Ana no había perdido por completo la esperanza de que de todo aquello saliera algo bueno. Pero no fue así. John Douglas iba a visitar a Janet, la llevaba a pasear en carro y la acompañaba a casa desde la iglesia, como llevaba haciendo desde hacía veinte años y como parecía que iba a seguir haciéndolo otros veinte. El verano llegaba a su fin. Ana daba clases en la escuela, escribía cartas y estudiaba un poco. El trayecto hasta la escuela era agradable, siempre iba por el atajo de la ciénaga, que le parecía un lugar precioso.
Aun así, la vida en Valley Road le resultaba un poco monótona, aunque hubo un episodio entretenido.
Aparte de por varios encuentros fortuitos en el camino, Ana no había vuelto a ver a Samuel, el chico de los recados del vecino, desde la tarde en que fue a visitarlas y apenas habló. Pero una calurosa noche de agosto, el muchacho apareció y, muy serio, fue a sentarse en el banco que había junto al porche. Llevaba su habitual uniforme de trabajo, iba mordisqueando una brizna de hierba y no dejó de hacerlo mientras miraba a Ana con solemnidad. La joven dejó su libro a un lado con un suspiro y cogió su labor de costura, puesto que mantener una conversación con Sam era imposible.
De pronto, después de un prolongado silencio, Sam habló:
—Voy a marcharme de ahí —dijo con brusquedad al mismo tiempo que agitaba la brizna de hierba en dirección a la casa vecina.
—¿Ah, sí? —preguntó Ana por cortesía.
—Sí.
—¿Y adónde te vas?
—Bueno, llevo un tiempo pensando en irme a vivir por mi cuenta. En Millersville hay una casa que me iría bien, pero si la alquilo me gustaría casarme.
—Ya imagino —dijo Ana vagamente.
Se produjo otro silencio prolongado. Al final, Sam volvió a quitarse la brizna de hierba de la boca y dijo.
—¿Te juntas conmigo?
—¿Qué? —gritó Ana.
—¿Te juntas conmigo?
—¿Quieres decir que si me caso contigo? —preguntó la pobre Ana sin apenas voz.
—Sí.
—¡Pero si apenas te conozco! —exclamó indignada.
—Ya me conocerías cuando nos casáramos —replicó Sam.
Ana hizo acopio de su maltrecha dignidad.
—Por supuesto que no me casaré contigo —dijo con arrogancia.
—Tampoco soy tan malo. Soy trabajador y tengo algo de dinero en el banco.
—No vuelvas a mencionarme este tema. ¿Cómo se te ha ocurrido algo así? —quiso saber Ana, cuyo sentido del humor empezaba a aplacar el enfado. ¡Qué ridículo era todo aquello!
—Eres una chica guapa y tienes buenos andares —dijo Sam—. Piénsatelo, tardaré un tiempo en cambiar de opinión. Bueno, tengo que marcharme, que es hora de ordeñar las vacas.
Las ilusiones de Ana respecto a las peticiones de mano habían sufrido tanto en los últimos años que pudo reírse con ganas de aquella sin sentir ningún resentimiento. Aquella noche imitó al pobre Sam delante de Janet y las dos se rieron de aquel despliegue de emociones puras.
Una tarde, cuando la estancia de Ana en Valley Road estaba a punto de finalizar, Alec Ward llegó a toda prisa a Borde del Camino en busca de Janet.
—Te necesitan en casa de los Douglas de inmediato —dijo—. Creo que esta vez la señora Douglas va a morir de verdad, después de llevar veinte años fingiéndolo.
Janet fue corriendo a buscar su sombrero y Ana preguntó si la señora Douglas estaba peor que de costumbre.
—No está ni la mitad de mal —contestó Alec muy serio—, y eso es lo que me hace pensar que es grave. En otras ocasiones se pone a gritar y a dar tumbos por toda la casa. Esta vez está tumbada, inmóvil y en silencio. Cuando la señora Douglas guarda silencio es que está muy mal, sin duda.
—¿No le cae bien la anciana señora Douglas? —preguntó Ana con curiosidad.
—Me gustan los gatos cuando son gatos. No me gustan los gatos cuando son mujeres —fue la críptica respuesta de Alec.
Janet volvió a casa al anochecer.
—La señora Douglas ha muerto —anunció agotada—. Falleció al poco de llegar yo. Solo me habló una vez... «Supongo que ahora ya te casarás con John, ¿no?». Fue como si me clavaran una daga en el corazón, Ana. ¡Pensar que la propia madre de John creía que me negaba a casarme con él por su culpa! Y no pude decirle nada... Había más gente allí dentro. Menos mal que John había salido.
Janet se echó a llorar, así que Ana le preparó una infusión de jengibre para consolarla.
La tarde después del funeral, Ana y Janet estaban sentadas en el porche contemplando la puesta de sol. Janet llevaba su horrible vestido negro y tenía muy mala cara, con los ojos y la nariz enrojecidos de tanto llorar. No hablaban mucho, puesto que estaba claro que Janet no apreciaba los intentos de Ana por animarla.
De pronto, John Douglas entró en el jardín y se dirigió directo hacia ellas pasando por encima del lecho de geranios. Janet se puso en pie y Ana la imitó. Ana era alta e iba vestida de blanco, pero John Douglas ni siquiera la vio.
—Janet —dijo—, ¿quieres casarte conmigo?
Disparó aquellas palabras como si llevara veinte años queriendo pronunciarlas y tuviera que soltarlas ya, antes que cualquier otra cosa.
La mujer tenía la cara tan colorada de llorar que no podía sonrojarse más, así que se le puso de un tono morado nada favorecedor.
—¿Por qué no me lo habías pedido antes? —preguntó despacio.
—No podía. Me hizo prometerle que no lo haría... mi madre me hizo prometérselo. Hace diecinueve años sufrió un ataque terrible, pensamos que no sobreviviría. Me imploró que le prometiera que no te pediría que te casaras conmigo mientras ella estuviera viva. Yo no quería hacerle esa promesa, a pesar de que todos estábamos convencidos de que no viviría mucho más tiempo... El médico le daba seis meses de vida. Pero me lo suplicó de rodillas, enferma y sufriendo. Tuve que prometérselo.
—¿Qué tenía tu madre en mi contra? —gritó Janet.
—Nada...nada. Era solo que no quería que hubiera otra mujer, ninguna otra mujer, en casa mientras ella estuviese viva. Me dijo que si no se lo prometía se moriría allí mismo y yo la habría matado. Así que le hice la promesa. Y me ha obligado a cumplirla desde entonces, pese a que yo también me he arrodillado ante ella para rogarle que me liberara.
—¿Por qué no me lo habías contado? —preguntó Janet entre sollozos—. ¡Ojalá lo hubiera sabido! ¿Por qué no me lo dijiste?
—Me hizo prometerle que no se lo diría a nadie —dijo John con la voz ronca—. Me obligó a jurarlo sobre la Biblia. Janet, si se me hubiera siquiera ocurrido que iba a durar tanto tiempo, no se lo habría prometido de ninguna de las maneras. No sabes lo que he sufrido durante estos diecinueve años. Y sé que también te he hecho sufrir a ti, pero te casarás conmigo a pesar de todo, ¿verdad, Janet? Por favor, Janet, ¿lo harás? He venido a pedírtelo en cuanto he podido.
En aquel momento, la perpleja Ana volvió en sí y se dio cuenta de que no pintaba nada allí. Entró en la casa y no vio a Janet hasta la mañana siguiente, cuando la mujer le contó el resto de la historia.
—¡Menuda vieja cruel, despiadada y embustera! —gritó Ana.
—Chis... está muerta —la reprendió Janet con severidad—. Si no lo estuviera... pero está muerta, así que no debemos hablar mal de ella. Pero al fin soy feliz, Ana. Y no me hubiera importado esperar tanto si al menos hubiera sabido el porqué.
—¿Cuándo te casas?
—El mes que viene. Por supuesto, será una boda muy discreta. Supongo que la gente hablará fatal de mí, dirá que me he dado un montón de prisa en echarle el guante a John en cuanto su madre ha dejado de ser un estorbo. John quería contarle a todo el mundo la verdad, pero le he dicho: «No, John, a fin de cuentas era tu madre, así que guardaremos el secreto y no mancharemos su memoria. Me da igual lo que opine la gente, ahora que yo sé la verdad».
—Tienes mucha más capacidad de perdonar de la que yo tendré en la vida —le dijo Ana bastante enfadada.
—Pensarás de manera distinta respecto a muchas cosas cuando llegues a mi edad —aseguró Janet en tono comprensivo—. Es una de las cosas que aprendemos con la edad, a perdonar. Es más fácil a los cuarenta de lo que lo era a los veinte.