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Madrid - Barcelona, dos semanas después, junio de 2005

 

El subsecretario Heredia llevaba noches sin dormir. Estaba demacrado. No lograba cerrar una vía de agua y se abría una nueva. Se estaba yendo todo a pique y, por primera vez en su vida, no estaba seguro de poder ponerse a salvo. Demasiados frentes: la policía había dado con el niño, no había ni rastro del Blusas y corría el rumor de que Julián Leal se había hecho con el original grabado por Restrepo. Si ataba cabos, y los acabaría atando, antes de irse al infierno el inspector iba a arrastrarle con él.

Pero si eso llegaba a suceder, Heredia no pensaba caer solo.

—Todo esto es un desastre. Pero puedo arreglarlo. Nos jugamos mucho.

El Magistrado le daba la espalda, contemplando un óleo que adornaba la pared del despacho. Era una réplica de El sacrificio de Isaac, de Caravaggio. Recordaba haber visto el original en la galería Uffizi, en Florencia. La forma en la que el vástago de Abraham se negaba a ser sacrificado, cómo su padre debía recurrir a la fuerza para doblegarle y cumplir la voluntad de Dios.

No le pasó por alto el modo en que Heredia había utilizado el plural.

—Creo haberle oído decir eso antes. Y aquí estamos.

Heredia encendió un cigarrillo, nervioso.

—Creo que hemos sido demasiado tibios. Si queremos contener los daños hay que ser más expeditivos.

De nuevo el plural amenazante. Lo imprevisible era algo molesto, una incógnita que debía ser eliminada de la ecuación. Pero si algo había aprendido el Magistrado de la naturaleza humana era lo mismo que había comprendido Caravaggio. Nadie quiere resignarse a ser degollado por el bien común. Al final, todos eligen salvar el cuello. Con las manos en la espalda, se acercó a la ventana. Abajo, Madrid seguía viviendo el presente.

—Hay que ser realista. Por supuesto, habrá que sacrificar algunas cabezas para relajar el ambiente, pero en este momento hay que ser cauto. Ahora se impone otra estrategia. Y creo que es mejor que se haga usted a un lado. Valoramos mucho su trabajo, Heredia, tiene buenos amigos aquí. Esté tranquilo.

 

 

Heredia se detuvo frente a la explanada del aparcamiento. Altas torres de construcción levantaban un bloque de pisos. El viejo Madrid no sobrevivía a la especulación inmobiliaria. Mientras caminaba hacia su coche se preguntó cómo interpretar las palabras del Magistrado. Solo había un modo posible de hacerlo. ¿A qué negarlo? Estaba jodido, como Napoleón tras la derrota de sus últimos dragones, sabiendo que sus días perecerían uno tras otro en el exilio de Longwood. Poco importaría que siete forenses certificaran que murió de cáncer. A Napoleón lo envenenaron con arsénico, lenta y concienzudamente, durante meses. Heredia no se hacía ilusiones, su muerte sería mucho más rápida y menos virtuosa.

Pero no pensaba resignarse. Lo tenía todo grabado. Copias de todo lo que había hecho Restrepo durante años. Por no hablar de todas las mierdas que se escondían debajo de la alfombra. Si pensaban que iba a quedarse callado y a aceptar que lo sacrificaran sin más, estaban muy equivocados.

—¡Antes le prendo fuego a este puto país!

Subió al coche y condujo hacia su nueva casa en Las Rozas. Solo necesitaba relajarse, darse un baño, tomar una copa y pensar en qué hacer. Tenía amigos en la prensa, en el CNI, en el extranjero. Y dinero. Dinero suficiente para comprar su seguridad. Ese imbécil prepotente del Magistrado no sabía con quién estaba lidiando.

—A mí no me vas a borrar, cabronazo.

Subió el volumen de la radio. «Todo irá bien —se repetía—. Eres perro viejo. Saldrás de esta.»

En la entrada de la urbanización no había vigilante. La garita estaba vacía y la barrera bajada. Tardó demasiado en darse cuenta de que las farolas estaban fundidas y la cámara del perímetro apuntando hacia un ángulo muerto.

Vio a la pareja que se acercaba. Heredia inspiró. Nunca le había podido el miedo, jamás se había considerado a sí mismo una víctima. Y no iba a hacerlo ahora. Subió el volumen de la radio. Celia Cruz cantaba aquello de «en vez de maldecirte con justo encono, en mis sueños te colmo de bendiciones». Heredia sonrió. Al gran Bonaparte le habría ido mejor sin la fulana de Josefina. Quién sabe si debería haberse quedado con la odiada madame de Staël. En eso fue en lo último que pensó antes de cerrar los ojos.

Se oyó un estruendo y los cristales se tintaron con sangre, carne y hueso. Dentro, postrado contra el volante, se desdibujaba otra historia más de ambición y estupidez.

 

 

El fin de semana había menos personal en la planta de cuidados intensivos del hospital. Todo estaba tranquilo. El policía de custodia entretenía el aburrimiento chateando con una chica que había conocido la noche anterior. La cosa pintaba bien, podían volver a verse. Tuvo que dejar el teléfono cuando se acercó el médico. Era nuevo, el agente no lo tenía visto, pero su credencial estaba en regla. Un tipo amable, con cierto aire distraído. Es lo único que recordaría de él.

—Control de rutina al paciente.

El policía le franqueó el paso y volvió a la chica de ojos azules y uñas de gata.

Al cabo de diez minutos, el médico salió con el mismo aire de querer irse a casa.

—Todo en orden. Buena guardia.

 

 

La muerte de Restrepo se certificó a las 17.35 horas, según constaba en el informe, tras varios intentos infructuosos de recuperar el latido del corazón. La causa, hemorragia interna, fallo multiorgánico con paro cardíaco. No se le efectuó autopsia.