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Cerca de la frontera con Francia, mayo de 2005

 

El hombre de los ojos oscuros la miraba mientras dormía y la mente se le quedaba en blanco, perdida en ella, en su piel amarillenta debajo de los ojos, en su pelo siempre empapado de sudor frío. No era un deseo cualquiera, ese sabía reconocerlo y satisfacerlo cuando aparecía; pero no se trataba de sexo ni de que su cuerpo le gustara, la había visto asearse con un cubo y un paño, buscando cierta intimidad, y había apartado la mirada, avergonzado de tomar prestado algo que no le pertenecía.

Era otra cosa, una contradicción que se estaba acrecentando según pasaban los días y el encierro con ella se prolongaba. Algo que nunca había experimentado, como si de repente no pudiera seguir escondiéndose en su lógica y en sus motivaciones, como alguien que ha vivido toda su vida sin conocer el miedo y de pronto lo descubre y tiembla. Tenía la sensación de que Clara sería capaz, si se lo propusiera, de penetrar en cada capa de su armadura y desmontarlo desde dentro. En ciertos momentos ella se quedaba mirándole como si hubiera sido capaz de aceptar que estaba ante el asesino de su padre, ante un hombre que podía ser mil veces más cruel que cualquier otro; y a pesar de ello no le temía, ni lo desafiaba ni lo acusaba de nada. Solo penetraba en él, dispuesta a descender hasta la mismísima fragua, a las profundidades más insondables para descubrirle realmente.

Retiró la manta que la cubría con suavidad y la contempló. Había algo hipnótico en ella. Necesitaba acariciarla, reseñar los bordes de esa geografía y cartografiarla. Tenía una marca entre las nalgas, una mancha de piel oscura que se parecía a una isla perdida. En siglos pasados la habría condenado a la hoguera. La habrían acusado de tener la marca de las brujas, de poseer poderes ocultos.

«Apuesto a que habrías enloquecido al inquisidor, Clara.»

Ella murmuraba en sueños, quejosa, y los párpados se le movían con espasmos nerviosos. El hombre de los ojos oscuros volvió a cubrirla. En la bolsa que llevaba en el coche había encontrado su ordenador. Ni siquiera había tenido que forzarla a darle la contraseña. Ella se la había dado como quien cede lo último que le queda. Una intimidad que no tiene ya importancia.

Uno nunca sabe si la suerte se merece o se busca, pero tú no la tienes, Clarita. Alguien que crea en esas cosas diría que es tu karma, que en otras vidas hiciste algo que ahora se paga. Yo de esas deudas no sé nada, pero de las de aquí sí. Y si tuviera que decir algo, diría que tú has pagado con creces.

Clara despertó y lo miró sin querer mirarle. Se tomó la sopa que él le había preparado con un poco de patata hervida sin decir nada. Luego le preguntó si podía fumar un cigarrillo. Él se acercó y se agachó ante ella. Le gustaba tenerla cerca, rozar sus dedos al coger su mano para prender el pitillo.

—¿Qué vas a hacer conmigo?

Tal vez pensaba que iba a matarla, pero sus ojos no buscaron una huida. Parecía resignarse a su suerte.

No está bien aceptar eso sin más, que nuestra vida está en manos de otra persona. Que dependemos de su capricho, de su humor, de sus deseos. Uno tendría que rebelarse contra ese estado de postración, pero lo imposible nos paraliza. Así le hacen el trabajo las ovejas al lobo.

—¿Qué crees que debería hacer?

—Lo que yo crea no es relevante, me parece.

Volvieron a quedarse callados. Estaba oscureciendo, ya casi no se distinguían el uno al otro. Él encendió el hornillo y apareció un círculo de luz azulada. Ella se incorporó en la almohada ayudándose con el codo. Tenía puesta una camisa mal abrochada y le asomaba un pecho. A ninguno de los dos le importaba.

—Tu padre te quería. Fue valiente.

No sé por qué dije eso. Tal vez porque creí que necesitabas oírlo.

Clara dibujó en una crispación de la boca sentimientos que no sabían dónde estallar.

—Tú no sabes nada de él.

—Sé que robó a la gente equivocada. Y ahora tú eres el precio por eso.

—No fue idea suya, fue cosa de los gallegos.

—Eso también lo sé, y no lo cambia.

Parecían haber llegado a un punto muerto. Nada podía cambiar el hecho de que eran lo que eran, un asesino y una víctima, en efecto.

Sin embargo, Clara no acertaba a comprender lo que le pasaba. Por qué tuvo que reprimir el impulso de sujetar la mano de ese hombre, por qué tuvo que negarse a decir lo que era imposible decir. Había leído sobre el síndrome que se establece entre secuestrador y víctima cuando este trata con amabilidad a la persona secuestrada. Llegas a convencerte de que es buena persona, de que en realidad no pretende hacerte daño, y sientes la necesidad de empatizar con su causa, con él mismo, identificarte para creer que estarás a salvo.

Podría tratarse de eso, seguro que es lo que la doctora Andrea habría dictaminado. Pero Clara no se engañaba con respecto a lo que, tarde o temprano, acabaría sucediendo. Era absurdo, quería quitárselo de la cabeza —«estás enferma, joder»—, pero se sentía atraída por él de un modo extraño. La misma sensación de la que una vez le habló su madre: cuando subía a un lugar alto, tenía que reprimir el instinto de saltar. Negarse a escuchar el susurro que la reclamaba desde abajo. El único secreto es ver lo que los demás no ven.

Lo miró a los ojos oscuros, inabordables y profundos. Ojos que no quieren. Porque no pueden. Porque no deben.

—Me gustaría hacerte una foto. Ver lo que hay ahí abajo.

Él sonrió.

—Saldría velada.

Durante un brevísimo espacio de tiempo se abrió un portal, una rara lucidez, y el mundo apareció tal cual era, sin sombras. Un estallido de cosas que no comprendían, que se apoderaba de ellos y los arrastraba hacia algo primigenio, una nada sepulcral y pacífica.

No hay éxtasis sin lamentos, Clara, y algunos locos prefieren convertirse en despojos a cambio de un instante de ser por entero.

El hombre de los ojos oscuros se puso en pie. Mientras se ponía la americana la observó de reojo. Las piernas desnudas entre los espacios vacíos. Apartó la vista.

—Tu ordenador se quedará pronto sin batería. Deberías revisar tus mensajes.

Clara esperó a verle salir. Fue a la mesa y revisó su ordenador.

El mensaje de Julián seguía ahí. Un desafío. A la antigua usanza, un guante arrojado.

Seas quien seas, lo que estás buscando lo tengo yo. Estaré mañana a las 22.30 horas en la curva de Miramar. Si llegas cinco minutos tarde, le entregaré el cuaderno a la policía.

Clara se estremeció.

—¿Qué vas a hacer, Julián?

Se acercó detrás de la puerta y escuchó fuera. Oyó el motor del coche alejarse. Tardó unos segundos en darse cuenta de que él no había cerrado por fuera. El candado estaba suelto. No podía ser un descuido, lo había hecho a propósito. La liberaba. ¿Por qué? Y lo más importante: ¿por qué no se movía ella? ¿Por qué no quería moverse?

 

 

Yo te lo diré. Hay monstruos que te paralizan, haciéndote creer que conservan algo humano. Su mirada y su voz te adormecen, y su sonrisa permanente te remata. No puede haber nadie más peligroso, porque, temiéndole, deseas quererle, acercarte más y más, consumirte, fundirte en su nada.

Corre, Clara. Corre, mientras puedas. Huye de mí.

 

 

Desde lo alto de Montjuïc, Julián siempre tenía la tentación de elegir el mar. El viejo faro entre la montaña y el puerto de carga, separados por la Ronda Litoral, las luces de gálibo de las gigantescas grúas, los callejones interminables de contenedores acumulados hasta una altura de seis pisos. Y más allá, a lo lejos, por fin, el mar de verdad.

—Bonito, ¿verdad? Uno tiene la sensación de que puede irse y dejar todo atrás.

Julián tardó unos segundos en reaccionar. Miró el reloj de pulsera. Puntual. Era de agradecer. Lentamente, con las manos separadas del cuerpo, se dio la vuelta y observó al hombre que tenía delante. Era más alto que él, de complexión ágil, vestido como si saliera del rodaje de Reservoir Dogs, pelo abundante y oscuro, bien peinado, patillas un tanto pasadas de moda. Ojos oscuros muy penetrantes y una sonrisa bonita.

—Gracias por venir.

El hombre abrió las manos a su vez. Los dos iban armados, los dos lo sabían, ambos querían ver qué pasaría a continuación.

—Gracias a ti por proponer este encuentro, inspector. Ya nadie hace las cosas a la vieja usanza. Tienes valor, eso hay que reconocerlo. O estás de retirada, acabado, y te da igual lo que vaya a pasar. Pero, oye, hay tiempo para una pausa, y, a decir verdad, me siento intrigado.

—Lo sé todo sobre ti.

—¿Todo? Eso es mucho decir, como compadres, ¿no te parece? Dudo que sepas ni el pie que calzo.

Julián hizo un gesto de advertencia y muy despacio metió dos dedos en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un papel doblado y se lo tendió.

—Un 43 europeo... Yo también tengo mis medios.

Puta. Ahí me pillaste, inspector. No contaba con las cámaras de tráfico. ¿Y una puta multa de radar? Tiraste bien del hilo: algunos de mis alias, y entre ellos mi verdadero nombre, con el apellido de mi santa, hasta la fecha de nacimiento y la parroquia donde fui bautizado, aunque la foto desmerece, no tenía más de veinte años y todavía aparezco con esos ojos de coyote deslumbrado por los faros de un coche. Mis antecedentes de delincuente juvenil, camorrista de bajo flote, y luego cosas mayores, toda una carrera en ascenso hasta labrarme un nombre que se respeta, las órdenes de búsqueda y detención pendientes en media docena de países; hasta mi ficha dental, el muy cabrón. Trabajo fino.

—Tienes que haber picado muy alto para conseguir esto.

—En realidad, solo he tenido que llamar a una puerta muy cercana. Hay gente que te tiene muchas ganas en tu tierra. Creo que tus jefes no están muy contentos de tu trabajo aquí. Demasiado ruido.

Me gusta la franqueza cuando el oponente no juega en desventaja. Otra cosa es abuso. Y los abusones me enfurecen, esos cobardes que solo muerden cuando la presa tiene la pata quebrada.

—Enseñarme esto es pedir a un cura; suicidio diferido, podríamos llamarlo. ¿Lo que quieres es que adelante el trabajo, que te ahorre la fatiga de la esperanza?

—Yo no busco atajos.

Estuve de acuerdo. No, no parecías de esos. Más bien de los que caen arrastrando consigo, de los que mueren matando, como se dice.

—Entonces, ¿qué buscas, inspector? No oigo sirenas de policía, no aparecen esos tipos del mono negro y la cara tapada. Y no tienes pinta de poder enfrentarte a mí tú solo. Apenas te sostienes en pie.

Julián no se dejaba engañar. Juegos de trileros, impostores vestidos de caballeros. Quítale la gomina y el traje caro, olvídate de sus modales de universitario del Politécnico y verás al torturador, al asesino, al mercenario.

—No entiendo a la gente como tú. Quería verte en persona.

—A decir verdad, yo tampoco entiendo a la gente como tú, inspector. Y aquí estamos, cada cual por sus motivos, sin entender al otro, preguntándonos quién va a disparar primero. Porque ni yo voy a entregarme ni tú has venido a detenerme. Además, a estas alturas, a quién le importan las razones del otro para ser como somos. Yo hago lo que hago, tú haces lo que haces, y en este punto nuestros intereses son opuestos.

«Son esos ojos oscuros», pensó Julián; esa mirada te disminuye, te reduce como si fuera inevitable someterte a su voluntad. Una mirada así no se ensaya, no se entrena, no hay impostura posible. Se nace con ese vacío en los ojos.

—Hay otra posibilidad. Una en la que ambos podamos ganar algo de tiempo.

—No la hay, los dos lo sabemos. El tiempo ya es una cosa para los otros, un dispendio que no podemos permitirnos. Ya hemos hablado demasiado, inspector, y todavía no hemos dicho nada. Reconozco que sentía curiosidad, y tienes mi respeto. Pero yo no he venido aquí a ver el anochecer contigo.

—Tengo el cuaderno de Francisco. Y la llave con los documentos que prueban sus anotaciones.

El hombre de los ojos oscuros asintió.

—Pero no se lo has dado a esa guapa inspectora que tienes por amiga.

Julián se inquietó al oírme mencionar a Virginia. En ese momento, supe que yo cobraba ventaja.

—Puedes dármelo por las buenas. Yo te pego un tiro aquí mismo, y tienes mi promesa de que dejaré en paz a la inspectora y a sus hijas. Incluso puedo garantizarte que dejaré que Clara se marche. He leído vuestros mails, sé que te importa.

Julián tuvo una intuición al notar cómo se ablandaba un poco su expresión al mencionar a la hija de Francisco.

—Y a ti también te importa, ¿verdad? No quieres hacerle daño. No más del que ya le has hecho matando a su padre.

Buen movimiento, inspector.

—No me parece que alguien merezca morir por errores ajenos.

Julián esbozó una sonrisa.

—¿Esa es tu propuesta?

—La otra alternativa es peor. Puedo romperte todos los huesos, pegarte fuego, hacerte las mil perrerías hasta que me des lo que quiero. Y luego morirás sabiendo que detrás de ti irá la bonita familia de la inspectora y que Clara, a pesar de que ninguno lo desea, aparecerá flotando en un charco de mierda.

Julián aceró la mirada. ¿Qué opciones tenía además de buscar detrás del riñón la pistola y abrirle un boquete en la línea de flotación? Escasas, nulas. Resultaba mortificante tener que negociar con un tipo que no se alteraba ante sus actos.

—Esto no es un concurso para ver quién tiene la polla más grande. Podrías matarme tú o podría matarte yo. Estamos solos. ¿Por qué? Porque tengo algo que quieres y estoy dispuesto a dártelo. Te daré el cuaderno, te daré la llave. Me olvidaré de ti. Podrás largarte y salvar la cara delante de tus jefes. Y para conseguirlo no tendrás que mancharte otra vez de sangre ese bonito traje. Es la mejor oferta que tendrás. Estás en tiempo de descuento. No importa lo discreto que seas, acabarán dando contigo. Ya estás marcado. —Julián esgrimió el dosier que tenía sobre él—. Esto empezará a circular. ¿Cuánto tardarán los tuyos en hacerte desaparecer? Ya no les sirves.

Ibas bien, inspector. Agallas y buenos argumentos. Tal vez estabas tentando demasiado a la suerte, pero decidí seguirte el juego un poquito más. Puede que tuvieras mi ficha policial, que conocieras la marca de mi loción o si estoy operado de fimosis, pero no conocías una mierda de mí.

—Algo querrás a cambio.

Julián no podía hacerse ilusiones, pero al menos debía intentarlo.

—Necesito que encuentres algo por mí. Y tiene que ser rápido. Hay vidas de inocentes en juego.

El hombre de los ojos oscuros sonrió.

—¿Todavía quedan inocentes en esta tierra?

—¿Hay trato o no?

Elegante manera de dirimir un problema irresoluble, desde luego que sí, sin ponerse de rodillas, sin lloriquear, ofreciendo un acuerdo justo. Que no podría cumplirse en los términos acordados, pero eso ya lo sabíamos. Perros viejos los dos, solo se trataba de ganar un poco de tiempo, como dijiste. Luego, tendría que volver a las viejas formas para ajustar cuentas y cerrar este episodio.

El hombre de los ojos negros cerró las manos y las metió en los bolsillos. A sus espaldas la ciudad se derramaba encendiéndose como una guirnalda. Delante, el mar ya era oscuro.

—Cuéntame, inspector. ¿Qué necesitas?