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La evolución natural era pasar de las cosas a su mano. Entender que, aunque su mano era la que estaba proporcionándole placer, su mano era un lugar más seguro donde hacerlo. Y con qué hacerlo.

Y cuando probó su mano se lamentó para siempre de haberlo hecho.

Se masturbó quince veces un día en el baño de la casa de su abuela. Lo que más le gustó es que nadie se dio cuenta. Dentro del baño había encontrado unas revistas antiguas, nada más que catálogos de tiendas americanas donde aparecían mujeres en ropa interior. Mientras su abuela cocinó y sus padres y sus tíos comieron y charlaron de un montón de tonterías, él iba y venía del baño estirándose la tripa hasta llegar al punto de ponérsela verde.

Alguna vez alguien dijo en el colegio: Si te pajeas demasiado te puede explotar el cerebro. Si te pajeas demasiado Jesús llora. Si te pajeas demasiado te sale pelo en la mano. Si te pajeas demasiado te atrofias el huevo.

Sin embargo Martín comprobó que todo eso era mentira: su huevo seguía allí a pesar de las maldades que él le hacía. De que se lo levantaba incluso contra su propia voluntad acompañado por las más estúpidas excusas: una amiga de su madre de visita en casa; una vecina que había visto por la ventana; una película nueva donde alguna actriz mostraba por primera vez un pezón. Todo era razón suficiente para perderse en la profundidad de su mente y empezar a atacar ese pedazo de carne que iba adherido a su cuerpo de modo raro.

Pero un pedacito de carne que ponía en movimiento a un ser humano de 120 libras. Dueño de un sistema sanguíneo y nervioso. Huesos y músculos. Cerebro, pelo e intuición. Una maquinaria completa. Y toda puesta al servicio de esa tripita.

No solo ojeó revistas y películas pornográficas. Su obsesión le empujó a pasarse noches enteras frente al televisor y su reproductor VHS grabando todo tipo de momentos eróticos, sobre la cinta de la película El lobo quinceañero, para luego masturbarse con su creación. Sin saberlo, Martín terminó haciendo un collage mexicoamericano con escenas de películas graciosas llamadas «pícaras», o «cine pícaro» (Los Albañiles, Los Verduleros, Macho en una cárcel de mujeres, entre muchas otras, donde la clase baja parecía ser el estrato que más gozaba del sexo, y donde las mujeres se daban de golpes por un hombre) y escenas de películas norteamericanas que empezaban a colar violencia en el sexo. Como la cinta Acusados, donde Jodie Foster es violada por tres hombres sobre un juego electrónico.

No lo había asociado antes: J. Foster, la violación y los juegos electrónicos.

No lo había asociado antes: El lobo quinceañero con las hormonas alborotadas desapareciendo para siempre en un bosquejo espectral de machos mexicanos llenos de confianza y tequila. Aullando por momentos, entre corte y copia.

Sus primeras veces –está bien nombrarlas así: [primeras veces] porque para Martín ninguna fue enteramente nada– pasaron con prostitutas. Sus recuerdos varían respecto al tema: mal, bien mal, más o menos mal, algo mejor, pésimo. Era difícil concentrarse con una mujer que tenía horas haciéndolo, y una fila de clientes al pie de su puerta. «Quince minutos, más de eso ya cuesta como otro palo, niño. Que aquí no te has venido a enamorar». Algunas veces salió derrotado de la habitación con la sensación de que posiblemente hubiera sido más entretenido hacerlo con su mano llena de pelos. O con algún aparejo.

Sin embargo, si algo le seducía de sus viajes a los prostíbulos era el ambiente: la oscuridad, la inmundicia y decadencia de esos seres que se movían por pasillos y habitaciones, tocándose, amargándose, puteándose y amándose, impregnados de perfume y sudor. Manchados de labial, semen y cerveza. Engendros que veía Martín temblando por allí como salidos de algún mundo paralelo que los había humillado. Y era por eso que buscaban refugio. Y miraban con los ojos aguosos. Eran fantasmas cazando cuerpos frescos en un cementerio que los ponía a la venta.

Cuerpos a la venta. Miles de ellos. Sin historia, imaginó Martín.