5

Fouliña conducía su viejo Land Rover con una despreocupación temeraria. Soltaba el volante para buscar el tabaco, apartaba la vista de la carretera sin tener la precaución de aminorar en las curvas que se abismaban al acantilado. Había insistido en llevar a Julián a cenar a casa y no paraba de repetir lo contenta que iba a ponerse Susana al verle.

—Eso si llegamos —dijo Julián, medio en broma, medio en serio, cuando uno de los neumáticos rozó el vacío.

Al cabo de dos kilómetros, el asfalto se transformaba en un camino embarrado y más adelante en una ramificación de senderos por los que apenas cabía el todoterreno. Al final, también estos acabaron por desdibujarse y, entre bamboleos, el vehículo cruzó una pasarela sobre el arroyo. Árboles y matorrales aún subieron y bajaron un rato ante sus ojos. Después apareció un claro y, al final, la mole de una casa.

Julián sintió una vieja rigidez en el estómago. No quería estar allí, pero por alguna razón era incapaz de detenerse.

Fouliña hizo sonar el claxon y bajó, dejando la puerta abierta. Una mujer en silla de ruedas salió a recibirlos en el porche. Fouliña se acercó y se inclinó para abrazarla, le susurró algo al oído y ella alzó la mirada hacia Julián, que seguía junto al Land Rover sin moverse.

—¿Vas a quedarte ahí, como un espantapájaros, o vas a darle un abrazo a una vieja amiga?

Si Julián esperaba encontrar a una mujer postrada, de rasgos amargos y mirada hosca, se llevó una buena sorpresa. La cara de Susana continuaba siendo pura dulzura. Quizá tenía una expresión en los ojos algo más ambigua, un hilo muy fino de cansancio en las facciones, pero, a cambio, su belleza era más reposada, segura, sin necesidad de alardes. Conservaba la misma mata de pelo cobrizo que recordaba, excepto por alguna cana despistada, y sus labios seguían dibujando una línea firme, que apenas se derramaba en un entramado de finísimas arrugas.

No pudo evitar desviar la mirada hacia el armazón metálico y la manta que le tapaba las piernas.

—No te preocupes —sonrió ella—. Puedes acercarte, la silla no muerde.

Le sorprendió la calidez de su cuerpo al abrazarla, la facilidad con la que encajaron, la sensación agradable de reconocerse.

—Ha pasado mucho tiempo.

Susana le acarició el rostro con ternura. Leyó en él un temblor de inseguridad, el sesgo de viejas heridas sin cerrar.

—No tanto como para borrar todos los recuerdos, ¿verdad?

Entraron en la casa. Se notaba la mano de Susana en cada detalle: las alfombras, los muebles decapados... en cada rincón había una planta, jarrones con flores, una escultura, un detalle en el lugar en que debía estar. Flotaba en el aire una atmósfera nueva, sin memoria ni deudas con el pasado.

—Sé lo que estás pensando —dijo Susana—, pero no es cosa mía. Aquí donde le ves, tu amigo es un manitas. Ha reformado la casa con sus propias manos, aprovechando los elementos originales, la viguería del techo, la pared de piedra viva y el suelo de losas cocidas. —Se volvió hacia su hermano—. ¿Por qué no le enseñas la joya de la corona mientras termino de preparar la cena?

Fouliña y Julián salieron a pasear por la finca siguiendo el cercado. Resultaba extraño el papel de anfitrión que Fouliña había adoptado desde que habían llegado a la propiedad. Como si fuera otra persona, más sosegada, sin ese aire de presa acorralada que le acompañaba en el pueblo. Se notaba que en este lugar era feliz. Los espacios transforman a las personas, y resultaba evidente que tanto él como su hermana estaban en el que les correspondía.

Fouliña recogió una baya y empezó a desmenuzarla con aire concentrado.

—No estás bien, ¿verdad, Julián? Y no me refiero a lo que ha pasado en El Cerso. Tienes mala cara, pareces enfermo.

Los labios apretados de Julián y el verde frío de sus ojos solían ser un mecanismo eficaz para mantener alejadas las preguntas indiscretas. Pero, teniendo en cuenta las circunstancias, mantener la máscara resultaba irrelevante.

—Tengo cáncer de riñón. Me lo detectaron hace seis meses. Estoy haciendo un tratamiento a base de quimio y medicación, es bastante agresivo. Pero en algún momento habrá que operar.

Fouliña se quedó mirándole. Julián detestaba las frases inútilmente consoladoras, como cuando alguien poco allegado te da el pésame por un familiar fallecido. Por suerte, Fouliña no era de los que usaban recursos enlatados.

—¿Hay alguna esperanza?

—Eso quiero creer. No creo que necesites los detalles médicos.

Fouliña negó con la cabeza.

—Tú nunca has sido de los que doblan la rodilla sin pelear. ¿Te acuerdas de las palizas que nos daban los contrabandistas de Santa Comba cuando les robábamos cigarrillos o alcohol?

—Me acuerdo. Tu padre y el Barón nos la tenían jurada.

Fouliña soltó una carcajada orgullosa.

—Tú eras chiquitillo, un alfeñique, pero te levantabas a cada golpe y volvías a embestir. Todo el mundo te respetaba por eso. Apuesto a que no has cambiado. Pelearás hasta el final.

—Tal vez —admitió Julián, enigmático—, pero hay luchas que no se pueden ganar.

Descendieron por una pequeña vaguada hasta un viejo hórreo de piedra que se alzaba sobre columnas de granito.

A Julián le cambió la expresión. Se puso pálido. Fouliña estaba tan orgulloso de su obra que ni siquiera se dio cuenta:

—Ahí lo tienes —dijo—. Restaurado con mis propias manos. Mi padre nunca quería que viniera por aquí. Cuando murió, esto se fue viniendo abajo poco a poco, ya nadie usa estas viejas construcciones para secar el grano, así que le he dado otro uso. Verás lo que estoy haciendo.

Fouliña empujó el pesado gozne. El interior era amplio, una amplitud que se tornaba vértigo al recuerdo de viejos olores: el de los puros que fumaba Toño, que se quedaba en las fibras de su ropa, ese olor dulzón que a Julián le mareaba y que Susana odiaba. El del mar, las redes, el aceite del motor, la humedad de los fardos mojados. El olor de un sometimiento de todas las memorias.

—¿Estás bien? Pareces mareado —preguntó Fouliña.

Julián sacudió la cabeza.

—Estoy bien. Un poco cansado... Has convertido esto en un taller de carpintería.

—Fíjate. —Fouliña le mostró una vieja talla de san Pedro de Mezonzo—. La encontré entre los trastos de mi padre mientras vaciaba todo esto. Me ha dicho un experto que tiene un valor incalculable. Puede que tenga más de cuatrocientos años.

Julián esbozó una sonrisa inquieta.

—No estarás pensando en venderla... Deberías enviarla a algún experto de la Universidad de Santiago o hablar con el cura de Santa Cecilia; parece un tipo interesado en el patrimonio local.

—¿Patrimonio local? Esto pertenece a mi familia y en mi familia se queda.

Julián observó alrededor. No pudo evitar preguntarle.

—¿Qué hago aquí, Fouliña? ¿Por qué me has traído a tu casa, después de todo lo que pasó?

Su amigo le puso la mano en el hombro.

—Nosotros nunca tuvimos la culpa de lo que hicieran nuestros padres. Para mí eras más que un hermano —torció la sonrisa—, y estaba convencido de que acabaríamos siendo cuñados... No lo dice, pero mi hermana nunca te ha olvidado.

 

 

La mesa estaba servida. Pulpería, cachelos y una crema de verduras aromatizada con tomillo.

—No conocía estos talentos tuyos, Susana.

Susana intercambió una mirada de complicidad con su hermano.

—Hay muchas cosas que no conoces.

Julián intuyó que el vínculo entre ellos no estaba exento de discusiones y peleas, pero se parecían a un matrimonio que lleva mucho tiempo junto; una unión inquebrantable.

La velada fue agradable. Rieron mucho, esforzándose por traer al presente recuerdos y anécdotas divertidas, poniéndose al día sin entrar en los barrancos oscuros, contándose un cuento, un relato a la luz de la lumbre que los tres aceptaron como lo que era. Una tregua. A la primera botella de A Costiña siguió una de Alcouce y luego otra media de Broa. Para cuando llegaron los postres, a Julián le parecía que las voces rodaban bajo bóvedas, como un eco lejano. Y aun así, no recordaba una velada tan pacífica, tan familiar.

Fouliña propuso que probara un orujo casero, hecho por él. Los ojos se le habían empequeñecido y se le trababa la lengua.

—Destilar las brisas de uva es un arte centenario. Ya verás, nada que ver con esa mierda industrial que venden ahora.

Susana se echó a reír. También parecía achispada, pero Julián se había dado cuenta de que, durante la cena, apenas había bebido.

—Lo que yo te decía... Mi hermano es el hombre de las mil caras. Deberías verlo cuando va a la parte de atrás, se pasa horas con el alambique.

—Solo un chupito.

Lo saborearon en silencio. Era fuerte, quemaba la garganta. Sabía a tierra. Y entonces, como si esa bebida ancestral los devolviera a la ensoñación, se quedaron contemplando la lumbre, absortos en sus propios mundos. Julián sentía que le pesaban los párpados, la lengua; los labios hormigueando, la sangre estancándose en las venas de las manos. Se dio cuenta del modo en que Susana le estaba observando.

«Me estudia, se pregunta qué he venido a hacer. Como su hermano. No se fían de mí, pero me han abierto su casa.»

De repente, Fouliña se puso en pie y dijo que tenía cosas que hacer en el pueblo. Julián lo observó con preocupación. Era evidente que su amigo había perdido completamente el derrotero.

—¿Vas a conducir así?

Susana lo tranquilizó.

—Se las apañará, no te preocupes. Podría recorrer estos caminos y conducir con los ojos cerrados.

Besó a su hermano en la mejilla y le susurró algo al oído. Fouliña asintió con una caricia.

Julián envidió ese cariño, la ternura de ese cuidado. Lo echó de menos.

—¿Por qué no te has casado? —le preguntó cuando se quedaron solos, dejándose llevar por la telaraña que se estaba dibujando en su cabeza.

Susana lo estudió sin contestar. Movió la silla de ruedas hacia atrás, buscó una cajita en un cajón y sacó un canuto. Con aire divertido se lo mostró a Julián.

—Es marihuana... ¿Algún inconveniente, inspector?

Julián esbozó una sonrisa boba.

—Ninguno.

—Salgamos. No fumo esto en casa.

En la oscuridad más absoluta podía admirarse un firmamento increíble. Julián inspiró con fuerza. El frío de la noche le despejó la mente.

—No recordaba que fuera tan hermoso —murmuró, contemplando las constelaciones y estrellas cuyos nombres no había olvidado. Andrómeda, que no era una estrella, sino un grupo de estrellas que se extendía como una mancha de leche, Sirio, Hadar, Vega...—. Mi padre me enseñó a distinguir las estrellas de los planetas. Los planetas se mueven de forma distinta, tienen otra luz, no parpadean.

Sin darse cuenta, tenía la expresión de un niño con la boca abierta y los ojos llenos de admiración y curiosidad. Susana lo observó vagar por la pavorosa belleza del universo.

—Es extraño que estemos aquí, después de treinta años, contemplando las mismas estrellas de entonces.

—Todavía te acuerdas.

—Todavía me acuerdo. Si cierro los ojos, hasta puedo sentir la humedad de la hierba que nos mojaba la espalda y el roce de nuestros hombros.

—Ninguno de los dos quería moverse. Nos hubiéramos quedado así para siempre.

¿Qué sentido tenía esto? ¿Por qué se estaban mirando de esa manera, empeñados en penetrar la superficie del otro? ¿Para qué abrir viejas puertas?

—¿Por qué has vuelto aquí, Julián? No debe de ser fácil para ti.

La expresión de Julián languideció brevemente, como esas estrellas que parpadeaban y luego desaparecían. «Sin duda se está mejor ahí arriba que aquí abajo», pensó.

—No lo sé. Supongo que busco algo a lo que aferrarme.

Susana le pasó el canuto.

—¿Aferrarte a fantasmas, ecos y sombras? Mi hermano me ha contado lo que ha pasado en El Cerso con Carmen.

Se quedaron un rato en silencio, sintiendo la presencia del otro, cada vez más densa y cercana, tratando de desenmarañar aquel picor en el cuerpo, esa tensión eléctrica tan repentina e insospechada.

—Antes me has preguntado por qué no me he casado —dijo Susana alumbrando su rostro con la pavesa del canuto, peligrosamente cerca de sus pupilas—. Pero ¿qué hay de ti? ¿Sigues siendo el soltero de oro?

Julián sonrió con aire de cansancio.

—Hay una chica, se llama Clara. Nada serio. Nos conocimos por una de esas páginas que ponen a la gente en contacto.

Susana asintió, contemplando el cielo estrellado. Tardó unos segundos en volver a hablar.

—¿Estás enamorado de ella?

Julián negó con la cabeza. «Es absurdo», se dijo, al notar una reacción física que no podía controlar y que le desconcertó. No quería pensarlo, pero estaba ahí, la pregunta, una forma muy distinta del deseo. Una erección.

—Es complicado, sus circunstancias son muy distintas a las mías. Pensé que podría haber algo entre nosotros, pero las cosas han ido evolucionando de otro modo.

Volvieron al silencio apaciguador, a la cercanía de sus cuerpos. Al extraño pálpito de un deseo repentino. Fue Susana quien le puso palabras:

—¿Nos estamos seduciendo mutuamente? ¿Como si nos quedara pendiente un capítulo por cerrar?

Julián la miró a los ojos.

—No lo sé; quizá solo queramos ver este cielo juntos otra vez. Contar estrellas fugaces, como hacíamos de niños... O puede que yo esté asustado y que no quiera estar solo.

Era la primera vez que lo decía abiertamente, como una llamada de auxilio.

 

 

No debería haber pasado. No allí, en aquella casa. No con ella. Pero ocurrió.

La silla no era un objeto de martirio. Ella le acarició el cabello, deteniéndose en aquel mechón blanco como una pluma de indio. El sexo no estaba solo en el cuerpo, era una marea que iba y venía de un centro a otro. El deseo era saliva, dedos que exploraban, lengua sin vergüenza. Besos urgentes y caricias demoradas. Curiosidad. Ella se desnudó, en paz consigo misma. Él solo se dejó guiar, acariciando aquellas rodillas tan blancas, las piernas sin tono muscular. No temblaban las manos al entrar en esa profundidad de olores y tacto, enredándose y guiándole, ofreciéndole confianza. Hasta que dejó de pensar y se entregó a sentir. Hasta que ella le arrancó de la garganta palabras proféticas. Y luego, la extrañeza de sus cuerpos tendidos, uno junto al otro, agotados y perplejos. Sin saber cómo había pasado, por qué. Sin que importara. Estaba bien así.

Y mientras yacía junto a una mujer que ya no era la niña con la que se tumbaba en la hierba, con el semen todavía entre las piernas, secándose, volviéndose sólido, Julián lo dijo:

—No quiero morir.

 

 

Nadie quiere morir, Julián. Ni siquiera los que no quieren vivir.

Pero en la noche hay muertes que parecen eternas. Despertares de pesadilla, gritos y manoteos en el aire. Todo se extingue. Elegimos la noche para firmar las cosas más terribles y también nuestros peores errores. Yo preferiría cometer los actos más viles sin ocultación, con un sol precioso y anaranjado en el horizonte, a la vista de todo el mundo, sin rastro de nubes en el cielo. Pero uno no siempre puede elegir la escenografía de sus actos.

Así que mientras tú follabas con alguien que ya solo existía en tus recuerdos, yo vigilaba a Carmen desde la plaza. Era ya tarde cuando echó a los últimos clientes y bajó la persiana. La vi caminar calle abajo y sentí pena por ella. Ya conoces esa clase de soledad. Corría una leve brisa, de la que se protegió cubriéndose los hombros con una chaqueta vieja. Por encima de su cabeza, un gato pardo hacía equilibrios sobre la tapia sin dejar de observarla atentamente. Carmen alargó la mano para intentar acariciarlo. El gato, seguro de sí mismo, saltó de la tapia sin aspavientos, con elegancia felina. Dio un par de vueltas alrededor de sus piernas arqueando el lomo. Luego se marchó en busca de una aventura nocturna.

La luna dibujaba aguafuertes en su cara. De haber sido posible, quien la hubiera visto en aquel momento habría pensado que estaba hermosa. Caminaba despacio, consciente de cada paso, apoyando de tanto en tanto la palma de la mano sobre la rugosa pared de alguna de las casas apiñadas como si se disputaran un espacio en la calle. Había algo digno y trágico en ella, tengo que reconocerlo, algo que por un segundo me hizo dudar. Es injusto vivir en este mundo donde se desecha todo lo que ya no sirve, lo que se ha roto, desconchado, agrietado. Una pena.

Le salí al paso con calma. Y, aun así, lamenté haberla asustado. Avancé y ella retrocedió. Creo que entendió lo que iba a pasar, y que, en cierto modo, lo esperaba, y quién sabe si lo deseaba. El alivio de terminar de una vez por todas. Sopesé la posibilidad de que luchase, de que gritase pidiendo auxilio. Pero no hizo nada de eso. Se dio media vuelta y empezó a caminar. No se atrevió a girarse.

Sin prisa, empecé a seguirla. Ella aceleró el paso y su respiración empezó a hacerse más fuerte, entrecortada por breves jadeos. De repente, echó a correr. El miedo es natural, no hay por qué avergonzarse. La alcancé en dos zancadas, le di un fuerte golpe en los riñones y la mandé de bruces contra el suelo. Dejó ir un gemido de dolor. Apenas hacía unos minutos ella pensaba que su vida era una porquería. Pero ahora tenía plena consciencia de lo que es el pánico. No de una forma abstracta. Tenía la frente perlada de sudor a pesar de que seguía haciendo frío. Gruesos goterones le colgaban un instante de las cejas y luego se descolgaban sobre los ojos.

Créeme que lo siento, Carmen. Ojalá pudiera decirte que todo se acaba aquí y ahora, pero nos espera, me temo, una noche muy larga. Yo hubiera preferido acabar rápido, pero esas no eran mis instrucciones: «Tiene que sufrir. Que sea lento, que le dé tiempo a pensar en lo que ha hecho».

La golpeé repetidamente con el puño hasta hacerle perder el conocimiento y arrastré el cuerpo hasta el maletero del coche. Él estaba esperando, salió del coche y me ayudó a meterla dentro. Luego regresé sobre mis pasos, cogí el bolso y un zapato con el tacón desgastado que Carmen había perdido por el camino y me aseguré de que todo estaba en orden.

Y entonces me di cuenta de que había alguien más, unos metros más allá, plantado en medio de la acera como un pasmarote. Un grandullón enorme con cara de bobo. Debería haberme ocupado de él, nadie quiere testigos cuando va a matar a alguien. Pero algo me retuvo. Quizá fuera que él no se asustó, o puede que, sencillamente, no me gusten las muertes innecesarias.