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Revisó las fechas de caducidad de los envoltorios de comida. Sopas y macarrones con queso. En medio de la oscuridad, la única luz que había en el departamento era la que producía el televisor. Y el sonido que emitía llegaba como pura interferencia, como la absorción de pus dentro de un oído enfermo. Comía y se detenía. Miraba sobre el mesón, sobre los platos apilados y sucios, buscaba desesperadamente algo que no estaba allí. Finalmente se detuvo. Tiró con violencia al piso el plato con macarrones. Metió la cabeza bajo el grifo de la cocina. El agua rodó por su cabello grasoso hasta llegarle al cuello. Se secó con un trapo a cuadros que colgaba de un gancho magnético a un costado de la refrigeradora. Entonces se sentó finalmente frente a su computadora a escribir un email.

Queridos Papá y Mamá:

Hace días que vomito todo lo que como. Hace días que no sé cómo contarles lo que me pasa. Quiero volver a casa. Envíenme un boleto de avión urgentemente. No quiero morirme en este sitio donde apenas conozco algunas personas. Que sea un boleto en primera clase. Y por el trabajo en el banco ni me pregunten. Estoy muy enfermo. Y hay cosas más importantes que debo resolver. Su hijo que los ama,

MARTÍN

Habló con el turco y el colombiano con quienes había compartido un departamento en el área de Cambridge, antes de poder cambiarse solo. Les dejó todas sus cosas. Dejó sus cosas como si fuera a volver algún día por ellas. Jamás les contó que estaba enfermo. Mintió. Fue más fácil así. Apenas les dijo que debía ir a Guayaquil porque se casaba un pariente. Dejó ropa, zapatos, libros de estudios, videojuegos y discos compactos. Cientos de ellos. Bienes que algún día alguien más empleará para matar el tiempo. Se fue de Boston huyendo como si la muerte fuese a quedarse de ese lado del mundo.

Cuando aterrizó el avión en el aeropuerto de Guayaquil hundió con fuerza los dedos sobre los brazos de cuero del asiento. Buscó con su mirada huérfana la compasión en los ojos de otros pasajeros. La sacudida que hizo el armatoste volcó una oscuridad violenta por unos cuantos segundos en el interior de la nave. Cerró los ojos. De nada servía ante la oscuridad tenerlos abiertos.

Y por un segundo pensó: No debería haber venido. No estoy listo para morir en ninguna parte.