Atrapada en el poderoso abrazo del dios, Delia sintió que había sido arrastrada por la tormenta. La primera vez que Arus la había cogido en sus brazos, ella había estado demasiado asustada para fijarse en su cuerpo desnudo, pero cuando el miedo empezó a desvanecerse, el ansia desconocida de entre sus muslos había regresado... y junto con ella, la intensa conciencia de lo atractivo que él era como hombre.
Un hombre que la deseaba, a juzgar por la enorme erección que presionaba contra su trasero.
Delia era virgen, pero no ignoraba la mecánica del sexo. Ella había visto a muchos animales aparearse, y su madre le había contado que era lo mismo para los humanos. Delia también sabía que no debía hacerlo con nadie más que con su marido. Era una regla que siempre había intentado seguir... pero ahora parecía que su esposo probablemente iba a ser Phanias. Ni siquiera podía imaginarse besando al viejo herrero, y la idea de que este exótico y poderoso desconocido le robara la virginidad era mucho más que atractiva.
Tan atractiva, de hecho, que cuando Arus bajó la cabeza para besarla, ella aparcó su miedo y simplemente se dejó llevar por las sensaciones.
Los labios que se posaron en los suyos eran sorprendentemente suaves, y su aliento era cálido y vagamente dulce, como si acabara de comerse una fruta hacía poco. Él palpó la comisura de sus labios con la lengua, y ella los abrió instintivamente. Él se aprovechó de inmediato y su lengua se deslizó en su boca mientras la mano que la cogía por el pelo se tensaba, y el ansia en su interior se intensificó, transformándose en una peculiar tensión palpitante. Notaba los pechos hinchados y sensibles, sus pezones tiesos como si los hubieran frotado, y un calor líquido que se acumulaba entre sus muslos mientras él profundizaba el beso, casi devorándola con la lengua.
Sabía dulce y ligeramente salado, como si en sus labios se hubiera quedado un vestigio del agua del mar. Delia dejó caer la cabeza hacia atrás, cediendo a la presión de su boca; gimió, y sus manos se deslizaron hacia arriba para agarrarse a sus fuertes hombros. El calor de su interior creció cuando él se movió debajo de ella y apretó con más fuerza los brazos que rodeaban su cuerpo. Su erección era como una barra de hierro debajo de su trasero, y saber que la deseaba tanto la emocionaba y aterrorizaba a la vez.
Ella había escuchado que la primera vez siempre dolía, y tenía demasiadas ganas de experimentar ese dolor.
Aun así, ni esa preocupación era suficiente para enfriar el fuego bajo su piel. Todo dentro de ella ansiaba las caricias de Arus. Su necesidad de él la consumía, haciéndola sentirse como una extraña en su propio cuerpo. Por primera vez, Delia comprendió por qué Helena de Troya lo arriesgó todo por Paris.
Si esto era la pasión, no era de extrañar que se libraran guerras por su causa.
Antes de que Delia tuviera la oportunidad de redundar en eso, Arus la bajó al suelo, tumbándola estirada sobre la hierba aún húmeda. Ella se las arregló para soltarse de su boca el tiempo suficiente para coger el aliento que tanto necesitaba, y luego él ya estaba encima de ella, y su gran cuerpo le bloqueaba la visión de la tormenta que se desataba en el exterior. Ella todavía no entendía cómo una pared transparente podía protegerlos de la lluvia y los rayos, pero cuando él volvió a besarla, perdió toda inclinación a preocuparse.
Cualquier poder mágico que el dios poseyera palidecía en comparación con el deseo que evocaba en ella.
Sus manos ahora viajaban por su cuerpo, grandes, fuertes y decididas. En sus caricias había habilidad y experiencia. No le agarró los pechos como el chico que la había besado cuando tenía dieciséis años; Arus amasó sus pequeños montículos a través de su vestido moviendo el pulgar hacia adelante y hacia atrás sobre sus pezones erectos mientras se sostenía sobre sus codos. Al mismo tiempo, su rodilla le separó las piernas, encajándose entre ellas, y ella notó cómo su muslo se apretaba contra su sexo, presionando un punto que la hizo sentirse caliente y mareada. El ansia que latía dentro de ella se intensificó, y ella jadeó dentro de su boca, con las manos aferradas a sus costados, mientras la tensión de su interior se enroscaba en una espiral más y más cerrada.
—Sí, eso es —susurró él, desplazando sus labios hasta la oreja de Delia—. Córrete para mí, querida.
Su muslo se movía rítmicamente entre sus piernas, frotándose contra su sexo a través del material áspero de su vestido, y la tensión dentro de ella empeoró. Podía sentir el calor de su aliento en su cuello, y los latidos de su corazón le tronaban en los oídos a la vez que se le nublaba la vista, mientras esa presión palpitante seguía acumulándose en su interior. Sentía como si se estuviera muriendo, como si algo dentro de ella estuviera a punto de estallar. Asustada, gritó el nombre del dios... y luego la explosión la alcanzó.
Cada pizca de presión acumulada pareció liberarse al mismo tiempo, con una intensa onda expansiva de placer que brotó de lo más profundo de ella. Sus músculos internos se contrajeron varias veces, y sus dedos se curvaron. Jadeando, Delia levantó las caderas, buscando más de esas sensaciones, pero el placer ya estaba menguando, dejándola aturdida y sin aliento.
Antes de que pudiera entender lo que había sucedido, Arus se apartó de ella, se puso en pie y la ayudó a levantarse. Ella se quedó ahí, tambaleándose sobre unas piernas inestables, mientras él tiraba de su vestido, lo sacaba por encima de su cabeza y lo arrojaba al suelo, dejándola desnuda, y tremendamente consciente del enorme hombre excitado de pie frente a ella.
—Espera —susurró ella, pero él ya la estaba echando sobre la hierba y cubriéndola con su poderoso cuerpo. Ahora ya no había barreras entre ellos, y el miedo anterior de Delia regresó al sentir la insistente dureza de su erección contra su pierna. Con el corazón latiéndole a máxima velocidad, colocó sus manos entre los dos, empujándole con las palmas contra el pecho.
—No tengas miedo —murmuró él, apoyándose en un codo. Deslizó su mano libre por su cuerpo en una caricia suave, y ella vio que sus ojos eran tan oscuros como un cielo de medianoche, y sus hermosos rasgos conformaban una potente expresión de intensidad—. No voy a hacerte daño —le prometió con voz ronca, abriéndole los muslos con las rodillas.
Delia abrió la boca para decirle que era virgen, pero él ya estaba tocando su sexo y sus dedos encontraron infaliblemente el lugar que tanto la había tensado antes. Ahora estaba todavía más sensible, y ella pudo sentir una extraña y cálida humedad dentro de ella. Avergonzada, trató de apartarse antes de que él pudiera sentir su humedad, pero sus dedos ya estaban allí, separando sus pliegues y empujando dentro de su cuerpo.
Fueron solo las puntas de sus dos dedos, pero Delia se estremeció, la sensación de estiramiento era desconocida y dolorosa. Al instante, Arus se detuvo, mirándola.
—¿De qué se trata? —Sonaba preocupado.
—Yo... —Delia sintió que su cara se encendía por el rubor—. Nunca lo he hecho.
Él abrió mucho los ojos, y por un breve instante, ella pensó que él iba a soltarla. Sin embargo, un segundo después, su mandíbula se tensó, y ella vio un músculo palpitando cerca de su oreja.
—¿Nunca? —preguntó con voz ronca, y Delia negó con la cabeza, demasiado avergonzada para decirlo de nuevo.
Él la miró fijamente, con una mirada extrañamente intensa, y ella se dio cuenta de que su mano todavía estaba sobre su sexo, con los dedos fijos en la entrada de su cuerpo.
—Así que eres toda mía. —Había una nota oscuramente posesiva en su voz—. Ningún hombre te ha tocado jamás.
Delia se mordió el labio.
—No... —jadeó cuando él empujó un dedo en ella—. No así.
Sus fosas nasales se ensancharon y volvió a besarla de nuevo. Su boca la consumía con un hambre salvaje mientras su dedo se metía más profundamente dentro ella. La sensación era desconocida, pero no dolorosa, y la tensión ya reconocible regresó cuando su pulgar encontró el punto sensible de antes. Estaba tan resbaladiza que facilitaba el movimiento de su dedo, y después de un instante, Delia se olvidó del todo de su incomodidad inicial, y sus caderas empezaron a mecerse al compás de los movimientos de su mano.
Tal vez tuviera suerte, y su primera vez no iba a dolerle en absoluto.