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Hospital del Valle Hebrón, Barcelona, mayo de 2005

 

—Al menos, todavía está en fase II —anunció el oncólogo, esforzándose para que pareciera una buena noticia—; no ha crecido aún hacia las venas grandes ni se ha propagado a los ganglios linfáticos. El problema es que el tumor no ha disminuido de tamaño, sigue por encima de los siete centímetros, por lo que debemos empezar a plantear seriamente la opción de una nefrectomía radical.

Eso significaba extirpar el riñón por completo y un año, tal vez dos, de terapia dirigida, con el riesgo bastante probable de que el cáncer regresara. La otra opción era no hacer nada, tomar medicación para el dolor y esperar el final.

—Suena a desahuciado.

El doctor se negaba a oírle hablar así. En el peor de los casos, la tasa de supervivencia a cinco años alcanzaba al 75 por ciento de los casos, y con una relativa calidad de vida. En su opinión, esa era una estadística por la que merecía la pena luchar.

—Eres joven, tu sistema inmunitario es fuerte, se recuperará y plantará batalla. No puedes pensar en tirar la toalla.

—¿Cuándo hay que operar?

—Cuanto antes. Un par de semanas, como máximo. Podemos empezar a prepararlo todo.

«Cinco años», pensó Julián al salir del hospital. Moriría, en el mejor de los casos, antes de los cincuenta. No era para tanto; no iba a echar de menos ver cómo sería el mundo dentro de treinta años, no iba a subir al Everest, ni a saltar en paracaídas o a retirarse a un monasterio en medio del desierto. Renunciaba a pequeñas cosas, pescar en alta mar, ver de un tirón toda la filmografía de Lynch, visitar el Hermitage, quizá pasar unas horas en la casa de Goya en Burdeos, cumplir un par de fantasías sexuales —participar en un trío, o, por qué no, en una orgía—. ¿Y el amor? Bueno, se habría contentado con decirle a Virginia que le habría gustado no darle tanta importancia al matrimonio de los amigos.

Y si el cáncer no acababa con él, le esperaba de nuevo la cárcel. Pero todavía no estaba postrado en una cama ni encerrado en una celda. Aún le quedaba tiempo para hacer una cosa más.

 

 

La planta en la que estaba ingresado Restrepo quedaba en el lado oeste del complejo hospitalario. El trasiego de personal sanitario y de familiares de pacientes era incesante, y en la zona de acceso solo había un vigilante jurado. No fue difícil acceder al ascensor que subía a la UCI y tampoco fue complicado averiguar en qué habitación estaba. Bastaba con fijarse en el agente de uniforme sentado junto a su puerta. Julián se acercó al mostrador de la enfermera.

—Disculpe, señorita. No es de mi incumbencia, pero en el vestíbulo hay varias personas increpando a un médico. La cosa se está poniendo fea.

La enfermera parpadeó alarmada.

—Siempre lo mismo, joder.

Fue a pedirle ayuda al agente. Julián esperó hasta que este fue a comprobarlo. Eso le daría cinco minutos.

Entró en la habitación sin saber exactamente lo que pretendía hacer. Si lo encontraban allí, podía despedirse de la libertad provisional. ¿Por qué arriesgarse, entonces? Restrepo estaba en la cama. Le habían retirado la respiración asistida, pero todavía estaba conectado a una máquina que controlaba sus constantes vitales. El corazón latía pausada y rítmicamente, su presión arterial era la normal. Incluso su rostro parecía relajado, como si estuviera sumido en placenteros sueños. Si había alguien que parecía culpable en esa habitación, no era él.

Necesitaba verlo una vez más. Cerciorarse de que era real. Lo había golpeado hasta hacerle perder el sentido. Ese cuerpo postrado era el resultado. Y no había conseguido nada a cambio, excepto destrozarse la vida.

—¿Puedes oírme? Soy yo. No me he olvidado de ti.

Imaginó que su voz llegaría entre las brumas del silencio y el vacío hasta su cerebro dormido. Una onda electromagnética que provocaría un chispazo, un parpadeo al menos, un movimiento involuntario de los dedos. Pero no sucedió nada.

—No te pregunté por qué; tus motivos, qué pensabas de ti mismo haciendo lo que hacías, cómo tenías el valor después de irte a casa, como si nada, abrazar a tus hijos, hacerle el amor a tu esposa, cenar con los amigos. ¿Qué clase de hombre hace algo así? Necesito entenderlo.

Rodeó la cama, observó su ropa en el armario. Su mujer le había dejado una nota con unas flores: «Sé que estás ahí, luchando para volver con nosotros. Te quiero». Imaginó lo que ella diría si supiera la verdad, si Julián llamase a su puerta para contársela. Lo negaría, cerraría los ojos aunque le enseñara la grabación. Hay cosas de aquellos que amamos que no estamos dispuestos a aceptar. Enloqueceríamos. Por eso negamos apretando los puños, como niños que se niegan a ver al monstruo debajo de la cama. Tiene que quedar algo en lo que creer, alguien en quien confiar ciegamente. Eso es lo que hizo su padre, y perdió la vida.

Oyó al policía hablando con la enfermera. Entreabrió la puerta y lo vio acercarse a la máquina del café. Tenía que marcharse. Allí no encontraría respuestas.

 

 

Aquella tarde, al regresar a casa, abrió el ordenador y escribió un mensaje a la dirección de correo de Clara que usaban para comunicarse habitualmente. Sabía que no sería ella quien lo leyera.

Seas quien seas, lo que estás buscando lo tengo yo. Estaré mañana a las 22.30 horas en la curva de Miramar. Si llegas cinco minutos tarde, le entregaré el cuaderno a la policía.

Envió el mensaje y se quedó unos segundos frente a la pantalla. El resto de la casa estaba a oscuras.

Buscó el teléfono móvil, lo estuvo sopesando un buen rato y finalmente se decidió a llamar a Virginia.

—No te he dado las gracias como debía.

—No tienes por qué. Te noto la voz rara, ¿te pasa algo?

—Me gustaría invitarte a cenar. ¿Puedes esta noche?

Oyó el silencio de Virginia. Casi oyó también sus pensamientos en tropel: «Sí, no, no lo sé, no debo, sí, quiero, no puedo, me gustaría, lo deseo...».

—A las nueve de la noche en el Mirablau —dijo por fin, como si soltara toda la resistencia en una larga expiración.

 

 

Julián reservó mesa en la terraza. Era un mirador excepcional sobre una Barcelona de postal luminosa. Vista de lejos, con todos sus destellos, era preciosa, casi mágica.

—Parece que tenga un vestido de lentejuelas —dejó ir con la mirada ensoñada.

Virginia estropeó un poco la lírica.

—Una puta con vestido caro.

Él hizo una mueca y asintió. Así son todos los espejismos. Los tocas y se deshacen.

—Cuando era un chaval, mi tía Milagros me daba algo de dinero para invitar a la novia de turno a tomar algo. Solía traerlas aquí. Me sentía como en una canción de Loquillo, aunque sin el Cadillac. No sé, supongo que aquí arriba era más fácil soñar que ahí abajo.

Virginia lo estudió atentamente. Rara vez había visto a Julián abrir una brecha en su coraza, un resquicio por el que ver algo más que lo que él se empeñaba en mostrar. Aquella noche estaba especialmente guapo. Tal vez era el rostro cansado, o quizá esa pátina melancólica en sus ojos tan verdes. De repente parecía accesible, frágil. Humano.

—¿Por qué no nos hemos acostado nunca tú y yo, Julián?

Era una pregunta, era una queja, era una afirmación empujada hacia afuera por la noche, la atmósfera irreal, la música de fondo de Alan Parsons, los dos gin-tonics que se había bebido casi consecutivamente para disimular su azoramiento. ¿Qué esperaba que pasase cuando aceptó la invitación? No era algo inusual, habían cenado otras veces allí mismo, aunque nunca solos. Ella siempre acompañada por Luis y él con la chica guapa de turno, que nunca le duraba mucho. Sin embargo, se había pasado una hora y media decidiendo qué vestido ponerse, qué zapatos, qué collar, se había depilado y se había puesto un conjunto de ropa interior que hacía años que no sacaba del cajón. No había ido allí pensando en una cita de trabajo o en una cena entre dos buenos amigos en apuros.

Julián no fingió que la pregunta le sorprendiera o le incomodara. Él también había sopesado la situación, lo que le apetecía, fuese o no conveniente.

—Hubo momentos en los que fue posible, se dieron las circunstancias, pero, unas veces tú y otras yo, decidimos retroceder en el último instante. Luis es un buen tipo, me gustan tus hijas, tenías una vida en orden y nos entendíamos bien en el trabajo; no quería estropearlo todo por un capricho.

Virginia sonrió, encendiendo un cigarrillo. No pensaba poner como excusa estar un poco borracha, porque no lo estaba, por más que quisiera estarlo.

—¿Cuál es la diferencia entre un capricho y un arrebato?

Los ojos verdes de Julián se quedaron fijos en ella. La mano de Virginia acarició su mechón blanco.

 

 

Es extraño ver por fin un cuerpo que has imaginado tantas veces, su olor, su forma, su tacto. Sabían que no se repetiría y sabían que no habría decepción posible. Se desnudaron mutuamente despacio en el apartamento de Julián. Él quiso poner algunas baladas de Springsteen y ella salvó la situación impidiéndoselo. Cambiaron juntos la sábana, ella fue al baño. Él se quedó sentado, mirándose en el espejo sin verse. Virginia salió del baño dejando la luz encendida. La penumbra era mejor que la luz, la intuición mejor que la certeza. No era vergüenza, era otra cosa, dejarlo en un sueño difuso, una bruma que los recuerdos agrandarían llegado el momento de añorar. Hacía quince años que no besaba otros labios que no fueran los de Luis, que no metía en su boca un pene que no fuera el de su marido, reconocible hasta el último detalle en su sabor y su forma. Ahora era como aprenderlo todo de nuevo, o desaprenderlo.

Hicieron el amor mucho tiempo. No habrían sabido, ni podido, simplemente follar. Se hablaban con la piel, sin palabras, se estaban despidiendo, se prometían recordarse en noches de soledad venidera, en otras compañías, cuando, en mitad del sexo, apareciera el rostro del otro suplantando al amante de turno. Acumularon gestos, caricias, contornos y los guardaron para sí, cada uno en su cofre secreto.

 

 

Estaban juntos en la cama. No se abrazaban, ya no. Uno junto al otro compartiendo el mismo cigarrillo, la misma copa de vino, pero cada uno en su cuerpo. No se arrepentían, no tenían prisa por escapar del otro. No había huida en sus miradas. Sencillamente, se habían dado lo que querían y ahora todo volvía a un estadio más terrenal.

—Hoy he visto a Restrepo en el hospital. He entrado en su habitación, no sé qué quería hacer. Lo he visto ahí tumbado, tan expuesto, tan insignificante. Podría haberlo ahogado con su almohada y no habría sentido nada.

Virginia lo miró como si se hubiera vuelto loco. Él se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Abajo, se veía la calle de la Sal con los adoquines humedecidos por la lluvia que había empezado a caer.

—Quiero enseñarte algo. —Se volvió hacia ella con tristeza—. No es agradable.

 

 

Virginia daba vueltas alrededor del sillón. No necesitaba volver a ver lo que ya había visto, y aun así era inevitable desviar un segundo la vista y prenderla en lo que pasaba en la pantalla. Julián no apartaba la mirada. Virginia llegó a la conclusión de que él no veía lo que estaba sucediendo, sus ojos apenas lo sobrevolaban buscando otra cosa, analizaba metódicamente cada detalle, lo ordenaba en su mente, lo clasificaba.

—¿Cómo puedes tener estómago para verlo una y otra vez? Yo siento náuseas.

Julián no respondió. Sentado en el sillón, inclinaba el cuerpo hacia delante con los codos apoyados en los muslos, muy cerca de la pantalla, como si quisiera entrar en ella y contemplar la escena desde dentro para tener una visión de 360 grados.

—Para eso, por favor —insistió Virginia.

No podía ver el sudor que le recorría la espalda bajo la camiseta a Julián, el modo en que encogía los dedos de los pies cuando un detalle más brutal que los anteriores le sobresaltaba, el temblor de sus pupilas, que a pesar del horror que presenciaban se negaban a huir, la sequedad en la garganta.

Julián detuvo la secuencia. La pantalla congelada vibraba en una onda suave de electricidad estática. Ahí estaba la cabeza de lobo, segundos antes de voltear a Chinchilla y ponerlo de nalgas.

—Hay un corte aquí. Falta algo. Estoy seguro de que en la cinta original hay más. Suficiente para identificar a ese cabrón. Si pudiera dar con ella.

Le contó todo lo que había averiguado, le habló del anónimo de la abuela Charo, de Chinchilla, de la Lagarta y del Blusas.

—Llevo trabajando en esto meses.

Virginia se sentó a su lado.

—¿Eso es lo que querías sacar de Restrepo? Es monstruoso, pero ¿por qué no acudiste a mí? ¿Por qué no abriste una investigación oficial? Tú no eres así, jamás has cometido una brutalidad de esa clase. Sigo sin entender qué se te pasó por la cabeza.

Julián señaló al tipo con la máscara.

—Si lo que sospecho es cierto, el cuaderno de Clara no será nada comparado con esto. No conoces a Restrepo, no sabes la red de clientelismo que tejió a su alrededor. Asesinarán a cualquiera, harán lo que haga falta para que la identidad de ese hijo de puta no salga a la luz. Ese niño ha desaparecido, mataron a su abuela por hablar conmigo. No podía decírtelo. Pero ahora tengo una posibilidad. Es arriesgada, pero, si sale bien, todo habrá valido la pena.

—¿Y si sale mal?

—Entonces, ya nada importará.

Virginia le acarició el mechón, que parecía una pluma de indio.

—Eres policía desde hace mucho tiempo, has visto toda clase de maldades, de sinsentidos, pero nunca perdiste la brújula, Julián. ¿Por qué este niño es diferente?

Julián quiso pensar en hojas verdes, en el jacarandá lila y rojo de un jardín pacífico, en un mar turquesa no descubierto por hombre alguno, en cielos violeta y planetas lejanos. En un no tiempo y un no espacio. Pero solo había gritos y llanto y una tristeza infinita en sus recuerdos.

—Hay algo que nunca te he contado de mí. Algo que jamás he contado a nadie. Tiene que ver con el expediente de mi padre que Heredia filtró a Soria para mandarme a prisión.