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¿Un pezón? Un pezón humedecido y duro, brotando con ganas, existiendo, estando pero no del todo, probando ante los ojos de los invitados la redondez de este planeta. Un pezón duro pero mojado. Teniendo frío pero causando calor alrededor de ese magnífico punto cardinal de carne que parecía perdido entre un montón de lunares blancos del bikini. Un pezón que estaba allí: espiando a todos los que le espiaran. Una fibra de piel diminuta que salía a cantar como un pájaro cuando el viento más ligero lo rozaba. Un pezón sobresaliendo como tosiendo. Como rompiendo la lisura del presente.

La chica que le endilgaron a Martín se llamaba Diana. Y le incomodó de inmediato. Una flaca de lentes y cabello opaco. Ella no buscó agradarle, sino asentar su superioridad intelectual. Cosa que, de entrada, hizo muy bien. La chica sabía de filosofía y literatura; estudiaba letras en la universidad. Quería ser escritora. Durante el viaje a la playa cruzaron algunas frases. Lo que más le dolió a Martín fue lo que Diana le dijo, después de preguntarle si ya sabía lo que quería estudiar en la universidad. A lo que Martín había respondido rápidamente con un rotundo y redondo: No, quiero tomarme las cosas con calma.

¿Calma? Si no te apresuras, en un abrir y cerrar de ojos todos tus compañeros del colegio serán profesionales y tu seguirás acomodándote la camisa para que no se te salgan los gordos.

Hubo algunas risas y miradas dentro del auto. Nada que Martín no supiera cómo disimular.

Salinas, en 1999, era ya un balneario provisto de altos condominios de lujo que bordeaban el mar. El malecón, caminarlo, era una experiencia rapsódica, hipnótica por la cantidad de hombres y mujeres que lo hacían. Sin embargo cuando los chicos hicieron este viaje no había nadie en la playa. Era temporada baja.

Cuando el vehículo pitó al pie de los garajes del condominio La Condesa, Martín exhibió su posición de hijito de los dueños de un gran departamento. Los guardias lo saludaron pero él les habló de muy mal modo. Exigiéndoles inmediatamente que cargaran el equipaje de todo el grupo. Apenas parquearon, dos hombres pequeños y aindiados asumieron la misión al instante. El patrón había hablado. El hijo del patrón había ordenado. Y era así como las cosas se movían, con poca cortesía.

Las cuatro chicas tomaron una habitación. Los tres chicos tomaron la segunda habitación. Y Martín se reservó para sí la habitación de sus padres. Apenas entraron al departamento un miasma a sal y polvo se asentó en el ambiente. Martín siguió dando órdenes como capataz delante del grupo de turistas. Lo que puso a los empleados del condominio a desempolvar y mover muebles, colgar una hamaca en el balcón, y finalmente traerles cervezas por montones.

Eso me gusta, la eficacia, dijo mirando a Diana.

Pero la chica hizo una mueca y se movió hacia el balcón.

Pepe apareció por el pasillo con su guitarra en la mano. Era tan alto que a veces parecía que fuera a necesitar de inclinar la cabeza para avanzar por ciertos espacios. El cabello negro y ondulado lo llevaba siempre muy corto. Se dejaba las patillas desde cuarto curso. Y, ahora, una barba estilo candado que a su novia le encantaba porque pasaba tirando de ella.

En la hamaca se mecía Paula mientras Martín, de pie, junto a ella, le señalaba el Barco Hundido que tenía algunas décadas allí, varado frente a los condominios. Ese barco lucía como un buque de guerra salido de la niebla fontanosa de alguna vieja historia llena de fantasmas. Paula se incorporó sobresaltada. Y le dijo:

¿Y si de verdad esconde una historia de fantasmas?