CAPÍTULO 17

EL INICIO DEL ÚLTIMO CURSO EN REDMOND

—Ya estamos todas de vuelta, qué alegría —dijo Phil justo antes de sentarse en una maleta con un suspiro de placer—. ¿No es fantástico volver a ver nuestra querida Casa Patty, a la tía y a los gatos? Rusty ha perdido otro trozo de oreja, ¿no?

—Rusty sería el mejor gato del mundo aunque no tuviera orejas —replicó Ana con lealtad.

—¿No te alegras de volver a vernos, tía? —preguntó Phil.

—Sí, pero me gustaría que primero colocarais vuestras cosas en su sitio —contestó la tía Jamesina en tono lastimero mientras miraba la selva de baúles y maletas que rodeaba a las cuatro chicas—. Podríais seguir hablando más tarde, ¿no os parece? «Primero el trabajo y después el juego» era mi lema cuando era niña.

—Nuestra generación le ha dado la vuelta, tía. Nuestro lema es juega todo lo que quieras y después al tajo. Se trabaja mucho mejor si antes te has hartado de jugar.

—Si vas a casarte con un pastor—dijo la tía Jamesina, que cogió a Joseph y sus agujas de tejer y se resignó a lo inevitable con la elegancia que la convertía en la mejor de las tías—, tendrás que olvidarte de expresiones como «al tajo».

—¿Por qué? —gimió Phil—. ¿Por qué la esposa de un pastor debe hablar con tanta finura y educación? Yo no pienso hacerlo. En los suburbios todo el mundo utiliza esa jerga, y si yo no lo hiciera pensarían que soy una estirada.

—¿Le has dado ya la noticia a tu familia? —preguntó Priscilla.

Phil asintió.

—¿Cómo se lo han tomado?

—Bueno, mi madre montó en cólera, pero me mantuve firme como una roca. ¡Yo, Philippa Gordon, que antes no era capaz de aferrarme a nada! Mi padre se mostró más tranquilo; su padre también era pastor, así que siente cierta debilidad por el oficio. Jonas vino a visitarnos cuando mi madre se calmó un poco y ambos están encantados con él, aunque mi madre le soltó alguna que otra pulla respecto a cuáles eran antes sus expectativas para mí. No es que mis vacaciones hayan sido un camino de rosas, queridas, pero he sobrevivido y tengo a Jon. Lo demás no importa.

—No te importa a ti —dijo la tía Jamesina en tono de reproche.

—Ni a Jonas —replicó Phil—. ¿Por qué sigue dándote tanta lástima? Yo creo que se le debería tener envidia: conmigo se lleva a una persona inteligente, guapa y de gran corazón.

—Menos mal que sabemos cómo tomarnos tu forma de hablar—intervino la tía Jamesina pacientemente—. Espero que no hables así delante de gente desconocida. ¿Qué pensará de ti?

—Es que no quiero saber lo que piensa, no quiero verme como me ven los demás. Creo que la mayor parte de las veces sería incomodísimo. Pero, cambiando de tema, Ana, cuéntanos esa escena romántica que me mencionaste de manera tan enigmática en una de tus cartas —pidió Phil.

Ana interpretó la petición de mano de Samuel con mucha gracia. Las chicas lloraron de risa y la tía Jamesina sonrió.

—No es de buen gusto burlarse de vuestros pretendientes —las reprendió—, pero yo lo hacía siempre —añadió con tranquilidad.

—Háblanos de tus pretendientes, tía —la animó Phil—. Debiste de tener un montón.

—No hables en pasado —señaló la tía Jamesina—. Todavía los tengo. En mi ciudad hay tres viudos que llevan un tiempo mirándome con ojos de cordero. Las jóvenes no deberíais pensar que lo romántico os incumbe solo a vosotras.

—Los viudos y los ojos de cordero no parecen muy románticos, tía.

—Cierto, pero los jovencitos tampoco lo son siempre; desde luego, algunos de mis pretendientes no lo eran en absoluto. Me reía muchísimo de ellos, pobrecitos. Estaba Jim Elwood, que vivía en una especie de ensoñación y nunca se enteraba de nada de lo que pasaba. No se dio cuenta de que le había rechazado hasta un año después de que lo hiciera. Cuando se casó, una noche volviendo a casa desde la iglesia, su mujer se cayó del trineo y él ni se percató. Y también estaba Dan Winston, que sabía demasiado. Lo sabía todo sobre este mundo, y casi todo sobre el siguiente. Podía responderte a cualquier pregunta, incluso si le preguntabas cuándo se acabaría el mundo. Milton Edwards era muy majo y me caía bien, pero no me casé con él, por un lado porque tardaba una semana en coger los chistes y, por el otro, porque nunca me lo pidió. Horatio Reeve ha sido el pretendiente más interesante que he tenido en mi vida, pero adornaba tanto las historias que al final era imposible seguir el hilo.

—¿Y los demás, tía?

—Id a deshacer las maletas. Los demás eran demasiado buenos para burlarse de ellos, así que respetaré su recuerdo. Ana, hace alrededor de una hora te ha llegado un ramo de flores, está en tu habitación.

Al cabo de una semana, las chicas de Casa Patty habían vuelto a centrarse en los libros, puesto que aquel era su último curso en Redmond y debían luchar con ahínco para graduarse con honores. Ana se entregó al estudio de la lengua y la literatura, Priscilla al de las lenguas clásicas y Philippa al de las matemáticas. A veces se cansaban, en ocasiones se desanimaban y en algunos momentos nada parecía merecer tanto esfuerzo. Una tarde lluviosa de noviembre, esos pensamientos lúgubres asaltaron a Stella, que se dirigió a la habitación de Ana. La encontró sentada en el suelo a la luz de la lámpara que tenía a su lado y rodeada de un montón de hojas manuscritas y algo arrugadas.

—¿Se puede saber qué estás haciendo?

—Leer relatos de mi antiguo club de los cuentos, porque me apetecía leer algo que me alegrara. He estudiado tanto que se me nubla la vista, así que he rescatado los cuentos de mi baúl. Son tan trágicos y lacrimógenos que me resultan divertidísimos.

—Yo estoy muy desanimada —dijo Stella, que se dejó caer sobre el sofá—. Tengo la sensación de que nada merece la pena. Ni siquiera sé qué sentido tiene vivir, Ana.

—Querida, son la fatiga mental y el cansancio los que nos hacen pensar así. Una noche como esta después de pasarse todo el día estudiando desalentaría a cualquiera. Sabes muy bien que la vida merece la pena.

—Ya, supongo, pero ahora mismo no soy capaz de demostrármelo.

—Tú piensa en todas las personas nobles que han vivido y trabajado en este mundo —dijo Ana con voz soñadora—. ¿No crees que merece la pena llegar detrás de ellas y heredar lo que ganaron y enseñaron? Y luego están los que vendrán después. ¿No te parece que merece la pena trabajar un poco y allanarles el camino, aunque solo sea un paso?

—Mi cerebro está de acuerdo contigo, Ana, pero mi alma sigue estando triste y falta de inspiración. Siempre me pongo melancólica y de mal humor las noches que llueve.

—Algunas noches me gusta que llueva, me gusta tumbarme en la cama y oír el repiqueteo de las gotas contra el tejado.

—A mí me gusta cuando se queda en el tejado —dijo Stella—, cosa que no ocurre siempre. En verano pasé una noche terrible en una vieja granja. Tenía goteras y la lluvia caía a chorros sobre mi cama. Eso no tuvo nada de poético. Cuando conseguí apartar la cama de la gotera, me pasé toda la noche oyendo el ploc, ploc, ploc de las gotas y me puse de los nervios. No te haces una idea de lo siniestro que es el ruido que hace una gota de agua gruesa cuando choca contra el suelo desnudo, era como los pasos de un fantasma. ¿De qué te ríes, Ana?

—De estos cuentos. Como diría Phil, «son matadores»... y en todos los sentidos, porque en ellos moría todo el mundo. Qué heroínas tan maravillosas creábamos... ¡y cómo las vestíamos! Sedas, satenes, terciopelos, joyas... no se ponían otra cosa. Aquí hay una de Jane Andrews en la que describe a su heroína mientras duerme con un camisón de satén blanco rematado con perlas.

—Sigue —le pidió Stella—. Empiezo a sentir que la vida merece la pena siempre y cuando haya risa en ella.

—Mira, esta la escribí yo. Mi heroína se está divirtiendo en un baile mientras «brilla de pies a cabeza gracias a unos enormes diamantes de calidad superior». Pero la belleza y el lujo no pueden sino llevar a la tumba, así que debían terminar asesinadas o muertas por desamor. No tenían escapatoria.

—Déjame leer alguno de tus cuentos.

—Toma, esta es mi obra maestra. Fíjate en lo alegre del título:«Mis tumbas». Derramé litros de lágrimas mientras lo escribía, y las demás hicieron lo mismo mientras se lo leía. La madre de Jane Andrews la regañó por ensuciar tantos pañuelos aquella semana. Es la desgarradora historia de la esposa de un pastor itinerante a la que se le moría un hijo en cada lugar en el que vivían. Tuvo nueve y enterró a ocho, y no podía visitar sus tumbas porque estaban muy alejadas unas de otras. Como se me acabaron las ideas para describir muertes terribles, permití que el noveno de los niños sobreviviera con unas malformaciones horrorosas.

Mientras Stella leía «Mis tumbas» soltando carcajadas de vez en cuando, Ana echó un vistazo al resto de los manuscritos y recordó los viejos tiempos de la escuela de Avonlea, cuando los miembros del club de los cuentos los habían escrito a la sombra de un árbol o junto a la orilla del arroyo. ¡Qué bien se lo pasaban! Entre los relatos, Ana encontró uno escrito en hojas de papel de embalar. No pudo evitar sonreír al recordar el momento y el lugar en el que nació aquel cuento. Era el borrador que había escrito el día que se quedó atrapada en el tejado de la caseta para patos de las hermanas Copp.

Ana le echó un vistazo y después se puso a leerlo con atención. Era un diálogo entre distintas flores y el espíritu guardián del jardín. Después de leerlo, permaneció inmóvil mirando al infinito, y cuando Stella se marchó, alisó el manuscrito arrugado.

—Creo que lo haré —dijo con decisión para sí misma.