La chica humana parecía tan sorprendida de ver a Arus cerniéndose sobre ella que se quedó paralizada e interrumpió un momento su escalada. Debajo de ella, una ola gigante se estrelló contra el acantilado, rociándolos a los dos con agua salada. Detrás venía una ola todavía mayor, así que Arus se inclinó más y agarró el otro brazo de la joven con su mano libre.
—El agua va a llegar hasta aquí —le explicó en su idioma, incorporándose y aupándola al mismo tiempo. La ola todavía no había llegado a romper, así que cogió a la chica en brazos y dio un salto hacia atrás de unos diez metros, sosteniéndola firmemente contra su pecho. Un segundo después, la ola rompió contra la cima del acantilado y la sobrepasó. El agua se arremolinó alrededor de sus tobillos antes de retroceder de vuelta al mar. Si la chica hubiera estado aun colgando del acantilado, la habría arrastrado, y posiblemente ella se habría ahogado. Arus no estaba seguro de eso último, pero por lo que había visto de los de su especie, era algo altamente probable.
Por similar que fuera su apariencia a la de los krinar, los humanos eran débiles y torpes, incapaces de hacer frente a los desafíos más básicos de su planeta.
La chica empezó a removerse, y Arus se dio cuenta de que seguía sujetándola contra su pecho. Aflojó los brazos un poco, lo suficiente para asegurarse de que ella pudiese respirar, pero no la bajó al suelo. En vez de eso, la estudió, fijándose en sus grandes ojos castaños y su complexión aceitunada y tersa. Ella era joven; supuso que rondaría el final de la adolescencia o el principio de la veintena. Con su cabello oscuro y abundante y su constitución delgada, casi podía pasar por una hembra krinar, excepto porque sus rasgos eran demasiado irregulares como para haber sido diseñados en un laboratorio. Su cara tenía forma de corazón, su frente era un poquito demasiado ancha y su boca demasiado delicada para considerarla una auténtica belleza. Aun así, ella era bonita de una manera única.
Lo bastante bonita como para que su polla se agitara, ajena al agua fría que caía desde el cielo.
Como si hubiera notado la dirección que habían tomado sus pensamientos, la chica redobló sus esfuerzos por soltarse.
—Por favor, déjame ir —dijo. Había un tono de miedo en su voz y sus pequeñas manos empujaron contra su pecho con las palmas resbalando por su húmeda piel.
Para su estupefacción, Arus sintió que ese contacto hacía que el calor descendiera por su espalda y que su respiración se acelerara.
Se estaba excitando por una chica humana mojada y asustada.
Antes de poder decidir qué hacer al respecto, vio cómo otra ola se alzaba sobre el acantilado. Lo peor de la tormenta estaba aún por llegar, lo que significaba que su prioridad principal era poner a salvo a la joven humana.
—Tenemos que alejarnos de esta playa —le dijo, dándole la espalda al mar. Ella continuaba resistiéndose, pero él la ignoró, y siguió sujetándola con fuerza mientras se dirigía hacia las distantes colinas. Sabía que había un pueblo hacia el oeste, probablemente el de la joven, así que se dirigió hacia el este, donde era menos probable que se topara con más humanos.
Se suponía que debía observar a los residentes de la Tierra, no interactuar con ellos.
Aun así, Arus no lamentaba haber salvado a la muchacha. Cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que, de no ser así, ella se habría ahogado. Y eso hubiese sido una lástima, porque era agradable sostenerla.
Tan agradable, de hecho, que no pudo evitar imaginarse cómo sería sujetarla debajo de él, con la polla hendida en su carne cálida y resbaladiza.
—¿Adónde me llevas? —Ahora la chica sonaba asustada—. Por favor, tengo que irme a casa.
—No te preocupes. No voy a hacerte daño. —Arus miró hacia abajo, hacia su prisionera. Su pulso rápido era visible en la base de su garganta, y él se excitó más al imaginarse el sabor a cobre de su sangre en su lengua. Había probado a beber sangre humana una vez antes, y la experiencia había resultado sublime. Tenía la sensación de que con esta joven iba a ser aún mejor.
Parecía que su decisión ya estaba tomada.
—¿Adónde me llevas? —preguntó la muchacha de nuevo, con voz temblorosa. Las palabras tranquilizadoras de Arus no parecían haber tenido efecto alguno en ella.
—Te estoy llevando a un lugar donde estarás calentita y segura. —Seguramente ella agradecería eso. Él podía sentirla temblar; el áspero andrajo que hacía servir como vestido estaba empapado y eso tenía que estar haciéndola sentirse helada—. No deberías andar por ahí con esta tormenta —añadió cuando un retorcido relámpago atravesó el cielo por tercera vez en pocos segundos.
—Estaré bien si me dejas ir. —Empujando otra vez contra su pecho, la chica intentó retorcerse y escaparse de su sujeción—. Por favor, déjame bajar.
Arus suspiró y aceleró el paso, haciendo caso omiso a su fútil resistencia. Cuando consiguiera que estuviera seca y caliente, ya se preocuparía de tranquilizarla.
No quería que estuviera asustada cuando la metiera en su cama.