Tres meses antes, diciembre de 2004
El domingo, a las 13.10 horas, Restrepo salió de la iglesia de San Gregorio Taumaturgo, en el barrio de San Gervasio. Taumaturgo es aquel que tiene poderes para obrar milagros o actos prodigiosos. Tal vez por eso departía relajadamente en la escalinata con otros feligreses al final del oficio, porque se sentía a salvo, protegido por un poder superior. Puede que él mismo se considerase depositario de dicho poder. Tenía cincuenta y dos años, era géminis, conducía un BMW X4 FULL EQUIP de color azul oscuro con matrícula de Andorra, aunque vivía en un dúplex de la calle Beethoven que estaba a nombre de su mujer por temas fiscales. En el registro mercantil había varias empresas y filiales constituidas a su nombre. Ninguna de ellas tenía actividad real. Eran empresas pantalla, filiales de filiales, un laberinto de papeles, inversiones, desinversiones, reconversiones y flujos de caja de ida y vuelta por sociedades en Liechtenstein, Malta, Luxemburgo, México y Andorra para blanquear capitales y perder el rastro del dinero. Tenía un hijo de diecinueve años que estudiaba Ciencias Políticas en la AIU de Atlanta. Pagaba en negro a las dos asistentas filipinas que limpiaban la casa y sacaban a pasear a la pareja de caniches tres veces al día. Un hombre de negocios, de aspecto más bien inofensivo, que pasaba buena parte de la mañana leyendo el periódico en la terraza de la cafetería Sandor y que cenaba con ciertos socios dos noches por semana en Via Veneto.
También tenía alquilada, a nombre de terceros, una pequeña nave industrial en un polígono a las afueras de Vallgorguina, en la comarca del Vallès Oriental.
Allí tenía montado su pequeño plató de grabación. No solía ir, a menos que le encargaran algo especial. Tal vez dos, tres veces al año. Desde hacía una década. Eso significaban no menos de veinte películas que guardaba celosamente, clasificadas con códigos que solo él podía descifrar y escondidas en lugar seguro. Era cuidadoso, precavido, y tomaba todas las medidas de seguridad necesarias. Llegar hasta él no era sencillo, solo podía hacerse a través de alguien ya iniciado, recomendado por un nombre que formara parte de la lista exclusivísima de clientes oro. Antes de aceptar el encargo, Restrepo se aseguraba bien de investigar al mandatario, tenía buenos contactos y lo descubría todo: amistades, enemigos, contactos, deudas, patrimonio, puntos débiles y puntos fuertes. Cualquier elemento que le hiciera dudar, por nimio que fuera, bastaba para cortar todo contacto. En el setenta y cinco por ciento de los casos rechazaba las peticiones. Para un capitalista como él, las pérdidas debían de ser abrumadoramente dolorosas, pero primaba la seguridad. En cualquier caso, la demanda superaba con mucho la oferta, y la escasez revalorizaba el valor de su producto. Una vez pasado el primer filtro, se ocupaba del proyecto a gusto del cliente. Los había de todo tipo, las perversiones no conocen límites, y él no estaba ahí para juzgarlas o cuestionarlas, sino para hacerlas posibles. Satisfacer a sus clientes no siempre era sencillo. Estaban acostumbrados a exigir y les contrariaban las negativas. A veces demandaban cosas muy exclusivas, con detalles muy concretos, y llevaba su tiempo dar con los actuantes ideales, la coreografía correcta, la escenografía adecuada. Cuanto mayor era el precio, mayor la exigencia, pero Restrepo cumplía siempre, por demencial que fuera la petición.
Nunca quedaba huella, jamás había habido una filtración. El negocio iba bien. La vida le sonreía. Dios era bueno.
Aquel domingo soleado, al salir de misa, le compró a su esposa un ramo de bonitas calas en el puesto ambulante que se colocaba al otro lado de la rotonda. Restrepo estaba de buen humor, había tenido una conversación por Skype con su hijo. El chico parecía feliz, las cosas iban bien en Atlanta, era un joven estudioso y brillante. Y él era un padre orgulloso.
Se disculpó con las flores y su mejor sonrisa ante su mujer, porque no iba a quedarse a comer con sus suegros en el ático que tenían cerca de allí, junto al mercado de Galvany.
—¿Y me lo dices ahora? —protestó ella mirando sin mucho interés las calas—. A mi padre no le va a hacer ninguna gracia. Ya está la comida preparada. Chateaubriand de ternera con salsa bearnesa.
Restrepo puso cara de fastidio. A su suegro solo se le ocurrían esa clase de sofisticaciones. Se las apañaría con un bocadillo y un refresco en el área de descanso de la autopista, camino de Vallgorguina.
—Me ha salido algo importante.
—¿En domingo?
Restrepo se encogió de hombros, besándola en la mejilla. Solo Dios puede permitirse descansar un día por semana.
Estaba entusiasmado con el nuevo proyecto. Era de los que, si el cliente quedaba satisfecho, podían encumbrarle hasta lo alto de la pirámide. Con un aliado así podía olvidarse de cualquier dificultad en el futuro. Entraría en el privilegiado grupo de los que gobiernan el mundo sin preocuparse de las consecuencias.
Cumplir las expectativas no había resultado fácil, pero ya estaba todo a punto, se dijo, satisfecho, cuando aparcó el BMW detrás de la nave industrial. Sacó del maletero la bolsa de plástico y la garrafa de agua y se aseguró de que no había nadie a la vista antes de activar con el mando a distancia la apertura del portón.
La nave era lo suficientemente grande, pero no resultaba desmesurada. Estaba limpia, ordenada, sin olores desagradables. En la parte alta había colocado cristales tintados, que permitían el acceso de la luz exterior pero impedían ver el interior desde fuera. El tejado industrial había sido disimulado y bajado con plafones que sujetaban rieles de focos con una luz que podía modularse con un potenciómetro. Como si de un gran centro escénico se tratara, la superficie se distribuía en diferentes espacios con ambientaciones que podían cambiar en función de las circunstancias y que podían separarse, ampliarse o reducirse gracias a un sistema de tabiques de pladur que se desplazaban con guías en el suelo. Una jaula del zoológico, una estancia victoriana, una sala de tormento de la Inquisición... Cualquier atmósfera era posible.
Para la ocasión se había esmerado en aquella decoración un tanto fantasiosa: un cuento de los hermanos Grimm, decoración floral, follaje que creaba sensación de bosque profundo y una cama con dosel de madera y grilletes en el cabezal. Varias máscaras de animales colgaban en la pared junto a una fusta de montar. A la derecha estaban los baños con ducha y vestidor individual, el cuarto de filmación y revelado, un trastero con atrezo diverso y, tras una puerta blindada y cerrada con doble candado, la que Restrepo llamaba «sala de espera». Una cámara de seguridad grababa de manera continua el interior.
Restrepo abrió la puerta y la empujó. Era un cuarto pequeño, poco más que un zulo con un retrete y una litera con las patas clavadas en el suelo de cemento. Un sistema de ventilación en el techo mantenía el aire en circulación.
—Te he traído un bocadillo, fruta y agua. Será mejor que te hidrates bien y que comas. Tienes que tener fuerzas para esta noche.
Una sombra diminuta se deslizó entre la litera y el retrete ocultándose. Restrepo se preguntó por qué el cliente había pedido específicamente a aquel niño. No tenía nada peculiar o que lo diferenciara de cualquier otro. Se encogió de hombros; las razones por las que sus clientes pedían determinadas cosas resultaban un tanto desconcertantes, pero él no estaba ahí para cuestionar sus caprichos, sino para cumplirlos fielmente.