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Cerca de la frontera con Francia, mayo de 2005

 

Sentado en la mesa del fondo, un hombre elegante y guapo le sonrió. Clara se sintió mal, como si esa sonrisa quisiera entrar en ella sin su permiso. Apartó la mirada, incómoda. Recogió la bolsa, pagó su consumición y fue hacia el coche.

El área de servicio estaba llena de camiones que iban hacia Le Boulou para derramarse después por toda Europa. No era probable encontrar un control en el antiguo paso fronterizo y, si daba con alguno de los Mossos o de la Gendarmerie, estarían más interesados en la inspección de mercancías y en los camioneros que en alguien como ella. Aun así, estaba nerviosa. Si llegaban a encontrar la bolsa tendría serios aprietos para explicar su contenido. Empezaba a darse cuenta de que no había sido buena idea intentar salir del país con todo aquello a cuestas.

Al salir de la gasolinera vio al tipo atractivo que le había sonreído antes. Estaba junto al surtidor y la observó un instante con expresión de decepción. En cualquier otro momento esa clase de interés podría haberle resultado halagador, interesante, pero ya tenía bastantes problemas en la cabeza. Clara se concentró en la carretera.

Conducía con el sol de cara y a pesar de las gafas de sol entornaba los párpados. Sentía una presión fuerte en la nuca y punzadas en la sien. Estaba agotada, apenas había logrado dormir cuatro horas seguidas en los últimos días. A pesar del cansancio, en cuanto caía en la cama y cerraba los ojos algo la desvelaba. Cualquier ruido, unos faros en la ventana, unos pasos detrás de la puerta. Ni siquiera sabía si estaba haciendo lo correcto. Sencillamente se movía por instinto. Y el instinto le decía que debía huir, alejarse todo lo que pudiera y desaparecer en el anonimato.

Tomó la primera salida de la autopista para bordear Le Perthus por una vía menos transitada. Al cabo de diez minutos miró por el retrovisor. Le pareció que el coche azul que iba detrás la estaba siguiendo desde La Junquera. ¿La policía? ¿La había delatado Julián? No, eso no era posible. Él le había dicho que la ayudaría y ella le creía. Necesitaba hacerlo.

Si no se trataba de la policía la perspectiva se oscurecía mucho más: la gente que había matado a su padre; la gente que quería lo que ella guardaba en la bolsa.

Tal vez el cansancio la estuviera volviendo paranoica, pero, por si acaso, aceleró.

El hombre de los ojos oscuros mantenía una distancia prudente con el todoterreno blanco que circulaba delante, pero lo bastante cerca para no perder de vista sus giros. Ahora estaba girando a la derecha sin poner el intermitente y aceleraba. El hombre de los ojos oscuros frunció el ceño.

—Chica lista. Te has dado cuenta de que te estoy siguiendo. Veamos lo que sabes hacer.

Empezó a presionarla, adelantando a varios vehículos en línea continua. Se aproximó a pocos centímetros y el todoterreno blanco empezó a dar bandazos, intentando zafarse de él. Se aproximaba una curva bastante pronunciada a la derecha. En el margen se extendía un amplio campo segado. El hombre de los ojos oscuros decidió que ese era el lugar idóneo.

Dio un brusco giro de volante, se puso a la altura del todoterreno y fue empujándolo hacia el arcén. Cuando llegaron a la curva, aminoró la marcha y le dio un golpe al vehículo en el lateral trasero izquierdo. El todoterreno hizo un medio trompo y se salió de la trazada. Clara intentó corregirlo girando el volante, pero pisó el freno y el todoterreno se encabritó como un caballo, perdió el control y las dos ruedas delanteras fueron a caer en una acequia poco profunda. El morro del vehículo quedó trabado, levantando una gran polvareda.

Cuando la nube de polvo se disolvió, las ruedas traseras seguían girando en el aire y Clara sangraba por la ceja. Le dolía el ojo y sentía un intenso dolor en el pómulo. Todo había pasado en menos de diez segundos.

El hombre de los ojos oscuros detuvo su vehículo y caminó hacia ella. No tenía tiempo que perder. Algunos conductores se estaban deteniendo. No tardarían en avisar a la policía. Llegó al todoterreno y abrió la puerta del conductor. Clara estaba aturdida, todavía sujeta por el cinturón de seguridad. El airbag del volante había saltado. Probablemente le había roto el pómulo.

Ni siquiera se defendió cuando él la sacó del coche.

—Tranquila, te pondrás bien. Ahora tienes que venir conmigo.

 

 

Aquel le pareció un buen sitio. Una vieja masía abandonada en medio de la nada, rodeada de huertos. Era un refugio improvisado, impuesto por las circunstancias. Pronto tendría que pensar en algo más permanente. Forzó la cadena y empujó la puerta. Dentro, una estancia de unos quince metros cuadrados, cocina, comedor y baño en uno, separados los espacios con simples cortinas. Tenía en algunas partes unos bonitos azulejos antiguos, flores de lis azules y verdes. El resto de las paredes se abombaba por culpa de la humedad y las losetas del suelo estaban rotas o se movían al pisarlas.

—Servirá.

Regresó al coche y sacó a Clara. Seguía aturdida, pero tuvo que ponerle otra vez la mordaza para que no gritase.

 

 

En el rincón más alejado de la ventana seguían la garrafa de agua y la lata de garbanzos abierta. Una hilera de hormigas se estaba poniendo las botas, pero Clara no había probado bocado.

—¿Por qué no comes?

Ella se recogió sobre el vientre. Tenía las manos atadas a una tubería de cobre. El hombre de los ojos oscuros se agachó y le retiró un mechón de la cara. No le gustaba verla así, tan sucia, tan asustada. Tampoco le gustaba la pinta que tenía su cara. Aunque le había limpiado la herida y ya no sangraba, el pómulo se había inflamado hasta cerrarle el ojo. Los analgésicos que había comprado en una farmacia del pueblo cercano no bastaban. Tarde o temprano, tendría que ir a un hospital.

Le sorprendió su mirada insistente. No tenía miedo, más bien le observaba como si tratara de asegurarse de algo.

—¿Tú mataste a mi padre?

Él humedeció un paño en un cuenco de agua y empezó a limpiarle la sangre seca.

—¿Serviría de algo decir que tu padre se mató solo al meterse donde no debía? Era un traficante, Clara. Si juegas a esto y no respetas las reglas, acabas mal. Pero eso tú ya lo sabías: de dónde salía el dinero para pagar tu rehabilitación, de dónde el saldo que hay en tu cuenta, todas esas transferencias desde lugares que era incapaz de localizar.

—Yo no sé nada.

—Y, sin embargo, ahí estás, intentando huir con pasaportes falsos y una bolsa llena de dinero y de droga.

—Y ahora vas a matarme a mí.

—No, si no es necesario. El cuaderno, Clara. Necesito el cuaderno de tu padre.

—No lo tengo.

El hombre de ojos oscuros puso cara de decepción.

—Estamos los dos cansados, queremos irnos a casa y seguir con nuestras vidas, ¿verdad? No te devolveré la droga, no me pertenece, y tampoco a ti. Tu padre y Carmen la robaron a las personas equivocadas y hay que devolverla. Pero puedo dejar que te quedes con parte del dinero. Usa tus identidades falsas y márchate a alguna parte en la que puedas olvidarte de todo esto. Es un trato justo, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero tienes que darme algo a cambio.

Tal vez decía la verdad o quizá le mentía. Clara no tenía modo de saberlo. En cualquier caso, estaba jodida.

—Te digo que no tengo el cuaderno.

El hombre de los ojos oscuros asintió, chasqueando los labios.

—De acuerdo, si es lo que quieres, lo siento por ti. Juguemos, entonces... Te he traído un regalo.

El hombre de los ojos oscuros sacó del bolsillo una jeringuilla sin estrenar y una bolsita, acariciándola como si tocara una bola talismán. El resplandeciente veneno tailandés. En la calle, la pureza de la heroína suele variar entre el 10 y el 60 por ciento. Todo lo demás son adulteraciones, mierda que se usa para cortarla y multiplicar las dosis. La mayoría se conforma con la Negra, de color alquitrán, o la Brown Sugar, las más comunes, pero la circunstancia merecía una celebración especial. Si uno quiere hacer un regalo no se anda con menudencias. La mejor es la tailandesa, ese polvo fino tan blanco con vetas amarillentas. Para un yonqui es como inyectarse oro: billete para un abismo de sueños y terrores. Para alguien en rehabilitación es el final de sus esfuerzos y de su resistencia.