La soledad me ha hecho a su imagen y semejanza. Mucha gente no entiende mi fanatismo por el aislamiento. No me gusta conocer gente nueva, no le encuentro nada de nutritivo a sentarme junto a un extraño y preguntarle: “¿A qué te dedicas?, ¿tienes novio?, ¿dónde vives?” Cuando lo pregunto es por cortesía y al instante dejo de escuchar. Las respuestas siempre son las mismas. ¿Acaso toda la gente es igual? Somos iguales.
Mi actitud, sumada a lo difícil que es vivir en una cuidad tan árida como Los Ángeles, me volvió una persona completamente solitaria; tardé mucho en hacer nuevos amigos. Al paso de los años me fui encariñando mucho con Julissa y Tere; a Juli la veo mucho más: ella es novia de Gil. Soy amiga de Julissa porque ella puso mucho de su parte para construir esta amistad: manejaba hasta mi casa, me obligaba a festejar mi cumpleaños, me escucha como casi nadie lo ha hecho. No tardé tanto en adorarla, en que se volviera una de las personas que más quiero en la vida.
Mi otra amiga es Ceci Bastida. Una noche me enteré de que tocaba en un lugar de Los Ángeles. Me dio curiosidad ver en qué andaba y me encontré con un proyecto musical que me fascinó. Lo que realmente me encantó de ella fue verle los ojos mientras cantaba: tenían fuego, esa mirada que tiene alguien cuando el escenario es su patria. No me impresionan las virtudes vocales; me impacta la fuerza en los ojos, la pasión en la vista. Eso no se puede imitar ni te lo enseñan en ninguna escuela. Eso sólo lo tienen los verdaderos artistas.
Cecilia es mi amiga aunque no tenga nada que ver con mi mundo. En realidad ninguno de mis amigos tiene mucho en común con él, y es que todos ellos comparten algo: son gente sana, buena y tranquila.
Es un planeta completamente diferente de la gente con la que me relacioné toda la vida, sobre todo Ulises. Ulises es la persona más correcta que conozco. No pierdo la esperanza de encontrar un día un cadáver en el armario o que llegue una mujer reclamando la manutención de tres niños; mientras eso pasa, seguiré pensando que es la persona más correcta del mundo.
Dicho lo anterior, fue extraño cambiar todo mi núcleo de amigos, habituarme a gente tranquila; lo que me hace estar nueve rayas por encima de ellos en locura.
Por un momento mi vida estaba completamente tranquila. Al morir, mi madre se llevó con ella toda la angustia e incertidumbre. Mi carrera, mis relaciones, todo estaba bien; aguas tranquilas que me inquietaron sin saberlo igual que al tragar un metal o una piedra el cuerpo los expulsa. “Nada ajeno a nuestro sistema puede metérsenos dentro y quedarse ahí mucho tiempo.” Entonces conocía Justin.
Julissa y Gil me llevaron a la estación del tren. De camino me tomé dos botellas pequeñas de vino, unas galletas y fruta. Los trenes son mi transporte favorito. Leí, escribí, platiqué con unas viejitas. Once horas más tarde estaba en San Francisco un poco borracha, nada cansada, toda contenta. La estación estaba oscura y desolada. Tomé un taxi al centro de la ciudad. Siempre que atravieso por el Golden Gate me invade una gran emoción indescriptible, como felicidad oscura.
El Golden Gate, imán de las desesperaciones, es conocido como el segundo lugar más triste del mundo porque más de mil seiscientas personas se han quitado la vida en él; gente que no logra cruzar la pena, personas cuyos puentes internos se han desplomado.
Me alojé en el hotel de siempre: un negocio familiar con café y té gratis, muebles de los años veinte. En mi recámara había una imponente ventana por la que diez pisos abajo se veía la ciudad desierta y algunas personas dormidas en las esquinas. Me acosté en la cama y repasé de nuevo la última carta que Justin me había mandando. Faltaban pocas horas para encontrarme con ella, lo que me llenaba de gusto: hacía dos años que no la veía. Sabía que estaba pasando por un mal momento pero desconocía la seriedad de su situación.
Abrí los ojos y sentí el cerebro desinflamado, un descanso absoluto: la paz en todos sentidos. El sol fuerte se filtraba entre la cortina mal cerrada. Mi sosiego era la señal de haber dormido once horas —para mi sorpresa había dormido trece—. Me di un baño rápido, tomé un café y abordé un taxi que me llevó hasta una de las salidas del Golden Gate donde se supone tomaría un barco para llegar a la prisión de Alcatraz.
Mi propósito era visitar la celda del Pajarero. Su nombre era Robert Franklin Stroud, acusado de dos asesinatos, el primero en una riña al defender a la mujer que amaba, Kitty O’Brien, una corista y prostituta que al parecer le debía dinero a su padrote, Von Dahmer. Cuando éste de forma violenta trató de cobrarle, Robert Franklin lo golpeó hasta dejarlo inconsciente y después le disparó. Fue acusado por homicidio y sentenciado a doce años de cárcel en la prisión de McNeil Island de Puget Sound. Durante su estancia apuñaló a uno de sus compañeros y asesinó a un carcelero. Entonces lo condenaron a cadena perpetua.
Se dice que la maldad es proporcional a la bondad.
Robert Franklin es conocido como el hombre pájaro de Alcatraz. Una tarde encontró tres gorriones heridos en mitad del patio del reclusorio; los llevó a su celda y logró curarlos y ponerlos en libertad. A partir de ahí se dedicó al cuidado de gorriones y canarios. El director de la prisión, impresionado por el talento de Franklin, lo apoyó surtiéndolo de equipo: jaulas, medicinas, elementos químicos y lo necesario para continuar con sus labores ornitológicas le llegaron sin dificultades.
Cuentan que los pájaros volaban dentro de la celda de Franklin; los visitantes los compraban y regalaban a sus familiares. De esta forma, Franklin mantenía a su madre.
Gracias a su autodidactismo, Robert Franklin hizo importantes contribuciones al estudio de las aves en dos libros que escribió sobre su cuidado. Se ganó el respeto y el amor de muchas personas, quienes recolectaron firmas y lo apoyaron para que continuara su labor. Logró conseguir una celda extra para los pájaros, hasta que descubrieron que había utilizado parte del equipo del laboratorio para destilar alcohol casero y lo remitieron a Alcatraz sin pájaros ni derecho de visitas. Pasó los siguientes años escribiendo su autobiografía y una denuncia contra el sistema penitenciario americano, ambas censuradas. Murió el 21 de noviembre de 1963.
Al llegar a la parada que me llevaría al muelle no me dejaron subir por no tener una reservación que sólo se podía conseguir vía internet. La neblina ya estaba bajando. Eran las seis de la tarde y a las ocho debía ver a Justin. Tomé un taxi a City Lights, pasé a una librería y compré una libreta para Andrés y una edición de Aullido para Artemio. “Descarado esnobismo”, me recriminé. Si viajara a Jerusalén compraría astillas de la cruz de Cristo.
Salí de la librería y di la vuelta en la calle de Kerouac, un pequeño callejón cuyas paredes tienen pájaros azules. En San Francisco los dibujos de pájaros son recurrentes en honor a san Francisco de Asis, quien es conocido por su relación con las aves. Regresé por donde había llegado. Frente a la librería que acababa de cerrar se encontraba una mujer desmayada. Tenía un vestido verde claro y el cabello rojo brillante. Me acerqué para ver si respiraba. Pude ver sus pendientes: eran de porcelana, tenían una flor grabada. Debajo de sus ojos, una lágrima negra cristalizada por el frío me enterneció por completo.
Me parte el corazón ver a una mujer que llora y se le corre el rímel; es la representación de un intento fallido de dicha. Toda mujer que se riza las pestañas y se pone maquillaje lo hace con la ilusión de embellecerse; en sus planes no está el llanto. La negrura en las lágrimas hace que el fracaso sea más evidente, el llanto negro puntualiza el dolor.
En San Francisco hay gente tirada en casi todas las esquinas, gente desnuda hablando sola; pero ella se veía indefensa, víctima de la circunstancia; abrazaba su bolsa. La niebla seguía bajando. Le toqué la frente con mucho cuidado: estaba helada, aunque la mujer respiraba perfectamente. Unas señoras se acercaron; tendrían unos sesenta años. Una de ellas le puso agua bajo la nuca. La chica comenzó a balbucear. Las señoras le preguntaron si había tomado algo. “Estoy sobria, estoy sobria”, respondió ella, con un aliento alcohólico que delataba el engaño. “¿Tomaste algún medicamento?”, preguntó una de las señoras. La chica lo negó con la cabeza y se soltó a llorar. Nos tenía atrapadas, enternecidas y preocupadas. Apareció un vagabundo que miraba la bolsa de la chica; se le acercó y trató de tocarla. Le solté un manotazo: “Déjala tranquila, viene conmigo”, le dije al hombre. Las otras señoras también le pidieron que se fuera. Una levantó el paraguas con gran seguridad, blandiéndolo como si fuera una espada. El teporocho se alejó. Empezamos a discutir sobre qué hacer con la pelirroja, como si tuviéramos algún derecho. Entre las dos señoras la pusieron de pie. Un segundo después, la chica se desvaneció encima de mí; nos caímos al piso. “Déjenme”, gritó. Sentí culpa. Hace un momento ella estaba muy tranquila tratando de dormir.
Poco después llegaron los bomberos. Al verlos, la mujer se levantó y trató de huir, pero se cayó de nuevo. Esta vez su cabeza golpeó con la puerta de un restaurante chino. Los bomberos la alcanzaron, se pusieron unos guantes azules, y ya no quise ver más.
¡Justin! Eran las ocho en punto. Me fui corriendo para verla. No estaba lejos, pero era muy tarde.
Llegué al restaurante a las ocho y cuarto. Justin no estaba. Busqué una mesa alejada de la gente. Me sentía feliz, optimista, hasta que la vi entrar por la puerta. Como una flor arrancada antes de morirse, Justin estaba demacrada y descuidada, la ropa sin planchar, el cabello recogido y enredado. Se veía con un cansancio del alma. Sus ojos parecían un par de canicas, adentro no había fondo. Tenía la boca recientemente golpeada, en la comisura de los labios descansaba una costra de sangre.
Sentí un escalofrío al verla tan abandonada, como si frente a mí se hubiera sentado un cadáver, un cadáver andante y parlante. Me contó que no dormía, no comía, que no podría leer más que haikus. Una persona le ha causado un gran sufrimiento, la ha llenado de pequeñas y profundas heridas. ¿Cuánta tristeza cabe dentro de un corazón?
Silencio de mi parte.
La gente utiliza frases de autoayuda para pretender salir adelante. O para dar consejos. “Todo pasa para bien”, “De amor nadie se muere”, “La vida dura dos minutos”, “Lo importante no es caer, sino levantarse”, “Todo pasa por algo”… Estas palabras irrefutables no sirven de nada, son placebos mediocres.
Si alguien cae, si está en el piso y no puede levantarse, lo que menos quiere escuchar es que la importancia radica en el significado.
Tu tobillo está volteado, tu cara está en el suelo, tu saliva está mezclada con sangre, aún no sabes si te rompiste algo, si vas a necesitar una ambulancia o vas a poder levantarte por ti mismo. En el instante exacto de la caída, el dolor es absoluto, y ese momento, ese segundo del impacto, se puede prolongar de un minuto a toda la vida.
Quizá unos tengan la suerte de sobreponerse a ese tipo de resbalones, otros no tanto, y algunos… en absoluto. Pero considero una falta de respeto apresurar a alguien a que se ponga de pie y decirle que lo importante no fue su caída, que lo trascendente radica en que se levante, que la vida dura un minuto, que es hora de ser feliz, como si no fueran suficientes el terror y el dolor. Además, habrá que cargar con la culpa de que uno se va a morir y no está siendo feliz.
Justin no se está levantando, mi hermano no se está levantando, mi madre tampoco se levantó. Muchas veces no se trata sólo de tocar fondo: es el impulso con el que se cae. Frente a Justin me pregunté si yo me estoy levantando de mi caída.
“Espero que tengas un buen viaje”, me dijo. Echó la silla para atrás y se levantó mientras de su cartera sacaba ocho dólares que dejó en la mesa. No le respondí. Sentí que la silla me estaba succionando, que una fuerza desconocida me impedía levantarme, hablar, moverme. Justin salió del restaurante, mi pájaro apedreado. Cuando la puerta se cerró tras ella supe que ésa sería la última vez que la vería. He pasado por esto otras veces. Tengo en el alma dos despedidas.
Después de ese día recibí tres cartas más de Justin. Las dos primeras eran sumamente tristes; en la tercera lo único que reconocí de ella fue su nombre. Se leía furiosa, escribía al dictado de sus demonios, de su orgullo herido. Me contó una historia horrible. Pensé que tal vez descubrir la verdad podría darle la fuerza que necesitaba para salir.
Bendita verdad
que flota sobre el engaño
y sobre la omisión.
Tenía que verla. Le pedí a Juli que me llevara al aeropuerto. De camino le conté todo lo que sabía de Justin y la crisis tan grave por la que atravesaba. Al despedirme de ella tuve un destello de lucidez y me sorprendió escucharme decir:
—Hay gente que cuando la amas te castiga. Esto es la antesala del final y es terrible; lo voy a vivir pero te juro que lo superaré y nunca volveré a repetir ni siquiera su nombre.
Yo nunca había pensado ni sentido algo semejante.
Juli asintió con la cabeza y respondió:
—Es un pacto.
Cuando el avión despegó sacándome de Los Ángeles supe que lo peor acababa de comenzar.
¡Vaya con el amor! Con las maldades se hace
uno querer; con la pasión, odiar.
ROBERT WALSER
“¿Qué es lo peor que me puede pasar?”, pensé unas cuadras antes de que el taxi se detuviera frente a la casa de Justin. “Encontrarla muerta.”
La entrada principal estaba alfombrada por una gruesa capa de hojas secas. La casa tenía un aura de abandono. Después de tocar con insistencia entré por la ventana de la cocina. La casa estaba habitada por la inmundicia: sucia, revuelta, había vasos rotos, botellas de vino, botes de cerveza, libros subrayados de principio a fin, espejos quebrados, comida podrida, moscas, cientos de hojas de cuadernos con escritos a mano, poemas, disculpas, reclamos. Más poemas, más disculpas, más reclamos. Este lugar es la escenografía de una historia de desesperación y dolor inmensos. Las paredes escupen salitre de lo tristes que están; en esta casa se ha llorado mucho.
“¿Qué es lo peor que me puede pasar?”, me pregunté de nuevo. “¿Saberla viva de esta manera?” La muerte al menos es un lugar digno.
Sólo había una cosa por hacer.
Fui a la tienda de la esquina y gasté ciento treinta dólares en artículos de limpieza; compré trapos, escoba, jabones, cloro. Empecé por los platos, seguí con los pisos, las escaleras, los cristales. Mientras limpiaba todo me pregunté: “¿Cómo podemos hundirnos tanto? ¿Cómo podemos dejar que nuestros sentimientos nos arrastren de semejante forma?” Algo así sólo se le debería permitir al mar. Lo que causó este declive no amerita estar en mi diario, no es en absoluto digno de mis pensamientos, de mi cariño ni de ningún tipo de análisis.
Al anochecer, la casa había quedado impecable. Observé todos los objetos que Justin había seleccionado con tanto cuidado durante años, cada prenda de ropa, cada libro, los floreros, los cuadros, las plantas. Guardamos las cosas que nos gustan y nos hacen felices, las que nos traen recuerdos buenos. ¿Qué pasará con todo esto? Me deshice en llanto hasta quedarme dormida. Al clarear el cielo me fui.
No dejé ningún recado porque sabía que Justin nunca iba a volver.
Fui al D.F. a mediados de noviembre. Tuve un concierto, di unas entrevistas, vi a Anajosé, que ahora es madre de Silvestre. Es lo más bello que he visto en el año, tal vez en la vida. Anajosé se ha convertido en otra persona; está llena de luz y serenidad. La vida de muchos está comenzando a calmarse, como coches que se detienen justo en el borde. La familia de Anajó me invitó a pasar Navidad con ellos y a quedarme unos días en su casa preciosa construida por José Antonio, su padre. Todos fueron sumamente generosos. Lo recordaré siempre.
Mi corazón es una ánfora que cae y que se quiebra...
Tu silencio lo recoge y quebrado lo arrincona...
Mi idea de ti es un cadáver que el mar trae a la playa...
FERNANDO PESSOA
Llovió todo el día. Rocío, la tía de Anajó que está consagrada a los huicholes, me cantó una canción, y yo me quebré en llanto. He llorado mucho en estos últimos años, más que nunca en mi vida.
“El propósito de cada uno se tiene que luchar, que cultivar. Tú sabes cuál es tu guerra. Vives en un eterno juego de serpientes y escaleras: subes, avanzas, tomas una mala decisión y regresas hasta abajo, y luego vuelves a subir. Así la has pasado toda la vida.” Sus palabras me resonaron mucho, porque en efecto así ha sido: siempre he creído que, por más dolorosa que sea, la verdad es constructiva. La luz entró de una manera muy violenta; todo lo que por tanto tiempo me negué a ver se puso frente a mis ojos y no hay palabras que describan cómo me dolió.
Voy al correo de San Jerónimo, compro un sobre, una hoja, timbres postales y escribo.
Escribo la dirección de mi casa en Los Ángeles y me la envío.
¿Por qué no apagar la luz cuando ya no hay nada más que ver, cuando el espectáculo se ha vuelto odioso…?
LEÓN TOLSTOI
Llego a Los Ángeles y en el buzón encuentro la última carta de Justin, una carta de despedida, una aclaración y nota de suicidio. Desconozco qué día murió. Debió ser uno de los cuatro o cinco días que la carta tardó en llegar.
A todos nos llega la hora de descubrir, mediante otro, lo que somos realmente, qué tenemos dentro. Eso fue ella para mí. Me hubiera gustado que las cosas terminaran mejor. Fue muy injusto, sumamente injusto, fue terrible y lleno de crueldad, pero gracias. Supongo que con el tiempo podré decir gracias con sinceridad, cuando se me pase este horrible dolor.
Ave extraña,
lo mejor será no volver jamás a pronunciar tu nombre…
Adiós, adiós.
La ceniza no tiene carácter y está más alejada de todo tipo de madera de lo que lo está la depresión de la alegría desbordante. Donde hay ceniza, en realidad no hay nada. Pon tu pie sobre la ceniza y apenas notarás que has pisado algo.
ROBERT WALSER
Me despierto y me sigue doliendo la cabeza más que el día anterior. Me siento en el comedor, apoyo los codos sobre la mesa, formo un nido con mis manos y guardo mi cara; sigo llorando. Después de mucho tiempo salgo al jardín a ver mi diario. Se ha incendiado por completo, pero aún se puede leer; se trasluce la tinta a través de la ceniza, y logro descifrar la palabra “pájaro”.
Soplo… El pájaro convertido en ceniza vuela con solemnidad y aceptación. La ceniza, como dice Walser, es la humildad, la intrascendencia y la falta de valor misma. Lo más hermoso de la ceniza es que está obsesionada con la creencia de no valer nada, nunca pondrá resistencia al más mínimo viento.
Me parece mágico que la palabra “pájaro” se las arreglara para salir del diario y volar. Un espectáculo que es sólo mío. Y soy la única que entiende el significado. Nunca hubo tanto sentido en mi vida como en ese momento; esta alegría introdujo en mi vida la luz. El dolor de cabeza sigue creciendo. Es momento de pedir ayuda.
Me puse una sudadera y unos tenis y salí a caminar por la montaña. Es 1 de enero y nos dieron un día hermoso de sol y frío. Al caminar, el aire entra en mi cuerpo; me siento profundamente bien. Estoy viva de nuevo. Seguí subiendo por la montaña hasta llegar a un mirador.
El invierno tiene a muchos árboles deshojados, aparentemente sin vida. Observo el esfuerzo por sobrevivir de las flores, la lucha de la hierba, la estoica retirada de una rama cuando se parte, rama rota que iba a romperse, estaba por romperse. Los árboles aparentemente suspenden sus funciones en esta época del año; pero, contrario a lo que se ve, su actividad interna es más intensa que nunca: respiran frenéticamente por los troncos mientras pierden partes de ellos, guardan silencio, esperan.
Sigo caminando. Subo a otra parte de la montaña donde la mayoría de los árboles conservan sus hojas. Los pájaros están ahí, a excepción de uno, que estaba parado en un árbol sin hojas.
“Ése soy yo”, pensé. Y me dio risa la percha donde decido pararme la mayoría de las veces. “Ése soy yo. Me detengo en la rama del desasosiego. Injusta, no admito que he sido muy feliz, he viajado, he reído, he cantado. La gentese me acerca en la calle y me dice cosas buenas, recibo muchas muestras de afecto de extraños, cartas, regalos. Esto no es normal; ¿en qué momento pude haberme acostumbrado? A mí, Amanda Lalena, me han pasado muchas cosas bellas; he amado profundamente y voy a aprender a amar bien y seré una persona que me inspire respeto a mí misma, continuaré con dignidad.
Los momentos buenos de mi vida pasaron frente a mí. El dolor de cabeza había desaparecido por completo, mi corazón estaba abierto. Mientras pueda ver el cielo no estaré sola. Había cambiado de árbol. Ahora estaba en un lapacho. No malinterpreten mi cuerpo pequeño de pájaro: con este pico puedo hacer un nido resistente a toda tormenta y granizo. En eso estoy.
Para amar en la miniatura de ramas y trinos
para tejer al vuelo, para enhebrar la vida.
LUIS IGNACIO HELGUERA
Al tiempo que limpiaba la casa preparaba un caldo de pollo. Al llegar la noche había terminado: los vasos acomodados por tamaños, los platos secos y guardados dentro de su vitrina, las latas de comida ordenadas. Tengo ocho latas de atún, tres paquetes de pasta, tres latas de crema de espárragos, pan en el refrigerador; hay lechuga, mayonesa, un bote pequeño con aceitunas, queso, refrescos, latas de cerveza, un paquete nuevo de jamón, huevos, mostaza, mermelada. Miel. Pan. En el congelador hay dos botes de helado, uno de chocolate y otro de cereza.
Para que el piso quede perfectamente limpio, después de barrer pongo Ajax con agua caliente, lo restriego fuerte, me arrodillo y lo tallo como si fuera la Cenicienta, luego lo seco y vuelvo a trapear. Hoy también limpié las ventanas; el truco es usar papel periódico y un líquido especial de aroma tóxico. Estuve horas lustrando los cristales, abrillantándolos hasta hacerlos desaparecer. Cuando los cristales están más presentes es cuando de tan pulcros logran ausentarse.
Si te sientes triste te aconsejo que limpies los cristales de tu casa. Cuanto más los lustres más claras vas a tener muchas cosas y la paz llegará. Créeme: todo pasa, nada es tan grave, mucho menos cuando se trata de amor.
Lavé toda la ropa, la doblé, cambié las sábanas, puse flores en los floreros, desinfecté las frutas y las puse en una canasta al centro de la mesa. Dos naranjas y una pera verde. Y mientras preparé el caldo de pollo, a fuego lento; sólo así se logra una consistencia espesa. Saqué las piezas de pollo, las desmenucé, tiré los huesos a la basura, regresé a la olla el resto del pollo, añadí calabaza, papa, zanahoria, brócoli, mientras en otra olla hervían el ajo, el tomate y la cebolla, los cuales licué con una pizca de Knorr Tomate.
Hubo un momento, a las 8:43 p.m., en que todo estuvo arreglado, limpio, en orden. Yo estaba sentada en una mesa con alimento, el tazón de caldo servido frente a mí; frente a la mesa la ventana y frente a la ventana la noche, y sobre de todo, el silencio.
Entonces volteé a ver a mi alrededor y me di cuenta de que en ese momento la felicidad estaba ahí. Lo pensé muy bajito porque la conozco, mi felicidad es tímida, se presenta temblando, ruborizada. Al instante, al nombrarla, se esfumó; permanecía la calma. Entonces me di cuenta de que mi corazón está por fin sanando.
Con alegría me llevé la primera cucharada de sopa a la boca. Sabía delicioso. Cené muy despacio. Cuando terminé el caldo había un plato y una cuchara sucios. Un cansancio enorme cayó sobre mis hombros. El momento había pasado.
Desperté y me tomé una taza de café; en realidad dos. La casa estaba impecable: la había limpiado meticulosamente en días pasados. He estado obsesionada con la limpieza, con poner orden. Estaba sola. Sólo los pájaros interrumpían el silencio, pero ellos saben que pueden interrumpir lo que sea.
Terminé de releer Jakob von Gunten, de Robert Walser. Este año descubrí a Walser. Lo he leído con mucho detenimiento, una y otra vez. Nunca nadie había hecho tanto por mí como él; ha sido mi Virgilio. Me ha devuelto la vida.
Observo mi alrededor, veo la casa, las cosas que tengo; junto a mí, un pilar de libros. Ulises no está pero va a llegar en unos días. Ulises, amor de mi vida... Allá afuera hay alguien en el mundo que me conoce completamente y me ama. Gracias.
Tengo trece latas de atún en la cocina. Escribir en una computadora es mucho más fácil que en una máquina de fierro. Ojalá todos tuvieran la fortuna de ser pobres una vez en su vida y así saber el enorme valor de tener trece latas de atún. Desde mi orfandad valoro a sus familias, y pienso cómo hubiera sido mi vida de tener amor y cuidados cuando fui niña. Lo único que puedo envidiar a los demás es su infancia.
Pero esos tiempos se han ido y no se pueden recuperar, por lo tanto es ridículo que me definan, la fuerza de la genética, el consagrado victimismo. Me niego a que algo tan ordinario siga dirigiendo mi vida.
Sí, pues, es triste que mis padres estén muertos. No soy la única. Y sí, un día amé profundamente y me rompieron el corazón, ni modo. Se me han muerto amigos muy queridos en los últimos dos años y también mi gato. Esas cosas pasan, y pasan cosas peores. A mí, tengo que admitirlo, me ha ido muy bien.
Tengo un jardín.
Le escribo a Fadanelli y se lo digo, que lo quiero; le llamo a Daniela y no le digo pero la quiero tanto. Le mando un DM a Páez para saludarlo y recordarle que es importante para mí, y él me manda una foto de una de tantas veces que nos hemos reído juntos.
Gracias.
En las últimas semanas he estado caminando mucho en la montaña. En la naturaleza encontré el refugio y la salud. La observación de los árboles acelera la cicatrización de las heridas del alma.
Dichosa desdicha la que me trajo hasta aquí. No daría ni un paso atrás; no me gustaría volver a ser la persona que fui antes, habitante de un mundo donde el viento era un personaje que sólo levantaba hojas, hojas que no me parecían interesantes, así de pobre era: siempre estaba con la vista en el suelo pero no veía ni la tierra, ni el pasto, ni las hojas. No veía nada.
Subo a la montaña como lo hago cada día. Esta vez quiero podar unas flores silvestres y ponerlas en la mesa. Suena mi teléfono. Es Baldi; me avisa que tengo un concierto. Nunca deja de sorprenderme mi buena fortuna. Mientras regreso a mi casa en lo único que puedo pensar es en qué canciones voy a cantar, qué músicos invitar, qué voy a hacer con el escenario.
Canciones, historias, personajes.
Qué bella es la canción “Te recuerdo, Amanda”. Qué honor llamarme así. Gracias a Víctor Jara, gracias, gracias. A mis padres, a la montaña por estas flores. El sol matutino hace que todo brille, incluso mi pasado, y mientras bajo la montaña siento un abrazo de la vida.