Tres días más tarde, Ana volvió a casa desde la escuela y se encontró a Janet llorando. Las lágrimas eran tan poco propias de Janet que Ana se asustó de verdad.
—Janet, ¿qué ocurre? —preguntó alarmada.
—Hoy... hoy cumplo cuarenta años.
—Bueno, ayer te faltaba solo un día para tenerlos y no estabas tan triste —la consoló Ana intentando reprimir una sonrisa.
—Pero... pero...—prosiguió Janet entre hipidos—. John Douglas no me pide que me case con él.
—Ya lo hará —dijo Ana sin mucha convicción—. Debes darle tiempo, Janet.
—¡Tiempo! —repitió Janet con un desprecio indescriptible—. Ha tenido veinte años, ¿cuánto más necesita?
—¿Eso quiere decir que John Douglas lleva veinte años cortejándote?
—Sí. Y nunca ha llegado siquiera a mencionarme el matrimonio. Y ya no creo que lo haga. Nunca he hablado de esto con nadie, pero tengo la sensación de que si no lo cuento de una vez, me volveré loca. John Douglas empezó a venir a visitarme hace veinte años, antes de que mi madre muriera. Bueno, seguía viniendo una y otra vez, así que al cabo de un tiempo empecé a preparar colchas y sábanas para cuando nos casáramos, pero él no mencionaba el matrimonio, se limitaba a seguir viniendo una y otra vez. Yo no podía hacer nada al respecto. Mi madre murió cuando llevábamos ocho años así. Pensé que a lo mejor entonces se decidía a pedírmelo, teniendo en cuenta que me había quedado sola en el mundo. Se mostró muy atento y compasivo e hizo cuanto pudo por mí, pero ni una palabra de matrimonio. Y así han continuado las cosas desde entonces. La gente me culpa a mí de ello, dice que no quiero casarme con él porque su madre está muy enferma y no quiero tener que ocuparme de cuidarla. Sin embargo, ¡a mí me encantaría ocuparme de la madre de John! Aun así, no los saco de su engaño, ¡prefiero que me culpen a darles pena! Es muy humillante que John no me pida que me case con él. ¿Y por qué no lo hace? Tengo la sensación de que si al menos conociera el motivo, no me importaría tanto.
—A lo mejor es que su madre no quiere que se case con nadie —sugirió Ana.
—No, no es eso. La señora Douglas me ha dicho muchas veces que le encantaría ver a John casado antes de morir. No para de soltarle indirectas... tú misma la oíste el otro día.
—No lo entiendo —dijo Ana con expresión de impotencia. Se acordó de Ludovic Speed, pero la situación era distinta. John Douglas no era el mismo tipo de hombre que Ludovic—. Deberías ser más valiente, Janet—continuó muy decidida—. ¿Por qué no lo mandaste a paseo hace tiempo?
—No pude —contestó la pobre Janet en tono lastimero—. Verás, Ana, siempre he querido muchísimo a John. Daba igual que siguiera viniendo a verme o no, porque no había nadie más que me interesara, así que no importaba.
—Pero podrías haberle obligado a dar el paso—insistió Ana.
Janet negó con la cabeza.
—No, creo que no. De todas maneras, me daba miedo intentarlo por si desaparecía sin más. Supongo que soy cobarde, pero eso es lo que siento y no puedo evitarlo.
—Pues yo creo que ahora sí podrías evitarlo, todavía no es demasiado tarde. Ponte firme, déjale claro a ese hombre que no vas a seguir aguantando sus titubeos. Yo te apoyaré.
—No sé...—dijo Janet desesperada—. No sé si alguna vez seré capaz de reunir el valor necesario. Llevamos mucho tiempo así... pero lo pensaré.
Ana se llevó una decepción con John Douglas. Le había caído muy bien, y no le había parecido el tipo de hombre que se pasa veinte años jugando con los sentimientos de una mujer. Estaba claro que había que darle una lección, y Ana pensó que disfrutaría siendo testigo del proceso. Por eso se puso contentísima cuando Janet le dijo, de camino a la reunión de la iglesia la tarde siguiente, que pretendía hablar con él aquel día.
—Le dejaré claro a John Douglas que no voy a dejar que siga pisoteándome.
—Muy bien hecho —dijo Ana con entusiasmo.
Cuando la reunión hubo terminado, John Douglas se acercó a Janet con su petición habitual. Esta se mostró asustada pero decidida.
—No, gracias —contestó con frialdad—. Sé llegar perfectamente a casa sola. Es normal, después de cuarenta años haciendo el mismo camino, así que no es necesario que se moleste, señor Douglas.
Ana estaba mirando a John Douglas y, a la luz de la luna, volvió a ver aquella expresión de tortura suprema. Sin decir una sola palabra, el hombre se dio la vuelta y emprendió la marcha en sentido contrario.
—¡Pare! ¡Deténgase! —gritó Ana como una loca, sin importarle en absoluto que la gente los mirara con perplejidad—. Señor Douglas, pare. ¡Vuelva aquí!
John Douglas se detuvo, pero no volvió junto a ellas. Ana salvó corriendo la distancia que los separaba, lo agarró del brazo y casi podría decirse que lo arrastró hasta Janet.
—Tiene que volver —le suplicó—. Es todo un tremendo error, señor Douglas... todo es culpa mía. Yo he obligado a Janet a hacerlo, ella no quería... Pero ya ha pasado, ¿no es verdad, Janet?
Sin decir ni una palabra, Janet agarró a John del brazo y empezó a caminar a su lado. Ana los siguió hasta casa con actitud sumisa y entró enseguida por la puerta de atrás.
—Vaya, pues menos mal que ibas a apoyarme —le espetó Janet con sarcasmo.
—No he podido evitarlo, Janet—contestó ella arrepentida—. Me sentí como si acabara de ser testigo de un asesinato, ¡tenía que correr tras él!
—Bueno, me alegro de que lo hicieras. Cuando vi que John se alejaba por el camino, me sentí como si hasta el último resquicio de felicidad de mi interior se marchara con él. Fue una sensación horrible.
—¿Te ha preguntado por qué lo has hecho? —quiso saber Ana.
—No, no ha dicho ni una sola palabra al respecto —respondió Janet con voz débil.