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Pepe no usa correo electrónico.
Eso ya lo sé.
Se fue a Santiago de Chile hace unos meses. Aún no tiene número fijo. Nos llama de locutorios. Está allá haciendo un doctorado en artes.
¿Doctorado en artes?
Sí, mijito.
¿Y cuándo regresa?
Pues no volverá hasta navidad. Hasta diciembre.
Okey. Podría decirle cuando llame que necesito urgentemente hablarle, así sea por teléfono.
Lo haré, Martín, no te preocupes.
Muchas gracias.
Dar con Pepe se había convertido en su única obsesión. Iba y volvía del hospital pensando en su amigo. Incluso en el hospital pensaba en Pepe. La quimioterapia se la realizaba en Solca, que era el mismo lugar donde cinco años atrás su amigo y su novia hacían de payasos frente a un grupo de niños pálidos y calvos. Ahora frente a él estaba una gordita graciosa con una nariz roja haciéndole de la mano mientras pasaba hacia la habitación de los niños. Martín se la quedó mirando como si aquella chica llevara un muerto en los brazos. Y dos lágrimas cruzaron rápidamente por sus mejillas escondiéndose con facilidad en los pliegues de sus orejas.
Revolvió sus cajones. Pero de ese viaje de una semana a la playa apenas halló dos cosas: un cd de música trance y la foto del Barco Hundido. Una saliva pastosa con sabor a químico pasó de su lengua hacia atrás, retardando su sabor en el chico, quien terminó sacudiendo la cabeza.