo una mueca.

—¿Qué me van a hacer que no me haya hecho yo ya mil veces a mí mismo? Además —dijo señalando la fregona que sostenía Julián—, sería una pena perder a un ayudante como tú.

Se abrió la cancela del final del pasillo y apareció un funcionario.

—Leal, tienes visita.

El anciano vio alejarse a Julián y le pareció ver a un muerto caminando sobre el brillante suelo.

—Una lástima —murmuró.

 

 

Además de los locutorios para las visitas ordinarias, en el pabellón de enfermería había una pequeña sala habilitada como consulta, con una mesa y dos sillas. Por alguna razón, el funcionario condujo a Julián hasta allí.

Dentro le esperaba Virginia.

—Solo cinco minutos, inspectora. Esto es del todo irregular.

Virginia estaba en pie, junto a la ventana con barrotes.

—Gracias, Pedro.

Cuando se quedaron solos, frente a frente, ninguno de los dos supo exactamente qué hacer.

—Mi padre sacó a su hijo de un lío. Me debía un favor —dijo Virginia, señalando la puerta metálica que se cerró tras ellos.

Julián asintió, sentándose en una de las sillas.

—Deberías haberlo cobrado en mejor ocasión. ¿Qué quieres, Virginia?

La inspectora se sentó a su lado.

—Estás furioso conmigo. Me culpas a mí.

No, claro que no. Julián no la culpaba de nada. Si acaso, de no haberle querido escuchar, de no darle la opción de defenderse. Pero eso ya no importaba.

—¿A qué has venido? —volvió a preguntarle.

Ella se inclinó hacia delante mirándole a los ojos.

—Quiero la verdad, Julián. Y quiero oírla de tus propios labios. Puedo encajarla; solo necesito que me lo digas. Estamos tú y yo, sin jueces, ni fiscales ni abogados.

Julián la miró de hito en hito. Se la veía desmejorada, con ojeras. Imaginó que él no estaba mucho mejor.

—¿Cuántas versiones caben en una misma verdad?

Ella no se dejó atrapar.

—Déjate de sofismos y juegos de palabras. ¿Has matado a esas personas o no?

—Podría haberlo hecho. Durante años deseé hacerlo, no a ellos, a sus padres. Soñaba con verter gasolina sobre sus cuerpos y ver cómo se convertían en teas humanas, igual que mi padre. Pero el tiempo hizo su trabajo y yo seguí con mi vida.

—Pero las casualidades no existen; cuando se acumulan dejan de serlo, tú mismo me lo dijiste: tu viaje a Galicia poco antes de la muerte de Carmen, tu relación con la hija de Francisco, que conocieras a Gregorio...

—Las casualidades pueden convertirse en otra cosa cuando se empuja en la dirección adecuada. Eso también te lo enseñé, pero lo has olvidado. No fui al pueblo a matar a Carmen, sino buscando respuestas de mi pasado; cuando conocí a Clara no sabía que era hija de Francisco, me enteré cuando me lo dijiste tú. Y conocía a Gregorio, sí, y me parecía un buen hombre, un gigante con una almendra en la cabeza, pero jamás le habría hecho daño por lo que hizo su padre. Me preguntas y te contesto. He hecho cosas terribles, en el pasado y en el presente, pero no he matado a esas personas.

La inspectora lo miraba con una suerte de desesperación. Quería creerle con todas sus fuerzas, pero había algo, una intuición, una voz que no podía acallar: Julián le decía la verdad y le mentía al mismo tiempo.

—Maldita sea, deja de jugar conmigo. Estoy harta de que me manipuléis todos, Luis, Soria, Heredia y ahora tú.

Julián la miró como si le preguntase: «¿Estás segura de querer meterte en esto?». Ya se lo advirtió la última vez que hablaron, quería protegerla, mantenerla al margen. Virginia tenía una familia, una vida, un futuro. Él no tenía nada, ya casi ni tenía tiempo. Y, aun así, ella insistía.

—No sé quién los ha asesinado, pero creo que sé por qué lo han hecho.

Le habló del cuaderno de notas de Francisco y de la llave de seguridad que Clara le había enseñado. Los nombres que aparecían, las cantidades que habían cobrado, las cosas que habían hecho. A medida que él hablaba, Virginia palidecía.

—... Hay suficientes pruebas para demostrar mi inocencia, pero nadie va a permitir que eso salga a la luz. Cualquiera que tenga que ver con ese cuaderno, cualquiera que lo haya visto, está condenado. Por eso apareció el expediente de mi padre. Por eso las casualidades dejaron de serlo. Por eso estoy aquí, encerrado.

—Cuando aparezcan esas pruebas en el juicio te absolverán.

Julián le quitó la venda de los ojos.

—No habrá juicio, Virginia. No si yo y Clara, y cualquier otro que pueda hablar, desaparecemos.

—Aquí estás a salvo.

—Aquí estoy más en peligro que en ningún otro sitio. Se han tomado muchas molestias para conseguir encerrarme. Ahora pueden matarme discretamente: un suicidio en mi celda, la agresión de un preso despechado por mi pasado de policía, un accidente en la cocina.

Los ojos de Virginia se enturbiaron.

—Lo que dices es increíble.

Julián sacudió la cabeza desalentado.

—Sigues sin creerme, ¿verdad? Resulta más tranquilizador, por terrible que parezca, creer que lo hice yo por una venganza de algo que pasó hace treinta años.

Virginia guardó silencio. La cabeza le iba a estallar. Hizo un gesto con la boca, titubeó. Se puso en pie.

—Heredia... ¿Aparece en ese cuaderno?

Julián se acercó a ella y la tomó por los hombros.

—No lo sé. Puede que solo sea el cancerbero de otros mucho más poderosos.

—Dime dónde están esas pruebas. Yo misma las presentaré en el juzgado.

Julián negó con la cabeza.

—Sigues sin querer entender... Tienes que tener cuidado, no fiarte de nadie. No puedes decir nada de esto.

Virginia se acercó a la ventana. Abajo se veía un pequeño patio con una cancha de baloncesto y a algunos presos que caminaban de un muro a otro. Un árbol estaba empezando a florecer. Parecía un árbol de primavera, tan atrapado como aquellos hombres que ya no miraban hacia arriba. Solo al suelo de cemento.

Su orgullo le gritaba que no consintiera aquello, y su vanidad le hacía creer que podía vencerles. No pensaba permitir que Julián pasara los últimos meses de su vida en un lugar así.

—Voy a sacarte de aquí.

—No puedes.

Virginia frunció el ceño.

—Tú no sabes de lo que soy capaz. Nunca lo has sabido.

 

 

Otra media mentira, otra media verdad, inspector. Se te daba bien esa zona difusa. Sí, querías proteger a tu amiga, a su familia, pero eso no era todo. Deberías haberle contado la verdadera razón por la que estabas ahí encerrado, Julián. A fin de cuentas, ese viejo preso tenía razón, ¿no es cierto? Las peores prisiones no son las de fuera sino las de dentro. Y la tuya tenía muros altísimos.

Toño.

Aunque no quieras, recuerdas su mano cuando te acariciaba la cabeza, te compraba unos altramuces o le regalaba a tu madre unas latas de frutas en almíbar de marca francesa o unos cartones de tabaco inglés; baratijas con las que distraerlos para que no fijaran demasiado la mirada en vosotros, en ti y en él. Cada vez que te llevaba al hórreo detrás de la casa era como si te inyectara aquel veneno dulce que te adormecía y te sacaba de allí en sueños. Tú querías corresponderle, te sentías obligado. A fin de cuentas, era de la familia.

Eso decía tu padre de Toño: el mejor hombre en quien confiar.

Pero no podías; llegó un día en el que ya no podías hacer esas cosas que te pedía. Habías crecido, habías aprendido a mirar, a ver y a entender. Pero te callabas. Por vergüenza, por miedo a defraudar a tu padre, porque querías a su hijo, porque estabas enamorado de su hija.

Poco a poco empezaste a tomar conciencia de cuál era tu situación, a distinguir los ruidos de la noche, cuando te quedabas a dormir en el mismo colchón que Fouliña y él se acercaba. Reconocías sus pasos. Y los seguías.

Al final tus días se convirtieron en una espera dócil y terminaste por aceptar que aquel era tu mundo. Ya solo vivías para verle aparecer con aquel veneno que te hacía tragar y que te adormilaba los brazos, las orejas, los dedos de las manos, de los pies. Ya nunca dormías, ni comías ni bebías. Montabas guardia frente a la puerta, permaneciendo alerta hasta que la primera luz del día se colaba por las ventanas. Aliviado de que él no hubiera aparecido aquella noche.

Y años después te viste reflejado en ese niño de la grabación. Una víctima, alguien que existía, que era significativo, quizá uno de los muchos rostros tras los que aprendiste a ocultarte.

Su abuela te lo dijo al leerte la mano: queriendo salvarlo querías salvarte.

Pero ya era demasiado tarde, Julián.